14 ago 2007

CINCO RAZONES POR LAS QUE NO ME GUSTA EL DOCTOR HOUSE





I

Según Zygmunt Bauman “Gran Hermano” atrae a multitudes muy diferentes entre sí porque está organizado como un inmenso ritual colectivo en el que temor de los seres humanos a ser “expulsados” puede ser banalizado y difuminado por esa gran “expulsión” que se produce en el programa con regularidad. El enorme éxito del radical y extravagante Doctor House tiene raíces similares. Está basado también sobre el miedo, aunque aquí cobre derivas diferentes.
El miedo que al parecer sustenta el éxito de House es el mismo que nos inspiran los hospitales y, en general, toda la medicina moderna. Basta observar con detenimiento ciertos patrones establecidos por los guionistas a lo largo de cada capítulo unitario de la serie para hacer un registro minucioso de esos temores de la gente de a pie. Los pacientes, a lo largo de cada uno de los episodios, se comportan en base a un estereotipo que resume los mismos temores del público ante la medicina anónima y masificada de nuestros días. Recelan indefectiblemente del sistema en general y de los consejos de los médicos en particular, a los que contemplan como personas despreocupadas de su salud, deseosas de experimentar nuevos compuestos químicos con ellos y a los que se les puede llevar a juicio en cualquier momento. Habitualmente, si no es el paciente es su familia, es decir el sujeto de la cura y su entorno se transforman en la serie en los peores enemigos a la hora de vencer la enfermedad.
House y sus colegas hacen uso de los más variados artilugios para tratar con la “ignorancia” de esos simples mortales que “no comprenden” las razones de la medicina moderna y que por lo tanto deben ser engañados para poder ser curados. Y, también con gran regularidad, los médicos triunfan y demuestran, salvándole la vida a los remisos, que ellos tenían razón, reforzando de este modo la autoridad de la ciencia y del médico que la ejerce de un modo como no se había visto nunca antes en la televisión de consumo masivo.
Es posible entonces comenzar a elaborar una especie de “decálogo de enseñanzas” que va dejando el huraño doctor en su camino. Moraleja número uno: es mejor no patalear ni desconfiar de los médicos, sino dejarlos hacer. Ellos saben lo que hacen. Detrás del anónimo sistema hospitalario que nos trata como números debe haber, ojala lo haya, un experto doctor House que se encarga de velar por nuestra vida.


II

Una de las máximas más populares de House es “El paciente siempre miente”. Su espíritu de detective decimonónico lo lleva a emular a Sherlock Holmes, hurgando a piacere en la vida privada de los enfermos siempre en nombre de la benemérita ciencia. El fin justifica los medios, sostiene House en cada acto. Drogadicciones, oscuras depresiones, conflicto familiares, de todo se oculta en la selva densa del paciente posmoderno. Culpas, pecados, que se ocultan para evitar ser señalados como trasgresores de la normalidad ante la real institución médica. House se vuelve entonces una especie de agresivo sacerdote contemporáneo que fuerza la confesión para salvar la vida al enfermo.
Si la ciencia médica no hubiera puesto tanto esfuerzo a los largo de los últimos sesenta años en elaborar todo un catálogo de “normalidades” físicas y psicológicas, las habilidades detectivescas de House no tendrían sentido. Pero eso en la serie nadie lo dice. La moraleja número dos se cae de madura.

III

Otra constante a la que recurren los guionistas tiene que ver con el abuso de enfermedades raras que suelen padecer los pacientes del carismático doctor. Cosas raras que vienen de un mundo exterior que cada vez se vuelve más incomprensible y agresivo para los buenos cristianos televidentes que sienten verdadera aprehensión ante la sola mención de esas plagas modernas que envía la naturaleza para destruirnos. House se transforma entonces en una especie de padre putativo o mejor dicho, un dios racional que hurga en el misterio y termina siempre por resolver la encrucijada. Moraleja número tres: “la razón siempre vence a las fuerzas oscuras”. (la razón médica, obviamente)
El paciente no tiene defensas cuando está fuera y una vez dentro (enfermo), deberá someterse a una investigación externa que tratará de descubrir que fuerza del mal lo ha atacado. A veces el paciente muere. Pocas veces.

IV

La serie en sí es truculenta y está emparentada en esto con otro gran batacazo televisivo de los últimos tiempos: “CSI”, en todas sus versiones. Tanto House con los avispados detectives son maniáticos del detalle y las cámaras se introducen a menudo dentro del cuerpo de víctimas y enfermos con alevosía, para mayor goce de los morbosos espectadores. Nuestro cuerpo habla, se nos dice, incluso después de muerto. Y, siguiendo a Bauman, ese mensaje que emite funciona como un modo eficaz de ahuyentar el horror a la muerte. No sabemos si hay vida después, pero al menos hay mensaje. Lo mismo ocurre cuando enfermamos. Nosotros, en teoría, según los cánones de esta serie, “no sabemos por qué”, pero nuestro cuerpo “sí lo sabe” y habla por nosotros. Pero para eso hay que penetrarlo y cuando más extrema sea esa penetración más placer televisivo sentiremos liberando la angustia que nos preocupa el sólo hecho de imaginar que cosas como las que estamos viendo pueden estar ocurriendo ahora mismo en nuestro propio cuerpo sin que lo sepamos. Esta pasión por la sangre y el destripe de los pacientes alcanzó su punto culminante en un reciente episodio de la tercera temporada donde House irrumpe en la sala donde se operaba a un paciente, aún cuando ni siquiera está autorizado a hacerlo, y contra la voluntad del médico que dirige la operación le extrae los intestinos al enfermo en busca de la causa de la enfermedad. La cámara se detiene con morbo mientras las tripas del paciente pasan lentamente por las manos de House como si fuera una vulgar ristra de chorizos. Hay algo medieval en esa escena. Algo del Bosco y su Infierno Musical que dice mucho de los tiempos que estamos viviendo. El espectador entonces trata de apartar la vista ante el horror, pero no puede y en fondo es tranquilizado por la pericia del doctor que vuelve a poner las tripas en su sitio. Moraleja número cuatro: “No tengáis miedo de la medicina, te destripa y te penetra por tu bien”. Ahora reza para que no seas tú el que está en ese quirófano.

V

Cuando nuestros periódicos cotidianos están llenos de noticias de distraídos médicos que se olvidan los instrumentos de operar dentro de sus pacientes, el doctor House viene a tranquilizarnos con su mensaje de súper héroe de los hospitales modernos. Hace apenas unos días el Servicio de Salud madrileño tuvo que indemnizar a la familia de una persona a la que enviaron, después de muerta, a que se someta a tratamiento psiquiátrico, ya que según los médicos se estaba inventando los síntomas del cáncer que acabó con su vida. Nunca veremos en el doctor House un capítulo en el que suceda algo parecido. En el mundo idílico de la serie se da por supuesto que todos los que trabajan allí son personas venerables que sólo pondrían en juego su ética profesional si con ello ayudaran a librarse a un paciente de su enfermedad. En el sutil juego del bien y del mal que despliega la serie, el mal está encarnado o por los secretos del paciente o por la enfermedad en sí, nunca por el médico que se encuentra del otro lado. En el territorio del médico hay luchas de poder, egoísmos y muchos “defectos” personales de cada personaje que hacen más atractiva la serie, pero jamás “el mal” entendido como mala praxis interesada, egoístas intereses económicos, etc. Moraleja número cinco: “El paciente se equivoca, y hasta puede llegar a ser culpable. El médico sólo comete errores, y siempre tiene buena intención”.

continuará...

9 ago 2007

EL DIA QUE SECUESTRARON "EL JUEVES"


Los redactores y directivos de la revista satírica española “El jueves” no se lo podían creer cuando los teléfonos de la redacción comenzaron a tronar luego de que se hiciera pública la noticia de que el juez de la Audiencia Nacional Juan del Olmo había ordenado el secuestro de todos los kioscos del país de la última edición del semanario publicada el pasado miércoles. El delito: injurias a la Corona. La revista quiso burlarse de la decisión del primer ministro José Luís Rodríguez Zapatero de otorgar 2.500 euros a cada pareja que tenga hijos desde ahora en adelante, calificándola de electoralista y debajo del cartel que anunciaba la generosa dádiva estatal colocó una caricatura del príncipe Felipe de Borbón haciendo el amor con su mujer Leticia, al tiempo que le dice: “¿Te das cuenta? Si te quedas preñada… ¡Esto va a ser lo más parecido a trabajar que he hecho en mi vida!”.
Al día siguiente de la publicación del semanario humorístico el programa sensacionalista de la cadena Tele Cinco “Aquí hay tomate” le dedico una extensa y escandalosa cobertura a la portada, lo que pudo haber originado la reacción inesperada de la Fiscalía del Estado que solicitó al juez que en virtud de los artículos del Código Penal que prohíben injuriar a los miembros de la monarquía cuando se encuentran “en el ejercicio de sus funciones” proceda al secuestro de la revista. Sin percatarse del escándalo que estaban a punto de provocar, los abogados del estado dieron por sobreentendido que el Príncipe se hallaba en pleno “ejercicio de sus funciones”, y consideraron además que se había representado a la real pareja "en actitud claramente denigrante y objetivamente infamante" (sic).
A la redacción de El jueves la noticia los agarró tan desprevenidos que ni siquiera habían podido localizar a su abogado a últimas horas de la tarde, cuando los teléfonos de la redacción comenzaron a sonar. La primera reacción de la revista fue publicar en su página web un texto titulado “¿20 de julio de 2.007?” en el que explicaban su sorpresa. “A los que nos preguntan el por qué del secuestro… No sabemos qué responderles. El Jueves ha publicado decenas, cientos de dibujos sobre la familia real. Incluso hemos publicado un libro, “Tocando los Borbones” () Somos humoristas gráficos y trabajamos concientes de que nuestra obligación, lo que nos piden los lectores, es que exploremos el límite de la libertad de expresión” afirmaron en su página web. “Si nos pasamos para eso están los tribunales, pero… ¿un secuestro? ¿la policía recorriendo los kioscos de todo el país retirando nuestra revista? ¿De verdad escribimos esto el 20 de julio de 2.007?”
La noticia no pasó desapercibida en la blosgfera que inmediatamente reaccionó solidarizándose con la revista y la, a estas alturas, archifamosa portada comenzó a reproducirse en todos los medios de comunicación logrando que a horas de la tarde el chiste sobre el Príncipe y Leticia estuviera en boca de todos. Con excepción de la tímida Federación de Humoristas Gráficos que consideró que El jueves se había “pasado” de la raya, los sindicatos de periodistas, Reporteros Sin Fronteras, el sindicato Comisiones Obreras y partidos políticos de izquierda no tardaron en manifestar su apoyo al semanario censurado y calificaron a la medida de contraproducente y contraria a la libertad de expresión.
Pero la polémica está lejos aún de cerrarse. Para agravar aún más las cosas, la Fiscalía del Estado pidió horas después del secuestro que la justicia también clausurara la página web de la revista y, aunque descartó que se vayan a desarrollar acciones judiciales de censura a otros medios, sugirió a las empresas de comunicación que se abstengan de reproducir la caricatura que dio lugar al auto judicial, para tratar de evitar con eficacia lo que se pretendió impedir con el secuestro del semanario. Aunque la difusión del incidente a través de la masificada internet ha vuelto ya inútil la pretensión del fiscal Miguel Ángel Carballo. A la redacción de El Jueves tampoco le sentó muy mal la noticia, que se tomaron con mucho humor. Al alicaído semanario le vendrá bien el inesperado golpe publicitario. Como afirmaba ayer una participante en uno de los multitudinarios chats que trataron la noticia “¡Cuánto hace que no compro El Jueves! Ahora me dieron ganas”.

8 ago 2007

LA BUENA FORTUNA DE LEER A GORAN PETROVIC


Durante los últimos años la literatura autoreferencial inundó el escenario en un intento, paralelo al cine, de transformarse en "la última literatura posible". En un escenario en el que ya no había nada que decir, se vuelve a decir los mismo, pero con ironía. Es el procedimiento clásico de la literatura posmoderna. Fuera de estos experimentos las últimas dos décadas han dado poco de sí en lo que respecta a nuevos magos de las letras. Hechiceros hemos visto bastantes, verdaderos magos muy pocos. Goran Petrovic es uno de ellos. Su novela LA MANO DE LA BUENA FORTUNA (Sexto Piso, 2006) es un prodigio difícil de describir, un libro dentro de otro libro que a su vez son mil libros pero que es uno solo, y que se ubica en la frontera exacta donde la auto referencia se vuelve parodia, ácida pero no bestial. Petrovic no se pretende vanguardia de nada ni viene a criticar a nadie, aunque su obra es una crítica feroz a la tendencia vacua de la literatura contemporánea sólo por el hecho de no ser vacua ella también.
La historia es muy simple. Un joven corrector de una revista de mala muerte recibe el encargo de "corregir", pero de un modo un tanto invasivo, una curiosa novela escrita por un serbio a principios del siglo XX llamado Anastas Branica, que tiene la curiosa particularidad de que en ella nunca pasa nada, sencillamente porque no hay personajes. Ese libro que Branica escribe en pleno furor del surrealismo es el mismo libro que se escribe cada día en los stands de nuestras actuales librerías, según parece. Pero las apariencias engañan. En el libro en cuestión no sucede nada porque en realidad se trata de la descripción minuciosa, con olores incluidos, de una casa de ensueños, una casa que el autor de la novela dedica a su más ferviente lectora, una mujer a la que sólo encuentra en los libros.
He aquí la primera gran ruptura de Goran Pétrovic que a su vez es un regreso a las fuentes del romanticismo más ancestral. La mujer no sólo es el hada inspiradora, sino que el artefacto de la novela se construye como si se tratara de una casa donde ella habrá de ir a habitar sólo cuando lea las páginas que el escritor prepara para ella. Anastas Branica se deja la vida y la fortuna, heredada de su padrastro, en tratar de reconstruir esa casa de ensueños. A tal punto llega su obsesión que termina pagando a algunos emigrados rusos del periódo zarista, a viejos aristócratas venidos a menos, y a quién tenga en realidad un recuerdo valedero, para que le cuenten con lujo de detalles las características de cierta determinada vajilla, de una lámpara especial, de una cortina destinada luego a formar parte de la casa. Es tan perfecta su reconstrucción de cada detalle que la novela, titulada "Mi Legado", atrapa incluso la atención de un burócrata comunista de la época de Tito que se dedica a pescar lectores infraganti de libros prohibidos.
Pero más allá de las innumerables lecturas meta literarias que se le pueden hacer a LA MANO DE LA BUENA FORTUNA, la novela en sí misma es una reivindicación a pecho abierto del romanticismo más visceral, ese que habla del Amor con mayúsculas, aunque se trate de un amor imposible, como la literatura misma, como los mismos libros. Porque los personajes de Petrovic viven fuera de la realidad, más allá del horizonte, cómo se lamenta sobre el final uno de los personajes. Cuando leen se vuelven impenetrables al poder de la historia. Natalia, la lectora por excelencia de la novela, que está enamorada sin consuelo de Anastas, aunque él escriba su novela para otra, cuando cree llegada la hora de leer prepara una mochila, con todo lo que le hace falta y le anuncia a su dama de compañía que va "a partir" por unos días. Se va a internar en un libro. Sin moverse de casa.
En su reciente libro, "El último lector", Ricardo Piglia señala que "hay siempre algo inquietante, a la vez extraño y familiar, en la imagen abstraída de alguien que lee, una misteriosa intensidad que la literatura ha fijado muchas veces. El sujeto se ha aislado, parece cortado de lo real". Ese "algo inquietante" es la base, la matriz, de la brillante novela de Goran Petrovic. Una de las más desafortunadas andanzas literarias del posmodernismo ha tratado de vaciar de contenido emocional al relato, volviéndolo una fría expresión cuasi numérica. Había que tomar distancia del sujeto y deslumbrar con una racionalidad casi gótica, llevando el discurso a su extremo auto referencial. El lector implícito en ese proyecto literario debía solazarse, gozar, con las piruetas intelectuales del autor, nunca con sus tripas. Las tripas pertenecían al mundo de la novela rosa de baja estofa, del policial más vulgar. O eran una lejana resonancia de la novela decimonónica, un elemento a esconder, a soslayar, a dejar de lado, como si se tratara de un síntoma de debilidad.
A Petrovic, por fortuna, nada de esto parece preocuparle demasiado, ya que ha decidido situarse en la frontera total. No sólo no descarta la auto referencia, sino que la lleva a límites difíciles de superar. Intentarlo sería como querer volver a deslumbrar en el cine con un buen western luego de "Los imperdonables" de Clint Eastwood.
Pero la operación no es sencilla. La obra de Petrovic funciona como una pieza de relojería en la que cada elemento guarda estrecha relación con su prójimo en medio de un "obra natural" en la que todos confluyen sin que nos demos cuenta muy bien cómo. Cuando la última página se cierra tenemos la sensación de haber sido colocados ante uno de esos espejos que fascinaban a Borges y hasta corremos el riesgo de quedar atrapados allí para la eternidad. Nosotros poblaremos de ahora en más las páginas de la novela, así como sus protagonistas "viven" en los libros que leen cada día. Y hasta es probable que nos encontremos alguien ahí, en el "mundo exterior", en la dura realidad a la que deberemos "renunciar" si queremos pertenecer al selecto club de los lectores perpetuos de obras perfectas. Si "La mano..." es perfecta, ahí estaremos leyéndola por toda la eternidad.
Sobre el final, la anciana Natalia comienza a olvidar las palabras y por lo tanto no puede subir a su dormitorio porque no recuerda cómo se llama el instrumento que se lo permite. "Escalera" le aclara entonces su dama de compañía (autentica revival a lo Tolstoi de una joven europea que sueña con aprender inglés). Sin el idioma ni siquiera podemos usar las cosas. Es más, si no fuera por él... ni siquiera podríamos crearlas. Ese es el mensaje que transmite esta extraña y fascinante novela, un verdadero hallazgo en el Mar Muerto de las letras contemporáneas.