18 sept 2011

CUANDO LA EMBAJADA TE INVITA A TOMAR CAFÉ

Oscar Guisoni
Especial para Carta Maior

El 11 de septiembre de 2.001 me encontraba en Bolivia. Estaba en el país como corresponsal del diario Página/12 de Buenos Aires y desde hacía un tiempo colaboraba en el suplemento dominical del diario La Prensa de La Paz, donde realizaba artículos de investigación y de vez en cuando comentaba la “Foto de la semana”. El domingo siguiente al atentado la editora del suplemento, la periodista boliviana Inga Llorenti, eligió una foto muy especial para comentar: en ella se veía un grupo de norteamericanos manifestando su indignación con carteles que rezaban: “¿Por qué a nosotros?” “¿Por qué nos odian?”.
Inga me pidió que comentara la foto. Entonces recordé, en las breves líneas que permitía el texto, los motivos del odio. Comencé por ese otro 11 de septiembre emblemático, el de Chile en 1.973, recordé los 30 mil desaparecidos de la dictadura pro americana en Argentina, hice mención a Vietnam y a Corea, rememoré la primera Guerra del Golfo, las masacres en Guatemala, la guerra contra la revolución en Nicaragua, las injusticiaS con Palestina y las tantas invasiones de Estados Unidos a América Latina durante el siglo XX.
A los pocos días sonó inclemente el teléfono en la redacción del diario. Era “la Embajada” (en Bolivia se la escribía por aquel entonces con mayúscula y era tanto su poder que no hacía falta decir de qué país se trataba para entender el mensaje). Más precisamente: el departamento de prensa de “la Embajada”, que me invitaba cordialmente a tomar un café en un céntrico hotel cinco estrellas. Acepté y antes de ir a la cita se lo comenté al jefe de redacción, Marcos Zelaya, quien se olió algo raro: “Yo que tú no iría” me dijo “si estuviera todo bien, te invitarían a sus propias oficinas. ¿Por qué a un hotel?”
Cuando llegué a la reunión mis anfitriones ya me estaban esperando. Eran dos mujeres, en realidad. Una de ellas americana – mi memoria ha perdido su nombre -, era la jefa de prensa de la delegación diplomática. La otra era su asistente, una ignota periodista boliviana con cara de recién graduada en una universidad privada y que jamás ha pisado el suelo de una redacción. Después de los saludos de cortesía me arrojaron el muerto a la cara sin mucho preámbulo: “¿Usted cree que Bin Laden es como el Che Guevara?” soltó la jefa de prensa mientras sostenía la taza de café con delicadeza digna de Marcel Proust.
“¿Perdón?” fue lo único que atiné a responder, totalmente sorprendido por lo inaudito de la pregunta. “Si cree que Bin Laden es como un guerrillero justiciero… se lo digo por lo que escribió este domingo debajo de la foto. Parece que estuviera usted justificando los ataques”. “No señora” respondí, bastante indignado por toda la situación “simplemente le estaba contestando a los manifestantes su pregunta. Ellos quieren saber por qué se los odia. Y como tengo entendido que la inmensa mayoría de los norteamericanos no sabe muy bien qué ha sucedido en el mundo durante el último siglo, les hice un recordatorio. No estoy justificando nada”.
La mujer no se convenció con mis argumentos y contraatacó. “Es injusto” pataleó “sepa que estamos muy ofendidos por su comentario”. Iba a responderle, pero su lacaya boliviana se interpuso en el camino. Sacó una carpeta en la que había una pila de fotocopias con mis artículos de los últimos meses y sin mucha diplomacia argumentó: “Sabemos que es usted alguien que escribe contra los intereses de la Embajada. Critica la lucha contra el narcotráfico, denuncia la incursión de fuerzas americanas en territorio boliviano, no está de acuerdo con los transgénicos…” “¡Eso, eso!” se sumó exaltada la jefa de prensa “¿Cómo puede usted estar en desacuerdo con los transgénicos que son los que acabarán con el hambre del mundo?”.
A esas alturas mi paciencia se había agotado. Sin acabar mi café, decidí que había llegado la hora de poner punto final a la reunión. “Con todos mis respetos” les dije a las mujeres mientras me levantaba de la mesa “no tengo por qué soportar que me cuestionen ustedes mi trabajo y mucho menos de esta manera tan… informal. Si he publicado algo que consideran falso, no tienen más que ponerse en contacto con el director del periódico o pedir el derecho a réplica y con gusto tendré en cuenta sus opiniones y la información que me provean”. Dicho eso, me levanté y me fui.
En el camino me di cuenta de lo que había sucedido y sentí un poco de temor. La Embajada estaba apretando, y de mala manera, a los periodistas críticos. Algo inédito. Me puse en contacto con el sindicato y comprobé que yo no era el único al que habían invitado “a tomar un café”. En pocos días se supo que la orden había surgido del mismísimo Departamento de Estado y que había sido ejecutada en varios países durante el transcurso de esa semana. Mi periódico no quiso echar leña al fuego, así que no publicó la historia. Pero algunas publicaciones más a la izquierda sí lo hicieron. Estados Unidos jamás se disculpó por el atropello. Después de todo, sólo había sido una charla de café en el lobby de un hotel elegante.