18 sept 2011

CUANDO LA EMBAJADA TE INVITA A TOMAR CAFÉ

Oscar Guisoni
Especial para Carta Maior

El 11 de septiembre de 2.001 me encontraba en Bolivia. Estaba en el país como corresponsal del diario Página/12 de Buenos Aires y desde hacía un tiempo colaboraba en el suplemento dominical del diario La Prensa de La Paz, donde realizaba artículos de investigación y de vez en cuando comentaba la “Foto de la semana”. El domingo siguiente al atentado la editora del suplemento, la periodista boliviana Inga Llorenti, eligió una foto muy especial para comentar: en ella se veía un grupo de norteamericanos manifestando su indignación con carteles que rezaban: “¿Por qué a nosotros?” “¿Por qué nos odian?”.
Inga me pidió que comentara la foto. Entonces recordé, en las breves líneas que permitía el texto, los motivos del odio. Comencé por ese otro 11 de septiembre emblemático, el de Chile en 1.973, recordé los 30 mil desaparecidos de la dictadura pro americana en Argentina, hice mención a Vietnam y a Corea, rememoré la primera Guerra del Golfo, las masacres en Guatemala, la guerra contra la revolución en Nicaragua, las injusticiaS con Palestina y las tantas invasiones de Estados Unidos a América Latina durante el siglo XX.
A los pocos días sonó inclemente el teléfono en la redacción del diario. Era “la Embajada” (en Bolivia se la escribía por aquel entonces con mayúscula y era tanto su poder que no hacía falta decir de qué país se trataba para entender el mensaje). Más precisamente: el departamento de prensa de “la Embajada”, que me invitaba cordialmente a tomar un café en un céntrico hotel cinco estrellas. Acepté y antes de ir a la cita se lo comenté al jefe de redacción, Marcos Zelaya, quien se olió algo raro: “Yo que tú no iría” me dijo “si estuviera todo bien, te invitarían a sus propias oficinas. ¿Por qué a un hotel?”
Cuando llegué a la reunión mis anfitriones ya me estaban esperando. Eran dos mujeres, en realidad. Una de ellas americana – mi memoria ha perdido su nombre -, era la jefa de prensa de la delegación diplomática. La otra era su asistente, una ignota periodista boliviana con cara de recién graduada en una universidad privada y que jamás ha pisado el suelo de una redacción. Después de los saludos de cortesía me arrojaron el muerto a la cara sin mucho preámbulo: “¿Usted cree que Bin Laden es como el Che Guevara?” soltó la jefa de prensa mientras sostenía la taza de café con delicadeza digna de Marcel Proust.
“¿Perdón?” fue lo único que atiné a responder, totalmente sorprendido por lo inaudito de la pregunta. “Si cree que Bin Laden es como un guerrillero justiciero… se lo digo por lo que escribió este domingo debajo de la foto. Parece que estuviera usted justificando los ataques”. “No señora” respondí, bastante indignado por toda la situación “simplemente le estaba contestando a los manifestantes su pregunta. Ellos quieren saber por qué se los odia. Y como tengo entendido que la inmensa mayoría de los norteamericanos no sabe muy bien qué ha sucedido en el mundo durante el último siglo, les hice un recordatorio. No estoy justificando nada”.
La mujer no se convenció con mis argumentos y contraatacó. “Es injusto” pataleó “sepa que estamos muy ofendidos por su comentario”. Iba a responderle, pero su lacaya boliviana se interpuso en el camino. Sacó una carpeta en la que había una pila de fotocopias con mis artículos de los últimos meses y sin mucha diplomacia argumentó: “Sabemos que es usted alguien que escribe contra los intereses de la Embajada. Critica la lucha contra el narcotráfico, denuncia la incursión de fuerzas americanas en territorio boliviano, no está de acuerdo con los transgénicos…” “¡Eso, eso!” se sumó exaltada la jefa de prensa “¿Cómo puede usted estar en desacuerdo con los transgénicos que son los que acabarán con el hambre del mundo?”.
A esas alturas mi paciencia se había agotado. Sin acabar mi café, decidí que había llegado la hora de poner punto final a la reunión. “Con todos mis respetos” les dije a las mujeres mientras me levantaba de la mesa “no tengo por qué soportar que me cuestionen ustedes mi trabajo y mucho menos de esta manera tan… informal. Si he publicado algo que consideran falso, no tienen más que ponerse en contacto con el director del periódico o pedir el derecho a réplica y con gusto tendré en cuenta sus opiniones y la información que me provean”. Dicho eso, me levanté y me fui.
En el camino me di cuenta de lo que había sucedido y sentí un poco de temor. La Embajada estaba apretando, y de mala manera, a los periodistas críticos. Algo inédito. Me puse en contacto con el sindicato y comprobé que yo no era el único al que habían invitado “a tomar un café”. En pocos días se supo que la orden había surgido del mismísimo Departamento de Estado y que había sido ejecutada en varios países durante el transcurso de esa semana. Mi periódico no quiso echar leña al fuego, así que no publicó la historia. Pero algunas publicaciones más a la izquierda sí lo hicieron. Estados Unidos jamás se disculpó por el atropello. Después de todo, sólo había sido una charla de café en el lobby de un hotel elegante.

27 feb 2011

Muamar Gadafi: retrato de un dictador

En el comienzo era un nadie, como Hitler, como Stalin, como suelen ser siempre en sus orígenes los dictadores más brutales. Hijo de beduinos, nació en una carpa a pocos kilómetros del puerto de Sirte, hoy territorio libio, en aquel entonces parte de la llamada Noráfrica Italiana gobernada por otro don nadie llegado a más: Benito Mussolini. Era el 7 de junio de 1.942 y en África del Norte ardían las arenas incendiadas por la Segunda Guerra Mundial.
En su familia fluía sangre nacionalista. Su abuelo había muerto en 1.911 combatiendo a los invasores italianos y su padre fue encarcelado en varias ocasiones por sus posiciones anticolonialistas. Apenas tiene 10 años cuando en el vecino Egipto el coronel Nasser derroca al rey e instala un gobierno filo socialista del que se Muamar se hará firme partidario, tanto que hasta es expulsado de la escuela por sus incipientes actividades políticas.
Con apenas 21 años se gradúa en Leyes, pero decide no ejercer como abogado y se mete en el ejército, donde no tarda en ganarse la simpatía de sus compañeros gracias a esa irresistible atracción que ejerce sobre su entorno, según han relatado los que tuvieron oportunidad de conocerlo en persona. Inspirado en Nasser, funda el Movimiento Secreto Unionista de Oficiales Libres que se opone al débil rey Idris, un fantoche pro occidental que gobierna el país con estilo medieval.
Tiene apenas 27 años cuando encabeza el golpe de estado que derrocó a la monarquía el 1 de septiembre de 1.969. Quizá por intuición rastrera o porque todavía no se le ha manifestado su costado más excéntrico y brutal, la cosa es que consiguió engañar a cierta parte del mundo durante unos cuantos años con su programa nacionalista con grandes dosis de socialismo tercermundista, que incluyó la nacionalización del petróleo y la expulsión de las bases militares británicas y estadounidenses.
Su amado Nasser murió en 1.970 pero él siguió soñando durante un tiempo con la unidad árabe y fantaseando con poner en marcha un comando militar único que ayudara a los palestinos en su lucha contra Israel. Mientras tanto, le confiscaba las propiedades a los italianos que todavía vivían en Libia desde la época de la colonia, expulsaba a los judíos del país y ponía en marcha una serie de medidas destinadas a implantar una rígida moral musulmana, desmintiendo a aquellos que creían que iba a primar en él el panarabismo laico. En poco tiempo prohibió el juego, los locales de alterne, el consumo de bebidas alcohólicas, el pelo largo en los hombres y las vestimentas demasiado occidentales.
Para dejar en claro por dónde venían los tiros, un par de años después eliminó el derecho de huelga, estableció la pena de muerte para los supuestos contrarrevolucionarios, impuso la censura a la prensa y empezó a atiborrar sus uniformes con condecoraciones que él mismo se imponía y a lucir extravagantes trajes beduinos, al tiempo que se hacía nombrar comandante en jefe de las fuerzas armadas con grado de “coronel” ya que, decía, “en la república popular no hacen falta generales ni comandantes”.

EL TERRORISTA DELIRANTE

En su afán por copiar a los líderes que admira, en 1.973 proclama la Revolución Cultural, en sintonía con la China de Mao que ha reemplazado en sus desvelos al Egipto de Nasser y que se traduce en el exilio de la mayor parte de los intelectuales del país. En esos tiempos presenta su bizarro Libro Verde, una obra en tres tomos el último de los cuales está dedicado a su pomposa “Tercera Teoría Universal”, en la que proclama un socialismo islamizado, opuesto al capitalismo y al comunismo duro. Mientras los teólogos musulmanes reunidos en La Meca lo tachaban de “apóstata y antiislámico” él comenzaba a presentarse ante sus seguidores más devotos como “el Mahdí”, el líder que, según Mahoma, Dios enviará antes que se acabe el mundo para establecer la justicia islámica sobre la tierra.
A finales de los setenta su extravagante modelo político alcanza la más alta cota de cinismo cuando establece la llamada Jamahiriya, un sistema de gobierno basado en asambleas populares, que está vigente hoy día, y que le permite al “gran líder” dejar de ocupar todos sus cargos en el estado, ya que no hacen falta líderes… ahora es el pueblo el que gobierna. Y por eso, como dice a menudo, si las cosas no van bien es culpa de los mismo libios, él no tiene nada que ver. En 1.977 decide que el Corán es la Constitución de Libia, así que tampoco hace falta tener una Carta Magna.
En el 77 se produce una virulenta ruptura con sus vecinos egipcios. Disgustado por el giro proamericano de Anwar el Sadat, sucesor de Nasser, Gadafi expulsa a 225 mil egipcios que vivían en Libia e invade el país del Nilo. La guerra dura unos pocos días y Gadafi es derrotado, pero poco le importa al señor del desierto. Durante esos años amplia su apoyo a grupos terroristas que operan en Europa y Medio Oriente, entre ellos el IRA irlandés y ETA, la organización independentista vasca. Y ensucia su expediente ayudando a dictadores sanguinarios como Idi Amin de Uganda y Charles Taylor de Liberia. También brinda apoyo militar al tenebroso Foday Sankoh, líder de la guerrilla de Sierra Leona.
En los ochenta se mete en la guerra civil de la vecina Chad enviando un ejército de 4.000 soldados, tanques, helicópteros y cazabombarderos soviéticos a defender el gobierno del Frente de Liberación nacional acosado por una guerrilla filo francesa. Y declara su admiración por otra revolución de pro: la iraní, invitando a los libios a atacar ellos también la Embajada Americana, como habían hecho los estudiantes inspirados por el ayatolá Jomeini en Teherán. Washington comienza a preocuparse del dictadorzuelo excéntrico e incluye a Libia en la lista de países patrocinadores del terrorismo. Y en 1.986 Ronald Reagan ordena un ataque sorpresa a la capital con el objetivo de asesinarlo que se salda con la muerte de su hija Jana de 15 años.
En 1.988, como parte de su venganza, ordena preparar un atentado contra un Boeing 747 repleto de pasajeros que realiza la ruta Londres-Nueva York, que estalla sobre la localidad escocesa de Lockerbie. Mueren 270 personas. La investigación no tarda en señalar la participación de oficiales de inteligencia libios en el ataque. Durante esos años se transforma con éxito en el villano más temido de Occidente, ocupando un rol similar al que ostenta hoy su émulo Osama Bin Laden. La caída del muro de Berlín en 1.989 lo convencerá de la utilidad de abandonar a sus aliados soviéticos y pasarse con armas y bagajes al bando occidental.

EL GIRO

A comienzos de los noventa las cosas pintaban mal para el Señor del desierto. Durante esos años, al tiempo que afrontaba las duras sanciones internacionales contra su régimen tuvo que enfrentarse a poderosos enemigos internos que conspiraban desde las fuerzas armadas para acabar con su reinado. Salió airoso de numerosos intentos de golpe e incluso de algunos atentados contra su vida, y poco a poco se fue convenciendo de la utilidad de hacer un gesto hacia Occidente, como modo de afianzar su poder local. Así que empezó por reconocer su autoría en el atentado de Lockerbie, pagó las indemnizaciones a las víctimas y entregó a los agentes que habían producido el atentado, al tiempo que abría las puertas a las compañías multinacionales occidentales para que realizaran jugosos negocios en su territorio.
Bastó que cediera parte de la torta del negocio petrolero para que en Occidente se corriera un piadoso velo sobre su turbia figura. A partir del 2.000 pudo verse cómo poco a poco dejaba de ser “el terrorista más temido” para transformarse, como por arte de magia, en un “líder moderado”, que contiene “al Islam radical”, no importa cómo. En 2.007 les compró armas a los franceses por 10 mil millones de euros, una cifra suficiente como para ser recibido con todo los honores por el presidente Nicolás Sarkozy. Y ese mismo año visitó España, también con una poderosa agenda de negocios energéticos bajo la manga, lo que le valió la recepción clamorosa del rey Juan Carlos y José Luís Rodríguez Zapatero. Aunque su preferido en Europa es el italiano Silvio Berlusconi con quien comparte negocios desde hace varios años.
Su cercanía a Occidente no le impidió aumentar la represión a los opositores internos ni sus cada vez más bizarras costumbres, como la de viajar por todo el mundo acompañado de un ejército de 200 mujeres supuestamente vírgenes entrenadas en artes marciales que protegen su vida y exigir a los países que lo reciben que le dejen montar su carpa beduina, ya que es el único sitio en el que se siente cómodo. Entre sus más famosos desplantes se recuerda aquella vez que se puso a orinar en una reunión de la Liga Árabe para manifestar su desprecio o cuando apareció maquillado y en zapatos de tacón en un acto oficial sólo porque se le dio la gana.
Las revueltas árabes que tumbaron las dictaduras de Egipto y Túnez golpearon a la puerta de su residencia, como no podía ser de otro modo. Pero Gadafi no es Mubarak ni Ben Alí. Y durante estos días pudo verse como reprimió a sangre y fuego las protestas, bombardeando la plaza con aviones y morteros y enviando a su hijo predilecto, y heredero declarado del trono, Saif el Islam, a amenazar a sus compatriotas con una guerra civil si continuaban protestando. Él, mientras tanto, se permite las que tal vez sean sus últimas humoradas: "¿Conocéis a alguien decente que participe en esto? No los hay, es gente que se droga y se emborracha" afirmó en su agresivo discurso a la nación este martes. Ya el pasado lunes, en una breve aparición pública, bajo un paraguas y a punto de subirse a un coche, había afirmado con sorna: “Estaba por dirigirme a la plaza (dónde se realizan las protestas) a hablar con estos jóvenes, pero llueve. Gracias a Dios llueve”.

Publicado en Milenio Semanal, México

2 feb 2011

¿EL OCASO DE LOS DÉSPOTAS?

Oscar Guisoni
Especial para Milenio Semanal

La caída del dictador tunecino Zine Abidine Ben Ali a mediados de enero ha provocado una profunda crisis política en África del Norte, una región gobernada desde hace décadas por regímenes corruptos tolerados por los países occidentales. Los célebres “déspotas amigos”, el egipcio Hosni Mubarak, el argelino Abdelaziz Bouteflika, el libio Muammar Gaddafi, y el rey marroquí Mohammed VI podrían ver peligrar su poder si se produce el temido “efecto contagio” de la revuelta en Túnez. Como telón de fondo: economías maltrechas afectadas por la crisis mundial que se desató en 2.008 y el fantasma del islamismo político radical que cada día gana más adeptos en la zona.

Túnez Mon Amour

A pesar que llevaba 23 años en el poder muy pocos sabían fuera de Túnez quién era Ben Alí hasta que la revuelta civil que comenzó a finales de diciembre lo forzó a abandonar precipitadamente el país el 14 de enero poniendo fin a su dictadura. Nacido en 1.936, Zine Abidine Ben Ali bien podría ser considerado un arquetipo de déspota norafricano. Ingeniero de profesión y militar de vocación formado en Francia y Estados Unidos, Ben Alí estuvo en la cocina del poder tunecino desde que el país de independizó de los franceses en 1.956. Nombrado Director General de Seguridad en 1.958 por el primer presidente del país, Habib Burguiba, Ben Alí se transformó rápidamente en el brazo armado de un gobierno que demostró pronto su ferocidad y su falta de respeto por las más elementales normas democráticas. Al mando de las fuerzas militares que reprimieron las revueltas sindicales en los años setenta, Ben Alí llegó a ocupar el cargo de primer ministro del gobierno de Burguiba, hasta que depuso a su mentor en un golpe de estado en 1.987, un movimiento militar tan suave que fue apodado “el golpe médico” ya que el viejo mandatario, considerado “padre de la independencia” estaba enfermo y recluido en palacio desde hacía meses.
Al igual que hicieron la mayor parte de los mandatarios de la región, Burguiba al principio había coqueteado con el socialismo sui generis, al estilo del que cultivaba el libio Muammar Gaddafi, marcado por fuertes de dosis de nacionalismo económico y laicismo religioso. Pero en los últimos años de su gobierno decidió que era mejor hacer negocios que ponerse a construir utopías y abrió la economía a la inversión extranjera permitiendo el desarrollo del sector privado.
Cuando Ben Alí llegó al poder el país estaba sumido en una profunda crisis económica. En 1.989 convocó a elecciones nada más que para guardar las formas, ya que no permitió que se presentaran opositores de peso. Obtuvo la poco creíble suma del 99,27 por ciento de los votos. En 1.994 volvió a repetir la farsa y esta vez le fue aún mejor: sacó el 99,91 por ciento. En 2.002 modificó la constitución porque le impedía repetir mandato y en octubre de 2.009 volvió a presentarse, esta vez dejando que algunos miembros del gobierno compitieran con él, aunque proscribiendo a los partidos islámicos y a los movimientos de izquierda. En esa ocasión sólo consiguió que lo votara el 89,62 por ciento de la población.
Túnez es un país pequeño con apenas diez millones de habitantes y el 40 por ciento de su superficie ocupada por el desierto, así que Ben Alí no tuvo muchos problemas para gobernarlo con mano de hierro. Francia se transformó en su máximo sostén, alentando la inversión en una economía que no tardó en florecer apoyada en el turismo, la agricultura, la industria textil, la explotación de recursos naturales –más que nada los fosfatos- y la especulación inmobiliaria: tener una casa en las cosas africanas se puso de moda entre los ricos europeos. Con 1.250 empresas de procedencia francesa en el territorio París actuó como pantalla política del régimen hasta días antes de su caída. Desde Washington se veía con preocupación la falta de legitimidad democrática, la censura a la prensa y la proscripción de los opositores, pero se guardó respetuoso silencio ante los atropellos porque se consideraba a Ben Alí como una eficaz barrera contra el islamismo radical. Partidario de “la democratización sin prisa” – total para qué apurarse si el poder lo tengo yo – Ben Ali pretendía ser reelecto “por última vez” en 2.014.
La receta funcionó a la perfección durante dos décadas: prosperidad económica a cambio de falta de libertades políticas. Pero en 2.008 llegó la crisis a Occidente y los gobiernos amigos del Mediterráneo la padecieron con especial dureza. En 2.009 la entrada de capital extranjero cayó en un 33 por ciento y la desocupación creció hasta llegar al 13 por ciento actual afectando más que nada a la población joven. Para agravar aún más las cosas, la economía durante los últimos años ha ido quedando en manos de la elite en el gobierno que a veces utiliza métodos expeditivos para apropiarse de los negocios más rentables. Mención especial merece la familia de la mujer del ex dictador, los Trabelsi, dueños de las empresas más lucrativas del país expropiadas alegando razones de seguridad nacional.
En un escenario tan explosivo bastó una chispa para encender la mecha. El 17 de diciembre de 2010 Mohamed Bouaziz, un desempleado de 26 años, se inmoló frente a la alcaldía de su pueblo. Protestaba porque la policía le había confiscado su puesto de frutas y verduras por no tener el permiso que exige la agobiante burocracia nacional. El incidente dio pie a las primeras protestas que fueron creciendo a medida que pasaban los días. El 6 de enero Bouaziz murió en el hospital y la revuelta llegó a las grandes ciudades. Lo demás es historia conocida. El presidente huyó el 14. Francia le negó asilo en su territorio. Los dictadores amigos son incómodos cuando caen en desgracia.

Los fantasmas del faraón

La caída de Ben Alí, en la que tuvieron un rol importante las redes sociales – en especial Twitter y Facebook, permitiendo burlar la censura del régimen y sirviendo de plataforma a la convocatoria de protestas – disparó las alarmas en Egipto, otro vecino del norte de África en manos de un déspota octogenario.
Con una historia similar a la tunecina, sólo que más violenta y con mayores intereses en juego por su tamaño y cercanía con la zona caliente de Oriente Medio, Egipto ha vivido sometido a gobiernos autoritarios durante la mayor parte del tiempo desde que se independizó de Reino Unido en 1.936. En 1.952 el coronel nacionalista Gamal Nasser dio un golpe de estado para acabar con la dinastía del rey Faruk I, demasiado permeable a los intereses británicos. Nasser sobrevivió en 1.956 a un ataque militar de franceses, ingleses e israelíes que intentaron sin éxito deponerlo después de la nacionalización del estratégico canal de Suez. A su muerte por infarto en 1.970, amargado por el fracaso nacional en la Guerra de los Seis Días (1.967) con la que intentó derrotar al estado de Israel, ocupó el poder Anwar el-Sadat. También militar y con ansias de permanencia en el trono, en 1.976 Sadat dejó de lado las veleidades socializantes de su predecesor, rompió lanzas con la Unión Soviética y se acercó a Estados Unidos. Y en 1.979 cometió el peor de los pecados que se pueden cometer en un país árabe: firmó la paz con Israel y reconoció la legitimidad del estado judío. La osadía le costó la vida: en 1.981 el presidente fue asesinado durante un desfile militar por un grupo de oficiales integristas.
El poder acabó en manos de otro militar, Hosni Mubarak, que mantuvo su política de acercamiento a Occidente, llegando a participar incluso en la I Guerra del Golfo contra Irak en 1.991. Propulsor de una economía de mercado pero sin los beneficios de las libertades políticas, Mubarak también mantuvo la farsa electoral para cuidar las formas, siendo reelecto por amplísimas mayorías en 1.987, 1.993, 1.999 y 2.005. En todas ellas impidió participar al principal partido de la oposición, los Hermanos Musulmanes, a los que acusa de querer instaurar una república fundamentalista similar a la iraní. Si su delicado estado de salud no se lo impide – está a punto de cumplir 83 años – y si no se lo lleva por delante una revuelta como la tunecina, Mubarak pretende dejarle el poder a su hijo Gamal 2.011, luego de tres décadas de autocracia. La colaboración de Occidente también ha sido indispensable para mantenerle en el trono.
Durante el transcurso de la pasada semana Egipto vivió con especial virulencia los ramalazos del “efecto contagio” que trajo la revuelta en Túnez. El martes, también gracias a las redes sociales – aunque Twitter está bloqueado – la oposición llevó a cabo las protestas más violentas que se vieron en el país en los últimos años, que se saldaron con un puñado de muertos y centenares de opositores en la cárcel, según denunciaron diferentes organismos de Derechos Humanos.
Pero mientras Túnez tiene una importancia estratégica mínima, la lucha por el poder en Egipto puede llegar a ser atroz. Con 81 millones de habitantes – es el país más poblado del mundo árabe – su frontera con Israel justificó durante décadas que Occidente prefiriera un régimen policial antes que abrir las puertas a la llegada de una teocracia islámica. El carácter urbano y laico de las revueltas de la última semana han encendido las luces de alarma. Mientras Europa guarda silencio y se muestra tímida a la hora de exigir reformas a su aliado, en Estados Unidos Barak Obama parece dispuesto a ir más allá. Esta semana, durante su discurso anual para evaluar el Estado de la Nación, Obama alabó la revolución tunecina. “Permítanme decirlo con claridad” afirmó “Estados Unidos apoya al pueblo de Túnez y las legítimas aspiraciones democráticas de todos los pueblos". La oposición egipcia cree haber descifrado el mensaje.

Las sombras de la guerra civil

Si las cárceles egipcias son famosas por la ferocidad de las torturas que allí se practican, el gobierno de la vecina Argelia bien podría ser considerado el más sanguinario de todos los que gobiernan la región. Con variantes, la historia se repite en este gigantesco país de 35 millones de habitantes. Independizado de Francia en 1.962 luego de una virulenta guerra, el poder quedó en manos del Frente de Liberación Nacional, de tendencia socialista y filosoviética. Luego de un breve idilio revolucionario durante el gobierno de Ben Bella (1.962-65), el poder pasó a manos del ejército con el golpe militar de Houari Boumedienne (1.965-78), quien llevó a cabo un gobierno de corte socialista y laico. Su sucesor, Chadli Bendjedid, (1.978-82), también procedente del ejército, dio un vuelco a la política exterior, se acercó a Occidente y promovió reformas liberales en la economía.
Ante la magnitud de las protestas que se produjeron en 1.988, cuando el país atravesaba una de sus tantas crisis económicas, Bendjedid pensó que lo mejor era promover una apertura democrática y en 1.989 introdujo el multipartidismo. Pero como sucede a menudo en África del norte, al gobierno no le gustaban todos los candidatos que se presentaron y puso palos en la rueda al Frente de Fuerzas Socialistas integrado por antiguas figuras de la revolución del 62, que se inclinó por boicotear los comicios. El resultado fue inesperado y atroz: para expresar su disconformidad con el oficialismo el electorado le dio la victoria al Frente Islámico de Salvación en las elecciones municipales y provinciales de 1.990.
Bendjedid comprendió la magnitud del desastre que se avecinaba y modificó la Ley electoral para hacerle la vida más difícil al FIS, que comenzaba a virar al integrismo fanático con el correr de los meses, pero no fue suficiente para impedir que esta formación ganara la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 1.992. Así las cosas, el ejército decidió dar una patada al tablero democrático y produjo un cruento golpe de estado suspendiendo los comicios y desalojando a Bendjedid del poder. El país se sumió en la guerra civil, una de las más terribles que se dieron en todo el continente durante el siglo XX, un conflicto que costó la vida a cerca de 200 mil personas y que empañó toda la década de los noventa.
En 1.999 ganó unas elecciones en las que no estaban representadas todas las fuerzas políticas del país un antiguo luchador de la guerra de independencia, Abdelaziz Buteflika, que llegó al gobierno con un programa de reconciliación nacional, pálidos intentos de reforma y tímida apertura al islamismo democrático. En 2.000 firmó la paz con las organizaciones islámicas que habían perdido la guerra y en 2.004 fue reelecto con el 83 por ciento de los votos en otras elecciones poco limpias. En 2.009 volvió a ganar los comicios demostrando que es otro autócrata árabe con serias intenciones de morir en el trono. Pero a diferencia lo que sucede en Egipto, en Argelia la oposición tiene serias dudas sobre la conveniencia de salir a las calles a protestar. El fantasma de la guerra civil inmoviliza a los ciudadanos asqueados de la corrupción del régimen y hartos de la censura y la persecución a dirigentes políticos opositores. Francia y España son los principales sostenes económicos y políticos del actual gobierno. El argumento es el mismo de siempre: mejor un autócrata prooccidental que una república islámica.
Con menor dosis de conflicto político, pero atravesados por las mismas tensiones, en el Marruecos de Mohammed VI y en la Libia del ex socialista Muammar Gaddafi también siguen con atención la evolución de la revolución tunecina. En ambos países campean la falta de libertad de expresión, la proscripción de partidos opositores y la corrupción administrativa. Mientras que a Mohammed VI lo mima con especial atención España –hay que destacar que de todos los gobiernos de la zona es el que mayor grado de democracia -, a Gaddafi lo sostiene el amigo italiano Silvio Berlusconi. Pero los tiempos están cambiando y Occidente comienza a preguntarse si no ha llegado la hora de promover cambios en el norte de África, más ahora que la estrella de la revolución iraní de 1.979 parece estar declinando y que el fantasma del islamismo radical no tiene la fuerza que supo ostentar hace tres décadas. La sociedad civil y las fuerzas democráticas de estos cinco países, relativamente ricos en comparación con la pobreza que caracteriza al continente, tienen ante sí una oportunidad histórica.