26 feb 2012

HABÍA UNA VEZ UN IMPERIO QUE HACÍA CINE

Oscar Guisoni
Especial para Carta Maior

Los premios de la Academia de Hollywood se entregaron por primera vez el 16 de mayo de 1.929. El contexto político y social no puede ser más significativo: faltan apenas unos meses para el gran Crack de octubre, Estados Unidos vive montado en la mayor burbuja especulativa de su historia, Europa se revuelve en el caos bajo los efectos de las crisis políticas que afectan a la mayor parte de sus países y en la periferia del mundo pocos saben todavía qué significa la palabra Hollywood aunque hay muchos que ya han podido percibir en su propia piel en qué consiste el nuevo poderío norteamericano.
El premio a la mejor película correspondió a Wings, un melodrama de William Wellman sin ninguna importancia cinematográfica hoy día, pero cuya historia resulta reveladora del rol que ha jugado el cine norteamericano a lo largo de la mayor parte del siglo XX. El film cuenta la historia de dos hombres (Jack Powell y David Armstrong) enfrentados por el amor de una mujer (Jobyna Ralston), hasta que estalla la Primera Guerra Mundial y los sentimientos patrióticos se ponen por encima de las disputas amorosas. Al final todos terminan contentos y felices, los hombres comprenden que no hay mujer que valga más que la amistad que se establece entre ellos en el frente de guerra y matar al enemigo es más importante que cualquier celo doméstico.
Desde que sintetizó su extraordinaria manera de narrar, a comienzos del siglo XX, basada en la síntesis extrema de los relatos, la importancia de las imágenes por encima de los textos y en la construcción de héroes de fácil asimilación pública, el cine americano cumplió dos roles de vital importancia a nivel político: envió un mensaje de unificación nacional a la convulsa Norteamérica de la época, construyendo una potente mitología patriótica y estableció un modelo ideal de relato, impregnado de densos valores morales, que sería establecido como patrón de un modo de contar las historias en la periferia del mundo. El nuevo imperio político y económico había encontrado en el cine un instrumento de poder soft de primerísima importancia.
Al glamour de las nuevas estrellas, que comenzarían a brillar con más fuerza con el cine sonoro a partir de 1.930, se le opondría a partir de 1.933 un relato mucho más tosco y menos soft: la delirante propaganda nazi instrumentada por Joseph Goebbels. Al igual que Hollywood, Goebbels también pretende crear héroes y exaltar los valores patrióticos. Pero no tiene en cuenta que los principales recursos artísticos alemanes han marchado al exilio y están poniendo todo su conocimiento cinematográfico al servicio de Estados Unidos. Iluminadores, actrices, directores, muchos de los grandes maestros del esplendor en blanco y negro del cine americano de la convulsa década del 40 provienen de Alemania y dejan su huella imborrable en la nueva estética de Hollywood.
El relato americano se vuelve tan potente, sobre todo después de la victoria sobre la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial –que no tarda en comenzar a ser asumido como el gran modelo por excelencia y copiado sin clemencia por la incipiente industria cinematográfica de la periferia, sobre todo en América Latina. Para percatarse de esta influencia bastaría realizar un simple ejercicio de mixtura de imágenes tomadas al azar de las películas más populares producidas en el continente durante esos veinte años cruciales, sobre todo por las potentes cinematografías nacionales mexicanas y argentinas: la misma iluminación, el mismo uso de la música, los mismos temas amorosos, el mismo modo de construir los héroes.
Hollywood impone de este modo una potente narrativa propia que se reproduce internamente en cada país gracias a la numerosa troupe de imitadores que surgen en cada rincón del mundo. En 1.956, como una especie de respuesta indirecta a los primeros cuestionamientos europeos – más que nada franceses – a esta narrativa invasiva, la Academia crea el Oscar a la Mejor Película de habla no inglesa. El premio había comenzado a otorgarse en realidad en 1.947, al mismo tiempo que EEUU se estrenaba como nueva potencia hegemónica mundial, pero no se afianzó hasta mediados de los años cincuenta, cuando quedó establecido como un premio más, con categoría permanente.
Durante las primeras épocas el galardón se utilizó para premiar lo mejor del cine europeo contemporáneo. Galardonando a De Sica, Fellini, Buñuel, Truffaut o Bergman, Hollywood se permitía un toque de arte diferente al que surgía de su propia cosecha y trataba de eludir las críticas a su narrativa más ideológica. El llamado Tercer Mundo, mientras tanto, no merecía su atención. Con la excepción de algún que otro film japonés y de alguna película de director europeo producida en países africanos, la periferia cinematográfica del mundo no obtuvo ningún premio de la Academia hasta 1.985 cuando el argentino Luis Puenzo ganó el premio con La historia oficial, un duro relato sobre los desaparecidos durante la dictadura militar del general Videla. Y hubo que esperar hasta la primera década del presente siglo para ver premiadas a producciones de Sudáfrica, Taiwán o Bosnia-Herzegovina.
En la actualidad la Academia padece la misma anemia de poderío que poco a poco se ha ido apoderando del imperio americano. Aunque no ha dejado de imponer densos valores culturales al resto del mundo, el glamour de sus estrellas ya no brilla como antaño y su modelo narrativo ya no produce tanto impacto. Víctima de su propio éxito, Hollywood fatiga cada año por renovar las expectativas en un mundo en el que los relatos se han vuelto más dispersos y menos hegemónicos gracias a la proliferación de las nuevas tecnologías de la comunicación. And the winner is… la periferia del mundo, que tiene aún mucho por decir y no puede ni quiere decirlo en clave hollywoodiense.