15 ago 2006

La esencia de lo ridículo reside en aquello que es imperfecto o innoble pero que no produce daño ni dolor, del mismo modo que la máscara cómica muestra una expresión innoble o deforme, pero no doliente.
Aristóteles

7 ago 2006

LAS COSAS QUE TUVE QUE HACER PARA ENCONTRAR A MAGDALENA

Tuvo que dejar la tierra áspera para amar a Magdalena. Reseñó cada mañana la sangre que surgía del periódico. Vomitó la sopa. Cada tanto se miraba en el espejo y trataba de recordar el último mechón de pelo que le había tocado. Ella ya no estaba ahí y él tampoco.
Unos días antes de que muriera su padre abandonó también el desierto, lloró junto a la laguna, arrojó algunas flores en la tumba de su abuela. Cuando miraba la foto de la muerta sentía detrás de su espalda el aliento del diablo o de algo parecido. Un escozor, una cosquilla. Pero recordó a la mujer de Lot y no quiso girarse. No lo miró a los ojos y mucho después se arrepintió. Tendría que haberlo hecho.
Ahora Magdalena no estaba ahí ni en ninguna parte.
Compró un libro extraño. Un manual. Un escritor ignoto que parecía saber mucho de paranoias enseñaba a ser un detective. Pero no lo hacía con profesionalismo, sino como si se tratara de un manual de autoayuda. Algo así como “Aprenda a ser detective en diez días y olvídese de la neurosis”.
Soñó una noche con que encontraba a Magdalena. Se despertó sudado. Envuelto en un ligero vapor. Aturdido por la marea de un recuerdo impreciso. En el sueño Magdalena estaba con otro y él la miraba a través del ojo de la cerradura. Ella hacía el amor con el otro o algo así. Al menos estaban desnudos y parecía como que hacían el amor o hablaban, ella arriba, el otro abajo, con la cabeza debajo de una almohada. Entonces Magdalena se levantaba y se acercaba con un alfiler a la puerta.
En el sueño había un libro abierto, abandonado sobre una mesa de luz. Al lado del libro, unas llaves. Las llaves abrían una puerta. Detrás de la puerta estaba él mirando. En el piso había un DNI. Sólo recordaba el número pero no sabía a quien pertenecía. En el manual del buen detective supo que tenía que buscar al dueño de ese documento cuanto antes si quería encontrar a Magdalena.
Al día siguiente se compró un sombrero gris. Hacía mucho tiempo que nadie compraba sombreros en la tienda donde lo encontró. Estaba lleno de polvo. Olía como el desierto. Como la tumba de su abuela. No quiso sacudirlo por superstición y se lo calzó apretado sobre las orejas, el polvo le chorreaba sobre las cejas, la espolvoreaba las mejillas. Llevaba el manual debajo del brazo. Sólo le faltaba comprar un arma. Y averiguar a quién pertenecía el documento.
Pero es muy difícil comprar un arma en los pueblos del desierto. Más difícil que comprar un sombrero. El señor del almacén le ofreció un cuchillo que él rechazó con cortesía. Rechazó también una navaja y una escopeta por considerarla demasiado obvia. Eso sí, compró un alfiler. Y un manojo de llaves que no habrían puerta alguna. Llaves sin tallar. Sin forma.
Montado sobre un viejo Chevy atravesó la tierra muerta. Se detuvo junto a un cactus al que le sustrajo una espina enorme, del tamaño de un dedo de elefante. Abandonó el alfiler sobre una piedra blanca y gris, del mismo gris que su sombrero.
Esa noche en un hotel de pueblo habló con un señor mayor. Un cazador de avestruces. El señor recordaba vagamente a Magdalena. De vez en cuando él también soñaba con ella. Pero no recordaba nada más. Una mujer de una extraordinaria belleza, le dijo. Una belleza como nunca habíamos visto por estos lugares. Viajaba acompaña por alguien como usted, pero sin sombrero. Escuchaban tangos los dos, dentro de la habitación. Tangos muy extraños, de discoteca, con tambores o baterías o algo así. El los había visto una noche, a través del ojo de la cerradura. Ella debajo, el tipo arriba. Desnudos. Nadie llevaba un almohadón en la cabeza. Pero el cazador no podía recordar el rostro del tipo. Sólo a ella.
De alfileres, ni hablar. En su vida los había utilizado. A los avestruces las cazaba con boleadoras, o con escopeta. No tenía mujer. Nunca había tenido. Sostenía en su memoria de viejo una vaga noción de lo que era un alfiler. Un objeto de la infancia. Un inasible objeto olvidado que tal vez usaba su abuela para zurcir medias o algo así. El nunca había comprado ninguno. Total, ¿para qué? Eso le dijo. Y se lo quedó mirando fijo. ¿Quiere una ginebra? No, gracias.
En el manual había precisas indicaciones sobre qué hacer en circunstancias como éstas. Apuntó en una hoja de papel:
Indicios. Magdalena pasó por aquí. No viaja sola. Es probable que haya perdido el alfiler. Se desnuda por la noche y deja que la monten. A veces la que monta es ella. Se registra con su documento en los hoteles. Nunca usa el DNI de él.
Días más tarde, en un restaurante, comió habas, arroz, pollo. Estaba perdido pero no lo sabía. El Chevy se había quedado sin gasolina o tal vez se le había estropeado el motor y tosía cuando lo encendía. El también tosía. Y a veces escupía sangre sobre un pequeño pañuelo, pero no le importaba.
Durmió cuatro noches en otro hotel mientras esperaba que le arreglaran el coche. Antes de acostarse introducía la espina del cactus en el ojo de la cerradura. De ese modo evitaba soñar con Magdalena. Sus anotaciones se habían interrumpido. Se sentía triste, no sabía por qué.
Una mañana la mujer que limpiaba el hotel se pinchó el dedo con la espina cuando intentó abrir la puerta de la habitación. Se llamaba Luisa y jamás había oído hablar de Magdalena ni mucho menos la había visto. Mientras de su dedo manaba sangre él la miraba y le preguntaba y la aturdía con detalles acerca de los viajeros desaparecidos. No podía ser, le decía, que no los hubiera visto. Porque ellos habían pasado por ese hotel. A la mujer le dolía demasiado el dedo y no le prestaba atención.
En la hoja de Indicios anotó:
Han sobornado a la empleada del hotel. ¿Cuánto le habrán pagado?
Esa noche volvió a soñar con ellos. En la cama, junto a los amantes, estaba la mujer de la limpieza. Desnuda. De su dedo manaba sangre mientras Magdalena la montaba y luego la montaba el tipo también. Al final, uno de los dos la ahogaba con el almohadón. La mujer de la limpieza moría. Un engañoso charco de sangre hacía suponer un corte en la yugular, una puñalada en el corazón. Pero era un indicio falso. Ella moría asfixiada. El que sangraba era su dedo. Sangraba aún después de que ella hubiera muerto. Magdalena y el tipo se reían. A j aja… a j aja ja ja.
Cuando llegó a la ciudad su memoria comenzó a extraviarse y sólo lo mantenía en orilla exacta de la realidad el papel con los indicios y el manual del detective. Estuvo cuatro semanas durmiendo dentro del Chevy frente a una escuela abandonada. Comió sándwiches de mortadela, jamón, empanadas, un pedazo de queso.
Una noche se introdujo en la escuela y sólo encontró al sereno. Un hombre bajo y regoldón. Mentía, el tipo. Y escupía al hablar. Afirmaba que Magdalena había sido directora de la escuela y que la habían despedido. Una tarde, le dijo, la encontraron desnuda en su despacho. Había un alumno con ella. Un niño de siete años, tal vez, o de nueve. No lo recordaba bien. Luego le habló de almohadones, alfileres, un celador que miraba por el ojo de la cerradura. Un embrollo. Una inmundicia atroz y académica, fruto de la imaginación del gordo, que nada tenía que ver con la realidad.
Vino después un período incierto, como incierto había sido siempre su amor por Magdalena. Pasaron años, meses, días, horas. Interminables segundos. La tierra giró varias veces sobre sí misma y se aproximó al sol el oscuro continente sobre el que él dormía.
Una tarde se encontró el papel en la puerta del frigorífico. La palabra Indicios había sobrevivido al paso del tiempo pero las otras palabras habían desaparecido. Todas, menos el número del DNI que una noche había soñado. A su lado había un nombre y era el suyo. Al papel lo sostenía un imán y al imán lo envolvía una berenjena de madera. Una berenjena negra, que tenía clavada un alfiler. La berenjena tenía ojos y los ojos parecían los del demonio.
El se acercó sigiloso al frigorífico y extrajo el alfiler con cautela y precisión. Luego, con el alfiler en la mano (que a ratos parecía querer transformarse en una gigantesca espina de cactus) se dirigió hacia la habitación donde Magdalena dormía.
Después miró por el ojo de la cerradura y todos sabemos muy bien, lo sabemos perfectamente, qué fue lo que vio.

Aunque hay quien dice que:

Se vio a si mismo montado desnudo sobre ella, sorprendido y enamorado de la mujer que nunca supo bien cómo había encontrado. Vio, con asombro aún mayor, cómo abandonaba a la mujer y, todavía desnudo, se calzaba el sombrero gris y se encaminaba hacia la puerta. Luego, encorvándose con mucha dificultad, miró por el ojo de la cerradura. Y después ya no vio nada más. Una terrible espina de cactus o un alfiler, le atravesó el ojo.
Entonces recordó la lejana tarde en la que murió su padre y volvió a sentir el perfume de las flores que reposaban sobre la tumba de su abuela. Y se arrepintió de no haberse girado ese día para mirarle la cara al diablo.