28 may 2006

Robert Musil habla

Entrevista con Oskar Maurus Fontana, 1926

Fontana: Su nueva novela, ¿cómo se llama?

Musil: La hermana gemela (más tarde: El hombre sin atributos).

Fontana: ¿Y en qué época la sitúa?

Musil: Entre 1912 y 1914. El final de la novela es la movilización militar que desgarró al mundo de tal modo que todavía no hemos podido repararlo.
Fontana: Lo que puede ser visto como un síntoma...
Musil: Sí, desde luego. Aunque quisiera aclarar que no he escrito una novela histórica. No me interesa la explicación real de los acontecimientos reales. Tengo una pésima memoria. Por lo demás, los hechos son siempre intercambiables. Me interesa el momento imaginativo, quiero decir: lo fantasmal de los acontecimientos.

Fontana: ¿De qué punto arranca usted?

Musil: Yo presupongo algunas cosas: el año de 1918 nos hubiera traído tanto las fiestas de aniversario de los setenta años de gobierno de Francisco José I, como las de los treinta y cinco del Kaiser Guillermo II. Y teniendo en cuenta este futuro aniversario paralelo los patriotas de ambos países en la novela se lanzan a una apresurada carrera. Lo que quieren es atacarse mutuamente, así como también atacar al mundo. Todo termina en la catástrofe y el lamento de 1914: "No queríamos la guerra". Bueno, resumiendo: comienza lo que he llamado la Acción Paralela. Hay quienes tienen la idea austriaca, que conocen por los recuerdos de otras guerras: Austria se libra del yugo prusiano, quiero decir: tiene que surgir algo así como una Austria universal, hecha a imagen y semejanza del imperio, ejemplo de la convivencia entre pueblos distintos. Desde luego, en la cúpula se encuentra el emperador de la paz. A todo esto, el año del impresionante jubileo, 1918, será la coronación del proyecto. Por otra parte, los prusianos tiene como siempre una idea exacta del poder, su perfección técnica se los permite; desde la acción paralela su ataque ha sido planeado también para 1918.

Fontana: Es decir, la ironía es el centro de la novela. No quisiera preguntarle ahora sobre este tema, sino otra cosa: ¿cómo pone usted ese mundo en movimiento, esos dos mundos?

Musil: Introduciendo primero a un hombre joven que ha sido educado y entrenado ejemplarmente en el conocimiento y el saber de su época, alguien que domina la física, las matemáticas y la técnica. Alguien que entra de lleno en nuestra vida actual porque, para decirlo otra vez, nada hay en mi novela histórica que no tenga validez aquí y ahora. Mi personaje no sale de su asombro viendo cómo la realidad se ha quedado por lo menos cien años atrás de nuestras ideas. Esta diferencia necesaria —que yo busco también entender— va configurando el tema central: ¿cómo debe comportarse un intelectual ante la realidad? A este personaje opongo otra figura: un hombre de gran personalidad, alguien que pertenece al gran mundo, un individuo que reúne talento de un economista y la lucidez de un esteta, y que los ha mezclado en extraña y efectiva unidad. Viene Berlín directamente, en Austria quiere reponerse. En realidad viene a obtener secretamente para su consorcio los yacimientos de cobre en Bosnia y asegurar la tala de árboles. En el salón de la segunda Diotima, esposa de un conocido, anfitrión, el representante de la vieja armonía universal y austriaca. conoce a esta mujer. Entre los dos se desarrolla una novela sentimental que termina o debe terminar en el vacío. Al mi tiempo el hombre joven encuentra en la casa de sus padres —y durante un entierro— a su hermana gemela, a que no conocía. La hermana gemela biológicamente algo muy extraño; pero que vive en todos nosotros como utopía, como una idea manifesta de nosotros mismos. Así, lo que en la mayoría es sólo una nostalgia, a mi personaje se le convierte en realidad. Y pronto los dos hermanos están viviendo juntos en la vieja comunidad que hemos llamado un buen matrimonio. Lo he puesto en el centro de nuestros dolores actuales. No hay genios, ni religiones. En vez de vivir en algo, los dos viven para algo. Quiero decir, en un cúmulo de situaciones donde prolongo nuestra identidad. Pero los hermanos geme el yo y el no-yo, sienten la escisión de comunidad, los dos se derrumban con el mundo, los dos terminan huyendo. Fracasa el intento de conservar y detener aquella experiencia. El absoluto no puede conservarse. Consecuencia: el mundo no puede existir sin el mal, porque el mal nos trae el movimiento. El bien sólo provoca la parálisis. Muestro la línea paralela, la otra pareja: Diotima y el héroe de la economía. Si él no hiciera negocios, no podría tener un alma; no por el dinero que uno necesita para poder tener una, sino porque lo sagrado y lo profano son una masa inerte. Esta pareja es también necesaria y determinada. La narración continúa en este sentido; su tema central, el amor y el éxtasis, lo desarrollo después desde la perspectiva de la locura, desde la mira de un individuo obsesionado por la idea de la redención. Los acontecimientos toman un curso imprevisto, se llega a una lucha entre los alumnos de un nuevo espíritu y el esteta de la economía. Ahí describo un gran congreso. Ninguno de los dos bandos obtiene el dinero que piensan otorgar, sino un general a quien el Ministerio de la Guerra envió al congreso sin previa invitación. El dinero se emplea para comprar armas. Lo que no es tan estúpido como generalmente se piensa, porque en resumidas cuentas todo lo inteligente termina cancelándose a sí mismo. Mi joven héroe se convierte en un espía, alguien que ahora se opone a un orden donde lo irracional tiene las mayores oportunidades. El medio de su espionaje es la hermana gemela. Viajan juntos por Galicia. Ha visto como va perdiendo su vida y la de su hermana. Nuestro héroe se da entonces cuenta de que él es algo contingente, de que acaso pueda intuir su ser, pero nunca alcanzarlo. El hombre no es nunca algo acabado, no puede llegar a serlo. Teniendo la sensación de que su existencia es algo contingente puede tomar todas las formas, como si fuera una masa gelatinosa. La movilización militar lo exime de tomar una decisión, a él y a todos los personajes de mi novela. La idea de que la guerra era inevitable es la suma de todas las corrientes contradictorias, de todas las influencias y los movimientos que describo.

Fontana: ¿No debe usted disponer de una gran cantidad de personajes que cubran todo este espacio?

Musil: Me bastan veinte personajes aproximadamente.

Fontana: Y en la estructura de su novela, ¿no teme usted al ensayo?

Musil: Sí, le temo; por eso mismo he intentado combatirlo a través de dos medios: primero, mediante una actitud irónica. Ahora, es importante aclarar que la ironía no es para mí un gesto de superioridad, sino una forma de lucha. En segundo lugar, creo que ante el peligro de caer en el ensayo tengo un contrapeso en la elaboración de escenas vivas, en la pasión imaginativa.

Fontana: A pesar de que su novela no le deja a sus personajes sino el asalto en la movilización militar como la única huida, no creo que sea una obra pesimista.

Musil: Tiene usted razón. Al contrario: en mi novela me divierto burlándome de todas las decadencias de occidente y sus profetas. Hay sueños viejísimos de la humanidad que en nuestros días se convierten en realidad. ¿Es una desgracia que esos sueños antiquísimos no hayan conservado su rostro? Necesitamos una nueva moral, porque con la vieja no llegamos a ninguna parte. Mi novela busca ofrecer cierto material para esa nueva actitud. Es el intento de una disolución y la insinuación de una síntesis.

Fontana: ¿Dónde situaría usted su novela dentro de la épica contemporánea?

Musil: Dispénseme usted la respuesta...... (Después de una pausa) ¿Dónde situaría yo mi novela? Me propongo ayudar a sobreponernos al mundo; sí, también por medio de una novela. Yo le estaría agradecido al público si considerara menos mis cualidades estéticas y más mi voluntad. El estilo es para mí la exacta articulación de una idea. Quiero decir, la idea que puedo alcanzar también de la forma más bella.

El hombre sin atributos

Un ser sin cualidades ni características particulares. Así es el célebre protagonista de la monumental e inacabada novela de Robert Musil El hombre sin atributos, una metáfora de la quiebra del Imperio Austrohúngaro y de la frágil condición moderna. Con todo, esa misma condición puede rastrearse en lo que algunos maestros budistas del siglo IX llamaban el "hombre verdadero sin situación", un ente marginal y carente de esencia fija y de definición cerrada.



JUAN JOSE SAER

Un día, a mediados del siglo noveno,en el noreste de la China, en el monasterio que dirigía Lin Tsi, el maestro de la secta budista T ch'ang (en japonés zen,ambas pronunciaciones locales del sánscrito Dhyâna, "meditación"), subió a la cátedra y dictó la más célebre de sus lecciones: "Sobre vuestro conglomerado de carne roja hay un hombre verdadero sin situación, que sin cesar entra y sale por las puertas de la cara. ¡A ver qué opina de esto alguno que no haya hablado todavía!'. Uno de los monjes salió del grupo y preguntó cómo era el hombre verdadero sin situación. El maestro bajó de su banco de meditación y atrapando al monje e inmovilizándolo, le ordenó: '¡Dilo tú mismo, dilo!'. El monje vaciló. El maestro lo soltó y dijo: 'El hombre verdadero sin situación es un montoncito cualquiera de excremento'. Y se volvió a su celda".
La expresión "un montoncito cualquiera de excremento" es en el original mucho más cruda y, para su publicación en este diario, ha sido sustituida por la presente, que aparece en otra versión de esta misma escena. El eminente sinólogo francés Paul Demiéville, traductor en 1977 de las Lecciones de Lin Tsi, comenta así la brutal comparación, que resulta todavía más sorprendente cuando sabemos que también se la utiliza a menudo para designar a Buda: "Toda definición del hombre verdadero sólo puede ser impropia, vil, sucia, puesto que por definición es lo que escapa a toda definición".
En lo referente al hombre verdadero sin situación, el profesor Demiéville ofrece el comentario siguiente: "La expresión hombre verdadero deriva directamente de los filósofos taoístas de la Antigüedad, aunque también haya sido utilizada para designar a Buda y al Arhat (el santo liberado) en las primeras traducciones chinas de los textos búdicos. La palabra situación se aplica en el vocabulario administrativo a la situación de un funcionario en la jerarquía oficial. Como esa jerarquía incluía a toda la élite social, que era la única que contaba en la antigua China, un hombre sin situación era un ente marginal, carente de estatuto, una entidad indeterminada. Es más o menos en el sentido de Lin Tsi que el novelista austriaco Robert Musil, que se interesaba tanto por Lao Tsé poco antes de su muerte trágica en 1942, concebía a su héroe como un hombre sin características particulares, Der Mann ohne Eigenschaften (El hombre sin atributos en la traducción castellana)".
En la exacta referencia que antecede, hay un solo error: la muerte de Musil fue tal vez prematura (tenía 61 años) pero no trágica. Su mujer, Martha Marcovaldi, la cuenta así en una carta: "Después de una mañana tranquila, pasada en parte en su mesa de trabajo y en parte en el jardín, subió la escalera que conducía al baño diciendo: 'Voy a darme un baño antes de almorzar'. Y mientras se desvestía, durante un ejercicio físico o simplemente a causa de un movimiento brusco fue derribado por un ataque. Unos minutos después de que subió, abrí la puerta del baño para llamarlo y lo encontré sin vida. Era imposible admitir que estuviese muerto, a tal punto parecía vivo con su aire de sorpresa irónica en la cara".
¡Qué bien le cuadra esa muerte al discreto mentor del hombre sin atributos! Morir, podría decirse, en plena salud, y experimentar no temor sino una sorpresa irónica ante la irrupción imprevista de la muerte, es tal vez la confirmación irrefutable de sus teorías. Porque el hombre sin atributos es aquel que, desembarazándose de todas las convenciones, las posturas sociales, los contenidos intelectuales o morales, las máscaras identitarias, los sentimientos y emociones calcados de los que difunde el medio ambiente, la sexualidad canalizada por los diques de lo socialmente permitido, volviendo al grado cero de la disponibilidad, construirá su vida oponiéndose a todo automatismo y a todo lugar común de la inteligencia, de la vida afectiva y del comportamiento.
En el Imperio Austrohúngaro declinante, agobiado por las pomposas pretensiones de la Corte y por las constantes reivindicaciones del archipiélago de pequeñas y grandes naciones y culturas que lo componían, ser un hombre sin atributos, reivindicar sólo la propia disponibilidad, sin previas adhesiones obligatorias a supuestas causas, sagradas o no, a determinadas normas de conducta, dictadas de una vez y para siempre y destinadas a regir la sucesión de generaciones fugitivas, supuestamente idénticas unas de otras, representaba no una forma de egoísmo o una manera de volverle la espalda a la realidad, sino una sana desconfianza hacia lo consabido, lo no reflexionado, lo impuesto por la inercia aplastante del mundo.
Musil nació en una pequeña ciudad austriaca en 1880. Destinado a una carrera militar o científica, poco a poco fue abandonándolo todo, a pesar de perspectivas prometedoras en sus otras actividades, para dedicarse enteramente a las letras. Y aunque escribió varios magníficos relatos, una obra de teatro, algunos ensayos minuciosos y un apasionante diario íntimo, podría decirse que también abandonó la literatura entregándose por completo a la redacción de El hombre sin atributos, novela que le llevó casi treinta años de su vida y que quedó inconclusa. Los únicos dos volúmenes que publicó en vida, en 1930 y en 1933, tuvieron un gran éxito de crítica pero no se vendieron, el segundo sobre todo, cuya aparición coincidió con la llegada de Hitler al poder. Musil, que estaba en Berlín en ese momento, emigró primero a Viena y después a Zúrich y a Ginebra, donde vivió en la miseria hasta su muerte en 1942. En 1938, los nazis incluyeron sus libros en la lista de obras "indeseables y nocivas" y las prohibieron en Alemania. Pero en el año 2000, una encuesta entre los principales críticos literarios de Alemania demostró que una importante mayoría de entre ellos consideraba El hombre sin atributos como la más importante novela del siglo XX escrita en alemán.
Ulrich, el protagonista, no tiene nada de un aventurero o un sensualista que quisiese gozar indefinidamente de nuevas experiencias a la manera de los decadentes de finales del siglo XIX. Es un espíritu racional, sistemático, amable y jovial. Su vida transcurre en el marco de una banal existencia burguesa. El único acto verdaderamente transgresivo es su relación amorosa con su media hermana, que, a medida que avanza la novela, va transformándose en el elemento simbólico de una vida sistemáticamente dirigida a trascender las convenciones exorbitantes que el mundo impone a los individuos.
El hombre verdadero sin situación del enérgico maestro Lin Tsi, retorna entonces inesperadamente en nuestro tiempo en la gran novela de Robert Musil. Pero, en otro registro, también podrían representarlo a su manera esas hilachas de hombres que son los personajes de Samuel Beckett. En todo caso, está presente en las reflexiones actuales sobre la crisis y el estatuto del sujeto, y en la desconfianza de algunos hacia todas aquellas ideologías que exaltan, sin mayores precisiones, los méritos discutibles del concepto de identidad.

24 may 2006

Criticas I El cronista de un tiempo que no existe.

Hubo un tiempo… había una vez… en el que se suponía que la literatura daba testimonio de su época. Tiempos de Tolstoi, de Flaubert, de Victor Hugo. Los lectores del siglo XXI viajamos a través de esos libros a un territorio que ya no existe sin esas novelas. El siglo XIX ruso, por ejemplo, está dentro de “Ana Karenina” como el francés se perfila con nitidez en “Los Miserables”. Pero… si alguien tuviera hoy que elegir un libro capaz de describir ese inmenso territorio que es el siglo XXI, ¿qué obra elegiría? Los últimos grandes cánones de la literatura remiten al siglo XX. El siglo de la locura colectiva y la duda metafísica más abstracta está entero en el “Ulises” de Joyce y en toda la obra de Kafka, respira con Marcel Proust y sufre con Faulkner. Pero… ¿y el siglo XXI?
Las catedrales de París sólo subyugan a los adepto a “El código Da Vinci” y el mundo global es tan inabarcable que ninguna novela local puede contenerlo todo sin volverse esquizofrénica. Los dramas individuales, como “Madame Bovary” resultan también insuficientes. Nos hemos dado cuenta, los occidentales, que esos dramas no son tan universales como creíamos. Habría que ver qué mujer mapuche muere de aburrimiento en la Patagonia actual. ¿Cuál es, entonces, el color literario de esta época?
El posmodernismo ha llenado nuestro escaparates de autores efímeros, capaces de perderse en la jungla infinita de la realidad Internet, sin hallar nunca el sentido ni alcanzar a oír la música de fondo que deja traslucir el siglo. Una música difícil, una música bestial.
En América Latina, los estertores del realismo mágico todavía entorpecen la libertad narrativa y las perspectivas de muchos autores que no alcanzan los brillos que en su momento tuvieron Julio Cortázar, Borges, por mencionar sólo alguno de los nombres que navegaron en aguas paralelas al “boom” y que lograron dar una visión más trascendente que el relato local aromatizado con hierbas mágicas.
Es en ese cruce en el que aparece Roberto Bolaño y, sobre todo, su novela, “Los detectives salvajes”. A Bolaño ya no le queda nada del realismo mágico, pero las historias que cuenta son mágicas sin necesidad de que ninguno de sus personajes eche a volar mientras está tendiendo las sábanas en el patio. Y a su vez tiene ese sutil encanto de los posmodernos que fragmentaron el relato hasta más no poder, logrando desacralizar por completo al sujeto y destruyendo así, de un plumazo, lo último que quedaba del Renacimiento en el mundo contemporáneo. Los personajes más importantes de “Los detectives…” Arturo Belano y Ulises Lima, son contados por otros. Ellos son los únicos que durante toda la novela no hablan con voz propia. Desde el punto de vista técnico el trabajo de Bolaño tiene reminiscencias del mundo del cine y toda la novela es un enorme flash back contado de un modo caóticos, una historia en medio de la cual se insertan infinidad de “videoclips” que a su vez contienen muchas otras historias. Mientras ocurren, mientras son leídas, esas historias son más importantes que las de los personajes principales, pero a su vez contribuyen a describirlos y contarlos.
A su vez, las historias hablan de todo y de todos y todo el mundo está dentro y caben las reflexiones más salvajes, los sueños más absurdos. A Bolaño le encanta que sus personajes cuenten sus sueños durante la mañana, cuando se levantan, a media tarde, cuando hablan con sus amigos, y esos sueños son surrealismo puro, puro sueños de verdad.
A su vez, la realidad, ese concepto que estaba tan claro y transparente en Tolstoi, por ejemplo, aquí ha perdido todo contacto con la naturaleza, o al menos con cualquier naturaleza que no sea la de la mega ciudad o la del desierto de Sonora, único escenario natural, árido y seco, que describe el mundo arrasado del futuro, ese año “2666” que Bolaño dejará como obra póstuma antes de morir en 2003. En “Los detectives…” ese mundo todavía no existe, o está apenas en su fase iniciática. Por que la novela narra una auténtica iniciación, una ceremonia que en el mundo contemporáneo ha quedado diluida entre los recovecos de la razón y que regresa en su forma de mito, de la mano de los hombres y las mujeres que han sido testigos, a lo largo de 20 años, del transcurrir de esos poetas adolescentes en el D.F. de 1976. Belano y Lima son puro mito. De ellos se cuenta lo peor y lo mejor. Unos recuerdan que vendían marihuana para ganarse la vida mientras estaban en la Universidad y otros prefieren recordar sus genialidades, sus locuras, su raro transcurrir por un tiempo que parece que no existe. Porque los personajes de Bolaño como sujetos no pueden existir en la realidad, porque la realidad mismo no existe. ¿Qué fue lo que les ha pasado a Arturo Belano y Ulises Lima? ¿Se hicieron genios? ¿Se volvieron locos? ¿Eran unos truhanes o unos intelectuales de gran vuelo incomprendidos en su tiempo? Esa ambigüedad a la hora de contar a sus personajes es lo que define a Roberto Bolaño como el gran cronista de este tiempo que no existe. El siglo XXI se parece ya bastante a ese mundo alucinado que narra Bolaño donde todos “somos” el relato de “los otros” y ese relato es el único pilar que sostiene nuestra frágil identidad.

23 may 2006

El Camino de America I

Cada vez que comienzo a contar una historia se que me voy a distraer. Que voy a terminar yéndome por las ramas. Sólo que aquí nadie me podrá tirar de la manga para que la haga corta, para que vaya al grano. Es por eso que no les contaré cómo fue que conocí al psiquiatra. Porque es una historia demasiado larga y me voy a distraer.
Otra cosa que detesto es comenzar a escribir siempre poniendo por delante el pomposo: Capítulo 1. Y un nombre más pomposo aún, que acompañe al título. Y luego una cita de algún famoso escritor para dejar claro a todos quién me ha influido. Como pagando una deuda que nadie te pidió nunca que pagaras, sólo por vanidad. OH, Borges. OH, Henry James.
Hubo un tiempo en el que para seducir a las minitas me levantaba después de haberme fumado un porrito y me acercaba a la biblioteca con aire de inspirado total y les decía: ahora voy a elegir la cita que abre el Capítulo 2. Entonces acentuaba mi gesto grave, cerraba los ojos y movía mi dedo índice impaciente por entre las páginas, como si estuviera haciendo algo que me demandaba una energía tremenda, hasta que Pas, ya lo tengo, mira qué bien. Y leía una frase suelta encontrada al azar y la frase siempre coincidía con lo que estaba escribiendo. Genial. A las chicas les encantaba.
Por eso esta vez no pienso poner ninguna Capítulo 1, ni cita, ni explicarles demasiado cómo fue que conocí al psiquiatra, porque no quiero presumir.
¿Cómo puede uno presumir de haber tenido que recurrir alguna vez en su vida a un psiquiatra? Está bien que soy argentino y que si quisiera me podría justificar. Pero hace mucho que ya no vivo en Buenos Aires y no creo, se los digo con la mano en el corazón, que pueda presumir de algo así. Más teniendo en cuenta que yo había ido al psiquiatra porque estaba muy mal. No tenía trabajo, no podía terminar la universidad, ninguna mujer me quería. Mi vida era una tango, una novela negra, una novela de Faulkner (sin tanto alcohol, apenas una cervecita de vez en cuando, una botellita de ginebra Bols, de esas marrones que no se si se seguirán haciendo).
Vivía en La Plata (para el que no conoce, una pequeña ciudad casi francesa, discretamente francesa, aburrida tal vez como Madame Bovary antes de conocer a su amante), concurría a la Facultad de Periodismo, algunos viernes me juntaba a jugar al poker con mis amigos, otros iba al cine (a veces iba al cine el jueves también, o el lunes o el domingo), alquilaba videos, leía, compraba libros viejos en una calle diagonal cerca de una plaza redonda que se llamaba Italia. Se llama Italia todavía. Nunca supe por qué, porque no se parece en nada Italia, no hay nada que recuerde Italia ahí. Más bien se trata de una plaza absurda, una especie de rotonda gigante, a la que es muy difícil acceder, porque siempre hay coches que le dan vueltas alrededor y uno tiene que esperar a que un semáforo se ponga rojo y aún así es difícil porque cuando un semáforo se pone rojo siempre hay otro, en las calles que dan a la plaza, que se pone verde y los coches siguen dando la vuelta, como si a los automovilistas de la ciudad les encantara dar vueltas a la plaza sin parar.
Yo daba vueltas también, pero no a la plaza. Paseaba por la ciudad. De vez en cuando tocaba el timbre a algún amigo o amiga y subía a un departamento y me tomaba unos mates, y me ponía a conversar. Hablábamos de libros, de cine, de política, yo que se. Las típicas cosas de las que habla uno cuando tiene 23 años y está todavía en la universidad.
Cuando comencé a visitar al psiquiatra también hablaba de psicología. Leía libros de Freud. Trataba de demostrar, no sin cierto patetismo, cuánto esfuerzo estaba haciendo por superarme, por dejar atrás mi pasado, mi historia familiar. Creo que fue por ese entonces que mis amigos comenzaron a sospechar que algo en mi no estaba del todo bien. Sobre todo mis amigos militantes, los que estaban en política como yo, los del centro de estudiantes. Pero todo esto es sólo una suposición. Tal vez no haya sucedido así. No lo se.
El psiquiatra me sacó de todo eso. No del poker ni de los libros, pero si de los amigos, al menos de esos amigos a los que comencé a ver como vacíos, péndulos flotantes en aire enrarecido de la ciudad, vacas sin rumbo, cáscaras, miserables cáscaras que han perdido el ton. Que nunca tuvieron son. Que no saben lo que son. Dónde están. Hacia dónde van.
Estuve sólo tres meses haciendo terapia con él. Confieso que al principio me pareció un tipo muy raro. A veces se dormía en las sesiones. Estaba como ausente. ¿Se estará aburriendo con lo que le cuento? Pensaba. ¿Estará cansado?
Se llamaba Arturo P. No intenten buscar ninguna referencia literaria oculta porque no la hay. Simplemente oculto su apellido porque él me lo ha pedido. Cuando cuentes esta historia, me dijo una vez, te prohíbo que pongas mi apellido. Y yo no lo pongo. El nombre sí, del apellido sólo la inicial. Arturo P. Dr. P. O Arturo a secas.
La primera vez que fui a su consulta me preguntó ¿Tomas drogas? Le dije que no. Y era cierto. No tomaba drogas. No fumaba (ahora sí), apenas bebía cerveza y ginebra Bols, pero creo que ya se los he contado. Y después me preguntó ¿cuáles son tus objetivos? Terminar de una vez la universidad, conseguir trabajo y… ya saben, una mujer. Muy bien, me dijo. Y no me dijo nada más. Muy bien, nos veremos la semana próxima. Y me dio una dirección en la avenida 7, cerca de la avenida 32, y me dijo que tenía ahí una consulta privada, que a mi no me iba a atender en la clínica (estábamos en una clínica, se me olvidó de contar) (ves que se me olvidan las cosas, que si no fuera porque me voy por las ramas esta historia no se las podría contar). Y yo dije: Bueno. Y a la semana siguiente fui.
No me pidan que les cuente cómo eran las sesiones porque ya ni me acuerdo y si me acordara tampoco se las contaría, la verdad. La cuestión es que las cosas comenzaron a cambiar. En mi vida, digo.

La aventura de la palabra

Nunca sabes dónde te va a llevar la aventura, mucho menos la palabra. Si no vas a poder resistirlo, mejor no lo intentes.