Oscar Guisoni
Especial para Carta Maior
Los premios de la Academia de Hollywood se entregaron por primera vez el 16 de mayo de 1.929. El contexto político y social no puede ser más significativo: faltan apenas unos meses para el gran Crack de octubre, Estados Unidos vive montado en la mayor burbuja especulativa de su historia, Europa se revuelve en el caos bajo los efectos de las crisis políticas que afectan a la mayor parte de sus países y en la periferia del mundo pocos saben todavía qué significa la palabra Hollywood aunque hay muchos que ya han podido percibir en su propia piel en qué consiste el nuevo poderío norteamericano.
El premio a la mejor película correspondió a Wings, un melodrama de William Wellman sin ninguna importancia cinematográfica hoy día, pero cuya historia resulta reveladora del rol que ha jugado el cine norteamericano a lo largo de la mayor parte del siglo XX. El film cuenta la historia de dos hombres (Jack Powell y David Armstrong) enfrentados por el amor de una mujer (Jobyna Ralston), hasta que estalla la Primera Guerra Mundial y los sentimientos patrióticos se ponen por encima de las disputas amorosas. Al final todos terminan contentos y felices, los hombres comprenden que no hay mujer que valga más que la amistad que se establece entre ellos en el frente de guerra y matar al enemigo es más importante que cualquier celo doméstico.
Desde que sintetizó su extraordinaria manera de narrar, a comienzos del siglo XX, basada en la síntesis extrema de los relatos, la importancia de las imágenes por encima de los textos y en la construcción de héroes de fácil asimilación pública, el cine americano cumplió dos roles de vital importancia a nivel político: envió un mensaje de unificación nacional a la convulsa Norteamérica de la época, construyendo una potente mitología patriótica y estableció un modelo ideal de relato, impregnado de densos valores morales, que sería establecido como patrón de un modo de contar las historias en la periferia del mundo. El nuevo imperio político y económico había encontrado en el cine un instrumento de poder soft de primerísima importancia.
Al glamour de las nuevas estrellas, que comenzarían a brillar con más fuerza con el cine sonoro a partir de 1.930, se le opondría a partir de 1.933 un relato mucho más tosco y menos soft: la delirante propaganda nazi instrumentada por Joseph Goebbels. Al igual que Hollywood, Goebbels también pretende crear héroes y exaltar los valores patrióticos. Pero no tiene en cuenta que los principales recursos artísticos alemanes han marchado al exilio y están poniendo todo su conocimiento cinematográfico al servicio de Estados Unidos. Iluminadores, actrices, directores, muchos de los grandes maestros del esplendor en blanco y negro del cine americano de la convulsa década del 40 provienen de Alemania y dejan su huella imborrable en la nueva estética de Hollywood.
El relato americano se vuelve tan potente, sobre todo después de la victoria sobre la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial –que no tarda en comenzar a ser asumido como el gran modelo por excelencia y copiado sin clemencia por la incipiente industria cinematográfica de la periferia, sobre todo en América Latina. Para percatarse de esta influencia bastaría realizar un simple ejercicio de mixtura de imágenes tomadas al azar de las películas más populares producidas en el continente durante esos veinte años cruciales, sobre todo por las potentes cinematografías nacionales mexicanas y argentinas: la misma iluminación, el mismo uso de la música, los mismos temas amorosos, el mismo modo de construir los héroes.
Hollywood impone de este modo una potente narrativa propia que se reproduce internamente en cada país gracias a la numerosa troupe de imitadores que surgen en cada rincón del mundo. En 1.956, como una especie de respuesta indirecta a los primeros cuestionamientos europeos – más que nada franceses – a esta narrativa invasiva, la Academia crea el Oscar a la Mejor Película de habla no inglesa. El premio había comenzado a otorgarse en realidad en 1.947, al mismo tiempo que EEUU se estrenaba como nueva potencia hegemónica mundial, pero no se afianzó hasta mediados de los años cincuenta, cuando quedó establecido como un premio más, con categoría permanente.
Durante las primeras épocas el galardón se utilizó para premiar lo mejor del cine europeo contemporáneo. Galardonando a De Sica, Fellini, Buñuel, Truffaut o Bergman, Hollywood se permitía un toque de arte diferente al que surgía de su propia cosecha y trataba de eludir las críticas a su narrativa más ideológica. El llamado Tercer Mundo, mientras tanto, no merecía su atención. Con la excepción de algún que otro film japonés y de alguna película de director europeo producida en países africanos, la periferia cinematográfica del mundo no obtuvo ningún premio de la Academia hasta 1.985 cuando el argentino Luis Puenzo ganó el premio con La historia oficial, un duro relato sobre los desaparecidos durante la dictadura militar del general Videla. Y hubo que esperar hasta la primera década del presente siglo para ver premiadas a producciones de Sudáfrica, Taiwán o Bosnia-Herzegovina.
En la actualidad la Academia padece la misma anemia de poderío que poco a poco se ha ido apoderando del imperio americano. Aunque no ha dejado de imponer densos valores culturales al resto del mundo, el glamour de sus estrellas ya no brilla como antaño y su modelo narrativo ya no produce tanto impacto. Víctima de su propio éxito, Hollywood fatiga cada año por renovar las expectativas en un mundo en el que los relatos se han vuelto más dispersos y menos hegemónicos gracias a la proliferación de las nuevas tecnologías de la comunicación. And the winner is… la periferia del mundo, que tiene aún mucho por decir y no puede ni quiere decirlo en clave hollywoodiense.
Periodismo, literatura, arte y cosas raras
26 feb 2012
18 sept 2011
CUANDO LA EMBAJADA TE INVITA A TOMAR CAFÉ
Oscar Guisoni
Especial para Carta Maior
El 11 de septiembre de 2.001 me encontraba en Bolivia. Estaba en el país como corresponsal del diario Página/12 de Buenos Aires y desde hacía un tiempo colaboraba en el suplemento dominical del diario La Prensa de La Paz, donde realizaba artículos de investigación y de vez en cuando comentaba la “Foto de la semana”. El domingo siguiente al atentado la editora del suplemento, la periodista boliviana Inga Llorenti, eligió una foto muy especial para comentar: en ella se veía un grupo de norteamericanos manifestando su indignación con carteles que rezaban: “¿Por qué a nosotros?” “¿Por qué nos odian?”.
Inga me pidió que comentara la foto. Entonces recordé, en las breves líneas que permitía el texto, los motivos del odio. Comencé por ese otro 11 de septiembre emblemático, el de Chile en 1.973, recordé los 30 mil desaparecidos de la dictadura pro americana en Argentina, hice mención a Vietnam y a Corea, rememoré la primera Guerra del Golfo, las masacres en Guatemala, la guerra contra la revolución en Nicaragua, las injusticiaS con Palestina y las tantas invasiones de Estados Unidos a América Latina durante el siglo XX.
A los pocos días sonó inclemente el teléfono en la redacción del diario. Era “la Embajada” (en Bolivia se la escribía por aquel entonces con mayúscula y era tanto su poder que no hacía falta decir de qué país se trataba para entender el mensaje). Más precisamente: el departamento de prensa de “la Embajada”, que me invitaba cordialmente a tomar un café en un céntrico hotel cinco estrellas. Acepté y antes de ir a la cita se lo comenté al jefe de redacción, Marcos Zelaya, quien se olió algo raro: “Yo que tú no iría” me dijo “si estuviera todo bien, te invitarían a sus propias oficinas. ¿Por qué a un hotel?”
Cuando llegué a la reunión mis anfitriones ya me estaban esperando. Eran dos mujeres, en realidad. Una de ellas americana – mi memoria ha perdido su nombre -, era la jefa de prensa de la delegación diplomática. La otra era su asistente, una ignota periodista boliviana con cara de recién graduada en una universidad privada y que jamás ha pisado el suelo de una redacción. Después de los saludos de cortesía me arrojaron el muerto a la cara sin mucho preámbulo: “¿Usted cree que Bin Laden es como el Che Guevara?” soltó la jefa de prensa mientras sostenía la taza de café con delicadeza digna de Marcel Proust.
“¿Perdón?” fue lo único que atiné a responder, totalmente sorprendido por lo inaudito de la pregunta. “Si cree que Bin Laden es como un guerrillero justiciero… se lo digo por lo que escribió este domingo debajo de la foto. Parece que estuviera usted justificando los ataques”. “No señora” respondí, bastante indignado por toda la situación “simplemente le estaba contestando a los manifestantes su pregunta. Ellos quieren saber por qué se los odia. Y como tengo entendido que la inmensa mayoría de los norteamericanos no sabe muy bien qué ha sucedido en el mundo durante el último siglo, les hice un recordatorio. No estoy justificando nada”.
La mujer no se convenció con mis argumentos y contraatacó. “Es injusto” pataleó “sepa que estamos muy ofendidos por su comentario”. Iba a responderle, pero su lacaya boliviana se interpuso en el camino. Sacó una carpeta en la que había una pila de fotocopias con mis artículos de los últimos meses y sin mucha diplomacia argumentó: “Sabemos que es usted alguien que escribe contra los intereses de la Embajada. Critica la lucha contra el narcotráfico, denuncia la incursión de fuerzas americanas en territorio boliviano, no está de acuerdo con los transgénicos…” “¡Eso, eso!” se sumó exaltada la jefa de prensa “¿Cómo puede usted estar en desacuerdo con los transgénicos que son los que acabarán con el hambre del mundo?”.
A esas alturas mi paciencia se había agotado. Sin acabar mi café, decidí que había llegado la hora de poner punto final a la reunión. “Con todos mis respetos” les dije a las mujeres mientras me levantaba de la mesa “no tengo por qué soportar que me cuestionen ustedes mi trabajo y mucho menos de esta manera tan… informal. Si he publicado algo que consideran falso, no tienen más que ponerse en contacto con el director del periódico o pedir el derecho a réplica y con gusto tendré en cuenta sus opiniones y la información que me provean”. Dicho eso, me levanté y me fui.
En el camino me di cuenta de lo que había sucedido y sentí un poco de temor. La Embajada estaba apretando, y de mala manera, a los periodistas críticos. Algo inédito. Me puse en contacto con el sindicato y comprobé que yo no era el único al que habían invitado “a tomar un café”. En pocos días se supo que la orden había surgido del mismísimo Departamento de Estado y que había sido ejecutada en varios países durante el transcurso de esa semana. Mi periódico no quiso echar leña al fuego, así que no publicó la historia. Pero algunas publicaciones más a la izquierda sí lo hicieron. Estados Unidos jamás se disculpó por el atropello. Después de todo, sólo había sido una charla de café en el lobby de un hotel elegante.
Especial para Carta Maior
El 11 de septiembre de 2.001 me encontraba en Bolivia. Estaba en el país como corresponsal del diario Página/12 de Buenos Aires y desde hacía un tiempo colaboraba en el suplemento dominical del diario La Prensa de La Paz, donde realizaba artículos de investigación y de vez en cuando comentaba la “Foto de la semana”. El domingo siguiente al atentado la editora del suplemento, la periodista boliviana Inga Llorenti, eligió una foto muy especial para comentar: en ella se veía un grupo de norteamericanos manifestando su indignación con carteles que rezaban: “¿Por qué a nosotros?” “¿Por qué nos odian?”.
Inga me pidió que comentara la foto. Entonces recordé, en las breves líneas que permitía el texto, los motivos del odio. Comencé por ese otro 11 de septiembre emblemático, el de Chile en 1.973, recordé los 30 mil desaparecidos de la dictadura pro americana en Argentina, hice mención a Vietnam y a Corea, rememoré la primera Guerra del Golfo, las masacres en Guatemala, la guerra contra la revolución en Nicaragua, las injusticiaS con Palestina y las tantas invasiones de Estados Unidos a América Latina durante el siglo XX.
A los pocos días sonó inclemente el teléfono en la redacción del diario. Era “la Embajada” (en Bolivia se la escribía por aquel entonces con mayúscula y era tanto su poder que no hacía falta decir de qué país se trataba para entender el mensaje). Más precisamente: el departamento de prensa de “la Embajada”, que me invitaba cordialmente a tomar un café en un céntrico hotel cinco estrellas. Acepté y antes de ir a la cita se lo comenté al jefe de redacción, Marcos Zelaya, quien se olió algo raro: “Yo que tú no iría” me dijo “si estuviera todo bien, te invitarían a sus propias oficinas. ¿Por qué a un hotel?”
Cuando llegué a la reunión mis anfitriones ya me estaban esperando. Eran dos mujeres, en realidad. Una de ellas americana – mi memoria ha perdido su nombre -, era la jefa de prensa de la delegación diplomática. La otra era su asistente, una ignota periodista boliviana con cara de recién graduada en una universidad privada y que jamás ha pisado el suelo de una redacción. Después de los saludos de cortesía me arrojaron el muerto a la cara sin mucho preámbulo: “¿Usted cree que Bin Laden es como el Che Guevara?” soltó la jefa de prensa mientras sostenía la taza de café con delicadeza digna de Marcel Proust.
“¿Perdón?” fue lo único que atiné a responder, totalmente sorprendido por lo inaudito de la pregunta. “Si cree que Bin Laden es como un guerrillero justiciero… se lo digo por lo que escribió este domingo debajo de la foto. Parece que estuviera usted justificando los ataques”. “No señora” respondí, bastante indignado por toda la situación “simplemente le estaba contestando a los manifestantes su pregunta. Ellos quieren saber por qué se los odia. Y como tengo entendido que la inmensa mayoría de los norteamericanos no sabe muy bien qué ha sucedido en el mundo durante el último siglo, les hice un recordatorio. No estoy justificando nada”.
La mujer no se convenció con mis argumentos y contraatacó. “Es injusto” pataleó “sepa que estamos muy ofendidos por su comentario”. Iba a responderle, pero su lacaya boliviana se interpuso en el camino. Sacó una carpeta en la que había una pila de fotocopias con mis artículos de los últimos meses y sin mucha diplomacia argumentó: “Sabemos que es usted alguien que escribe contra los intereses de la Embajada. Critica la lucha contra el narcotráfico, denuncia la incursión de fuerzas americanas en territorio boliviano, no está de acuerdo con los transgénicos…” “¡Eso, eso!” se sumó exaltada la jefa de prensa “¿Cómo puede usted estar en desacuerdo con los transgénicos que son los que acabarán con el hambre del mundo?”.
A esas alturas mi paciencia se había agotado. Sin acabar mi café, decidí que había llegado la hora de poner punto final a la reunión. “Con todos mis respetos” les dije a las mujeres mientras me levantaba de la mesa “no tengo por qué soportar que me cuestionen ustedes mi trabajo y mucho menos de esta manera tan… informal. Si he publicado algo que consideran falso, no tienen más que ponerse en contacto con el director del periódico o pedir el derecho a réplica y con gusto tendré en cuenta sus opiniones y la información que me provean”. Dicho eso, me levanté y me fui.
En el camino me di cuenta de lo que había sucedido y sentí un poco de temor. La Embajada estaba apretando, y de mala manera, a los periodistas críticos. Algo inédito. Me puse en contacto con el sindicato y comprobé que yo no era el único al que habían invitado “a tomar un café”. En pocos días se supo que la orden había surgido del mismísimo Departamento de Estado y que había sido ejecutada en varios países durante el transcurso de esa semana. Mi periódico no quiso echar leña al fuego, así que no publicó la historia. Pero algunas publicaciones más a la izquierda sí lo hicieron. Estados Unidos jamás se disculpó por el atropello. Después de todo, sólo había sido una charla de café en el lobby de un hotel elegante.
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11 de septiembre,
Estados Unidos
27 feb 2011
Muamar Gadafi: retrato de un dictador
En el comienzo era un nadie, como Hitler, como Stalin, como suelen ser siempre en sus orígenes los dictadores más brutales. Hijo de beduinos, nació en una carpa a pocos kilómetros del puerto de Sirte, hoy territorio libio, en aquel entonces parte de la llamada Noráfrica Italiana gobernada por otro don nadie llegado a más: Benito Mussolini. Era el 7 de junio de 1.942 y en África del Norte ardían las arenas incendiadas por la Segunda Guerra Mundial.
En su familia fluía sangre nacionalista. Su abuelo había muerto en 1.911 combatiendo a los invasores italianos y su padre fue encarcelado en varias ocasiones por sus posiciones anticolonialistas. Apenas tiene 10 años cuando en el vecino Egipto el coronel Nasser derroca al rey e instala un gobierno filo socialista del que se Muamar se hará firme partidario, tanto que hasta es expulsado de la escuela por sus incipientes actividades políticas.
Con apenas 21 años se gradúa en Leyes, pero decide no ejercer como abogado y se mete en el ejército, donde no tarda en ganarse la simpatía de sus compañeros gracias a esa irresistible atracción que ejerce sobre su entorno, según han relatado los que tuvieron oportunidad de conocerlo en persona. Inspirado en Nasser, funda el Movimiento Secreto Unionista de Oficiales Libres que se opone al débil rey Idris, un fantoche pro occidental que gobierna el país con estilo medieval.
Tiene apenas 27 años cuando encabeza el golpe de estado que derrocó a la monarquía el 1 de septiembre de 1.969. Quizá por intuición rastrera o porque todavía no se le ha manifestado su costado más excéntrico y brutal, la cosa es que consiguió engañar a cierta parte del mundo durante unos cuantos años con su programa nacionalista con grandes dosis de socialismo tercermundista, que incluyó la nacionalización del petróleo y la expulsión de las bases militares británicas y estadounidenses.
Su amado Nasser murió en 1.970 pero él siguió soñando durante un tiempo con la unidad árabe y fantaseando con poner en marcha un comando militar único que ayudara a los palestinos en su lucha contra Israel. Mientras tanto, le confiscaba las propiedades a los italianos que todavía vivían en Libia desde la época de la colonia, expulsaba a los judíos del país y ponía en marcha una serie de medidas destinadas a implantar una rígida moral musulmana, desmintiendo a aquellos que creían que iba a primar en él el panarabismo laico. En poco tiempo prohibió el juego, los locales de alterne, el consumo de bebidas alcohólicas, el pelo largo en los hombres y las vestimentas demasiado occidentales.
Para dejar en claro por dónde venían los tiros, un par de años después eliminó el derecho de huelga, estableció la pena de muerte para los supuestos contrarrevolucionarios, impuso la censura a la prensa y empezó a atiborrar sus uniformes con condecoraciones que él mismo se imponía y a lucir extravagantes trajes beduinos, al tiempo que se hacía nombrar comandante en jefe de las fuerzas armadas con grado de “coronel” ya que, decía, “en la república popular no hacen falta generales ni comandantes”.
EL TERRORISTA DELIRANTE
En su afán por copiar a los líderes que admira, en 1.973 proclama la Revolución Cultural, en sintonía con la China de Mao que ha reemplazado en sus desvelos al Egipto de Nasser y que se traduce en el exilio de la mayor parte de los intelectuales del país. En esos tiempos presenta su bizarro Libro Verde, una obra en tres tomos el último de los cuales está dedicado a su pomposa “Tercera Teoría Universal”, en la que proclama un socialismo islamizado, opuesto al capitalismo y al comunismo duro. Mientras los teólogos musulmanes reunidos en La Meca lo tachaban de “apóstata y antiislámico” él comenzaba a presentarse ante sus seguidores más devotos como “el Mahdí”, el líder que, según Mahoma, Dios enviará antes que se acabe el mundo para establecer la justicia islámica sobre la tierra.
A finales de los setenta su extravagante modelo político alcanza la más alta cota de cinismo cuando establece la llamada Jamahiriya, un sistema de gobierno basado en asambleas populares, que está vigente hoy día, y que le permite al “gran líder” dejar de ocupar todos sus cargos en el estado, ya que no hacen falta líderes… ahora es el pueblo el que gobierna. Y por eso, como dice a menudo, si las cosas no van bien es culpa de los mismo libios, él no tiene nada que ver. En 1.977 decide que el Corán es la Constitución de Libia, así que tampoco hace falta tener una Carta Magna.
En el 77 se produce una virulenta ruptura con sus vecinos egipcios. Disgustado por el giro proamericano de Anwar el Sadat, sucesor de Nasser, Gadafi expulsa a 225 mil egipcios que vivían en Libia e invade el país del Nilo. La guerra dura unos pocos días y Gadafi es derrotado, pero poco le importa al señor del desierto. Durante esos años amplia su apoyo a grupos terroristas que operan en Europa y Medio Oriente, entre ellos el IRA irlandés y ETA, la organización independentista vasca. Y ensucia su expediente ayudando a dictadores sanguinarios como Idi Amin de Uganda y Charles Taylor de Liberia. También brinda apoyo militar al tenebroso Foday Sankoh, líder de la guerrilla de Sierra Leona.
En los ochenta se mete en la guerra civil de la vecina Chad enviando un ejército de 4.000 soldados, tanques, helicópteros y cazabombarderos soviéticos a defender el gobierno del Frente de Liberación nacional acosado por una guerrilla filo francesa. Y declara su admiración por otra revolución de pro: la iraní, invitando a los libios a atacar ellos también la Embajada Americana, como habían hecho los estudiantes inspirados por el ayatolá Jomeini en Teherán. Washington comienza a preocuparse del dictadorzuelo excéntrico e incluye a Libia en la lista de países patrocinadores del terrorismo. Y en 1.986 Ronald Reagan ordena un ataque sorpresa a la capital con el objetivo de asesinarlo que se salda con la muerte de su hija Jana de 15 años.
En 1.988, como parte de su venganza, ordena preparar un atentado contra un Boeing 747 repleto de pasajeros que realiza la ruta Londres-Nueva York, que estalla sobre la localidad escocesa de Lockerbie. Mueren 270 personas. La investigación no tarda en señalar la participación de oficiales de inteligencia libios en el ataque. Durante esos años se transforma con éxito en el villano más temido de Occidente, ocupando un rol similar al que ostenta hoy su émulo Osama Bin Laden. La caída del muro de Berlín en 1.989 lo convencerá de la utilidad de abandonar a sus aliados soviéticos y pasarse con armas y bagajes al bando occidental.
EL GIRO
A comienzos de los noventa las cosas pintaban mal para el Señor del desierto. Durante esos años, al tiempo que afrontaba las duras sanciones internacionales contra su régimen tuvo que enfrentarse a poderosos enemigos internos que conspiraban desde las fuerzas armadas para acabar con su reinado. Salió airoso de numerosos intentos de golpe e incluso de algunos atentados contra su vida, y poco a poco se fue convenciendo de la utilidad de hacer un gesto hacia Occidente, como modo de afianzar su poder local. Así que empezó por reconocer su autoría en el atentado de Lockerbie, pagó las indemnizaciones a las víctimas y entregó a los agentes que habían producido el atentado, al tiempo que abría las puertas a las compañías multinacionales occidentales para que realizaran jugosos negocios en su territorio.
Bastó que cediera parte de la torta del negocio petrolero para que en Occidente se corriera un piadoso velo sobre su turbia figura. A partir del 2.000 pudo verse cómo poco a poco dejaba de ser “el terrorista más temido” para transformarse, como por arte de magia, en un “líder moderado”, que contiene “al Islam radical”, no importa cómo. En 2.007 les compró armas a los franceses por 10 mil millones de euros, una cifra suficiente como para ser recibido con todo los honores por el presidente Nicolás Sarkozy. Y ese mismo año visitó España, también con una poderosa agenda de negocios energéticos bajo la manga, lo que le valió la recepción clamorosa del rey Juan Carlos y José Luís Rodríguez Zapatero. Aunque su preferido en Europa es el italiano Silvio Berlusconi con quien comparte negocios desde hace varios años.
Su cercanía a Occidente no le impidió aumentar la represión a los opositores internos ni sus cada vez más bizarras costumbres, como la de viajar por todo el mundo acompañado de un ejército de 200 mujeres supuestamente vírgenes entrenadas en artes marciales que protegen su vida y exigir a los países que lo reciben que le dejen montar su carpa beduina, ya que es el único sitio en el que se siente cómodo. Entre sus más famosos desplantes se recuerda aquella vez que se puso a orinar en una reunión de la Liga Árabe para manifestar su desprecio o cuando apareció maquillado y en zapatos de tacón en un acto oficial sólo porque se le dio la gana.
Las revueltas árabes que tumbaron las dictaduras de Egipto y Túnez golpearon a la puerta de su residencia, como no podía ser de otro modo. Pero Gadafi no es Mubarak ni Ben Alí. Y durante estos días pudo verse como reprimió a sangre y fuego las protestas, bombardeando la plaza con aviones y morteros y enviando a su hijo predilecto, y heredero declarado del trono, Saif el Islam, a amenazar a sus compatriotas con una guerra civil si continuaban protestando. Él, mientras tanto, se permite las que tal vez sean sus últimas humoradas: "¿Conocéis a alguien decente que participe en esto? No los hay, es gente que se droga y se emborracha" afirmó en su agresivo discurso a la nación este martes. Ya el pasado lunes, en una breve aparición pública, bajo un paraguas y a punto de subirse a un coche, había afirmado con sorna: “Estaba por dirigirme a la plaza (dónde se realizan las protestas) a hablar con estos jóvenes, pero llueve. Gracias a Dios llueve”.
Publicado en Milenio Semanal, México
En su familia fluía sangre nacionalista. Su abuelo había muerto en 1.911 combatiendo a los invasores italianos y su padre fue encarcelado en varias ocasiones por sus posiciones anticolonialistas. Apenas tiene 10 años cuando en el vecino Egipto el coronel Nasser derroca al rey e instala un gobierno filo socialista del que se Muamar se hará firme partidario, tanto que hasta es expulsado de la escuela por sus incipientes actividades políticas.
Con apenas 21 años se gradúa en Leyes, pero decide no ejercer como abogado y se mete en el ejército, donde no tarda en ganarse la simpatía de sus compañeros gracias a esa irresistible atracción que ejerce sobre su entorno, según han relatado los que tuvieron oportunidad de conocerlo en persona. Inspirado en Nasser, funda el Movimiento Secreto Unionista de Oficiales Libres que se opone al débil rey Idris, un fantoche pro occidental que gobierna el país con estilo medieval.
Tiene apenas 27 años cuando encabeza el golpe de estado que derrocó a la monarquía el 1 de septiembre de 1.969. Quizá por intuición rastrera o porque todavía no se le ha manifestado su costado más excéntrico y brutal, la cosa es que consiguió engañar a cierta parte del mundo durante unos cuantos años con su programa nacionalista con grandes dosis de socialismo tercermundista, que incluyó la nacionalización del petróleo y la expulsión de las bases militares británicas y estadounidenses.
Su amado Nasser murió en 1.970 pero él siguió soñando durante un tiempo con la unidad árabe y fantaseando con poner en marcha un comando militar único que ayudara a los palestinos en su lucha contra Israel. Mientras tanto, le confiscaba las propiedades a los italianos que todavía vivían en Libia desde la época de la colonia, expulsaba a los judíos del país y ponía en marcha una serie de medidas destinadas a implantar una rígida moral musulmana, desmintiendo a aquellos que creían que iba a primar en él el panarabismo laico. En poco tiempo prohibió el juego, los locales de alterne, el consumo de bebidas alcohólicas, el pelo largo en los hombres y las vestimentas demasiado occidentales.
Para dejar en claro por dónde venían los tiros, un par de años después eliminó el derecho de huelga, estableció la pena de muerte para los supuestos contrarrevolucionarios, impuso la censura a la prensa y empezó a atiborrar sus uniformes con condecoraciones que él mismo se imponía y a lucir extravagantes trajes beduinos, al tiempo que se hacía nombrar comandante en jefe de las fuerzas armadas con grado de “coronel” ya que, decía, “en la república popular no hacen falta generales ni comandantes”.
EL TERRORISTA DELIRANTE
En su afán por copiar a los líderes que admira, en 1.973 proclama la Revolución Cultural, en sintonía con la China de Mao que ha reemplazado en sus desvelos al Egipto de Nasser y que se traduce en el exilio de la mayor parte de los intelectuales del país. En esos tiempos presenta su bizarro Libro Verde, una obra en tres tomos el último de los cuales está dedicado a su pomposa “Tercera Teoría Universal”, en la que proclama un socialismo islamizado, opuesto al capitalismo y al comunismo duro. Mientras los teólogos musulmanes reunidos en La Meca lo tachaban de “apóstata y antiislámico” él comenzaba a presentarse ante sus seguidores más devotos como “el Mahdí”, el líder que, según Mahoma, Dios enviará antes que se acabe el mundo para establecer la justicia islámica sobre la tierra.
A finales de los setenta su extravagante modelo político alcanza la más alta cota de cinismo cuando establece la llamada Jamahiriya, un sistema de gobierno basado en asambleas populares, que está vigente hoy día, y que le permite al “gran líder” dejar de ocupar todos sus cargos en el estado, ya que no hacen falta líderes… ahora es el pueblo el que gobierna. Y por eso, como dice a menudo, si las cosas no van bien es culpa de los mismo libios, él no tiene nada que ver. En 1.977 decide que el Corán es la Constitución de Libia, así que tampoco hace falta tener una Carta Magna.
En el 77 se produce una virulenta ruptura con sus vecinos egipcios. Disgustado por el giro proamericano de Anwar el Sadat, sucesor de Nasser, Gadafi expulsa a 225 mil egipcios que vivían en Libia e invade el país del Nilo. La guerra dura unos pocos días y Gadafi es derrotado, pero poco le importa al señor del desierto. Durante esos años amplia su apoyo a grupos terroristas que operan en Europa y Medio Oriente, entre ellos el IRA irlandés y ETA, la organización independentista vasca. Y ensucia su expediente ayudando a dictadores sanguinarios como Idi Amin de Uganda y Charles Taylor de Liberia. También brinda apoyo militar al tenebroso Foday Sankoh, líder de la guerrilla de Sierra Leona.
En los ochenta se mete en la guerra civil de la vecina Chad enviando un ejército de 4.000 soldados, tanques, helicópteros y cazabombarderos soviéticos a defender el gobierno del Frente de Liberación nacional acosado por una guerrilla filo francesa. Y declara su admiración por otra revolución de pro: la iraní, invitando a los libios a atacar ellos también la Embajada Americana, como habían hecho los estudiantes inspirados por el ayatolá Jomeini en Teherán. Washington comienza a preocuparse del dictadorzuelo excéntrico e incluye a Libia en la lista de países patrocinadores del terrorismo. Y en 1.986 Ronald Reagan ordena un ataque sorpresa a la capital con el objetivo de asesinarlo que se salda con la muerte de su hija Jana de 15 años.
En 1.988, como parte de su venganza, ordena preparar un atentado contra un Boeing 747 repleto de pasajeros que realiza la ruta Londres-Nueva York, que estalla sobre la localidad escocesa de Lockerbie. Mueren 270 personas. La investigación no tarda en señalar la participación de oficiales de inteligencia libios en el ataque. Durante esos años se transforma con éxito en el villano más temido de Occidente, ocupando un rol similar al que ostenta hoy su émulo Osama Bin Laden. La caída del muro de Berlín en 1.989 lo convencerá de la utilidad de abandonar a sus aliados soviéticos y pasarse con armas y bagajes al bando occidental.
EL GIRO
A comienzos de los noventa las cosas pintaban mal para el Señor del desierto. Durante esos años, al tiempo que afrontaba las duras sanciones internacionales contra su régimen tuvo que enfrentarse a poderosos enemigos internos que conspiraban desde las fuerzas armadas para acabar con su reinado. Salió airoso de numerosos intentos de golpe e incluso de algunos atentados contra su vida, y poco a poco se fue convenciendo de la utilidad de hacer un gesto hacia Occidente, como modo de afianzar su poder local. Así que empezó por reconocer su autoría en el atentado de Lockerbie, pagó las indemnizaciones a las víctimas y entregó a los agentes que habían producido el atentado, al tiempo que abría las puertas a las compañías multinacionales occidentales para que realizaran jugosos negocios en su territorio.
Bastó que cediera parte de la torta del negocio petrolero para que en Occidente se corriera un piadoso velo sobre su turbia figura. A partir del 2.000 pudo verse cómo poco a poco dejaba de ser “el terrorista más temido” para transformarse, como por arte de magia, en un “líder moderado”, que contiene “al Islam radical”, no importa cómo. En 2.007 les compró armas a los franceses por 10 mil millones de euros, una cifra suficiente como para ser recibido con todo los honores por el presidente Nicolás Sarkozy. Y ese mismo año visitó España, también con una poderosa agenda de negocios energéticos bajo la manga, lo que le valió la recepción clamorosa del rey Juan Carlos y José Luís Rodríguez Zapatero. Aunque su preferido en Europa es el italiano Silvio Berlusconi con quien comparte negocios desde hace varios años.
Su cercanía a Occidente no le impidió aumentar la represión a los opositores internos ni sus cada vez más bizarras costumbres, como la de viajar por todo el mundo acompañado de un ejército de 200 mujeres supuestamente vírgenes entrenadas en artes marciales que protegen su vida y exigir a los países que lo reciben que le dejen montar su carpa beduina, ya que es el único sitio en el que se siente cómodo. Entre sus más famosos desplantes se recuerda aquella vez que se puso a orinar en una reunión de la Liga Árabe para manifestar su desprecio o cuando apareció maquillado y en zapatos de tacón en un acto oficial sólo porque se le dio la gana.
Las revueltas árabes que tumbaron las dictaduras de Egipto y Túnez golpearon a la puerta de su residencia, como no podía ser de otro modo. Pero Gadafi no es Mubarak ni Ben Alí. Y durante estos días pudo verse como reprimió a sangre y fuego las protestas, bombardeando la plaza con aviones y morteros y enviando a su hijo predilecto, y heredero declarado del trono, Saif el Islam, a amenazar a sus compatriotas con una guerra civil si continuaban protestando. Él, mientras tanto, se permite las que tal vez sean sus últimas humoradas: "¿Conocéis a alguien decente que participe en esto? No los hay, es gente que se droga y se emborracha" afirmó en su agresivo discurso a la nación este martes. Ya el pasado lunes, en una breve aparición pública, bajo un paraguas y a punto de subirse a un coche, había afirmado con sorna: “Estaba por dirigirme a la plaza (dónde se realizan las protestas) a hablar con estos jóvenes, pero llueve. Gracias a Dios llueve”.
Publicado en Milenio Semanal, México
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2 feb 2011
¿EL OCASO DE LOS DÉSPOTAS?
Oscar Guisoni
Especial para Milenio Semanal
La caída del dictador tunecino Zine Abidine Ben Ali a mediados de enero ha provocado una profunda crisis política en África del Norte, una región gobernada desde hace décadas por regímenes corruptos tolerados por los países occidentales. Los célebres “déspotas amigos”, el egipcio Hosni Mubarak, el argelino Abdelaziz Bouteflika, el libio Muammar Gaddafi, y el rey marroquí Mohammed VI podrían ver peligrar su poder si se produce el temido “efecto contagio” de la revuelta en Túnez. Como telón de fondo: economías maltrechas afectadas por la crisis mundial que se desató en 2.008 y el fantasma del islamismo político radical que cada día gana más adeptos en la zona.
Túnez Mon Amour
A pesar que llevaba 23 años en el poder muy pocos sabían fuera de Túnez quién era Ben Alí hasta que la revuelta civil que comenzó a finales de diciembre lo forzó a abandonar precipitadamente el país el 14 de enero poniendo fin a su dictadura. Nacido en 1.936, Zine Abidine Ben Ali bien podría ser considerado un arquetipo de déspota norafricano. Ingeniero de profesión y militar de vocación formado en Francia y Estados Unidos, Ben Alí estuvo en la cocina del poder tunecino desde que el país de independizó de los franceses en 1.956. Nombrado Director General de Seguridad en 1.958 por el primer presidente del país, Habib Burguiba, Ben Alí se transformó rápidamente en el brazo armado de un gobierno que demostró pronto su ferocidad y su falta de respeto por las más elementales normas democráticas. Al mando de las fuerzas militares que reprimieron las revueltas sindicales en los años setenta, Ben Alí llegó a ocupar el cargo de primer ministro del gobierno de Burguiba, hasta que depuso a su mentor en un golpe de estado en 1.987, un movimiento militar tan suave que fue apodado “el golpe médico” ya que el viejo mandatario, considerado “padre de la independencia” estaba enfermo y recluido en palacio desde hacía meses.
Al igual que hicieron la mayor parte de los mandatarios de la región, Burguiba al principio había coqueteado con el socialismo sui generis, al estilo del que cultivaba el libio Muammar Gaddafi, marcado por fuertes de dosis de nacionalismo económico y laicismo religioso. Pero en los últimos años de su gobierno decidió que era mejor hacer negocios que ponerse a construir utopías y abrió la economía a la inversión extranjera permitiendo el desarrollo del sector privado.
Cuando Ben Alí llegó al poder el país estaba sumido en una profunda crisis económica. En 1.989 convocó a elecciones nada más que para guardar las formas, ya que no permitió que se presentaran opositores de peso. Obtuvo la poco creíble suma del 99,27 por ciento de los votos. En 1.994 volvió a repetir la farsa y esta vez le fue aún mejor: sacó el 99,91 por ciento. En 2.002 modificó la constitución porque le impedía repetir mandato y en octubre de 2.009 volvió a presentarse, esta vez dejando que algunos miembros del gobierno compitieran con él, aunque proscribiendo a los partidos islámicos y a los movimientos de izquierda. En esa ocasión sólo consiguió que lo votara el 89,62 por ciento de la población.
Túnez es un país pequeño con apenas diez millones de habitantes y el 40 por ciento de su superficie ocupada por el desierto, así que Ben Alí no tuvo muchos problemas para gobernarlo con mano de hierro. Francia se transformó en su máximo sostén, alentando la inversión en una economía que no tardó en florecer apoyada en el turismo, la agricultura, la industria textil, la explotación de recursos naturales –más que nada los fosfatos- y la especulación inmobiliaria: tener una casa en las cosas africanas se puso de moda entre los ricos europeos. Con 1.250 empresas de procedencia francesa en el territorio París actuó como pantalla política del régimen hasta días antes de su caída. Desde Washington se veía con preocupación la falta de legitimidad democrática, la censura a la prensa y la proscripción de los opositores, pero se guardó respetuoso silencio ante los atropellos porque se consideraba a Ben Alí como una eficaz barrera contra el islamismo radical. Partidario de “la democratización sin prisa” – total para qué apurarse si el poder lo tengo yo – Ben Ali pretendía ser reelecto “por última vez” en 2.014.
La receta funcionó a la perfección durante dos décadas: prosperidad económica a cambio de falta de libertades políticas. Pero en 2.008 llegó la crisis a Occidente y los gobiernos amigos del Mediterráneo la padecieron con especial dureza. En 2.009 la entrada de capital extranjero cayó en un 33 por ciento y la desocupación creció hasta llegar al 13 por ciento actual afectando más que nada a la población joven. Para agravar aún más las cosas, la economía durante los últimos años ha ido quedando en manos de la elite en el gobierno que a veces utiliza métodos expeditivos para apropiarse de los negocios más rentables. Mención especial merece la familia de la mujer del ex dictador, los Trabelsi, dueños de las empresas más lucrativas del país expropiadas alegando razones de seguridad nacional.
En un escenario tan explosivo bastó una chispa para encender la mecha. El 17 de diciembre de 2010 Mohamed Bouaziz, un desempleado de 26 años, se inmoló frente a la alcaldía de su pueblo. Protestaba porque la policía le había confiscado su puesto de frutas y verduras por no tener el permiso que exige la agobiante burocracia nacional. El incidente dio pie a las primeras protestas que fueron creciendo a medida que pasaban los días. El 6 de enero Bouaziz murió en el hospital y la revuelta llegó a las grandes ciudades. Lo demás es historia conocida. El presidente huyó el 14. Francia le negó asilo en su territorio. Los dictadores amigos son incómodos cuando caen en desgracia.
Los fantasmas del faraón
La caída de Ben Alí, en la que tuvieron un rol importante las redes sociales – en especial Twitter y Facebook, permitiendo burlar la censura del régimen y sirviendo de plataforma a la convocatoria de protestas – disparó las alarmas en Egipto, otro vecino del norte de África en manos de un déspota octogenario.
Con una historia similar a la tunecina, sólo que más violenta y con mayores intereses en juego por su tamaño y cercanía con la zona caliente de Oriente Medio, Egipto ha vivido sometido a gobiernos autoritarios durante la mayor parte del tiempo desde que se independizó de Reino Unido en 1.936. En 1.952 el coronel nacionalista Gamal Nasser dio un golpe de estado para acabar con la dinastía del rey Faruk I, demasiado permeable a los intereses británicos. Nasser sobrevivió en 1.956 a un ataque militar de franceses, ingleses e israelíes que intentaron sin éxito deponerlo después de la nacionalización del estratégico canal de Suez. A su muerte por infarto en 1.970, amargado por el fracaso nacional en la Guerra de los Seis Días (1.967) con la que intentó derrotar al estado de Israel, ocupó el poder Anwar el-Sadat. También militar y con ansias de permanencia en el trono, en 1.976 Sadat dejó de lado las veleidades socializantes de su predecesor, rompió lanzas con la Unión Soviética y se acercó a Estados Unidos. Y en 1.979 cometió el peor de los pecados que se pueden cometer en un país árabe: firmó la paz con Israel y reconoció la legitimidad del estado judío. La osadía le costó la vida: en 1.981 el presidente fue asesinado durante un desfile militar por un grupo de oficiales integristas.
El poder acabó en manos de otro militar, Hosni Mubarak, que mantuvo su política de acercamiento a Occidente, llegando a participar incluso en la I Guerra del Golfo contra Irak en 1.991. Propulsor de una economía de mercado pero sin los beneficios de las libertades políticas, Mubarak también mantuvo la farsa electoral para cuidar las formas, siendo reelecto por amplísimas mayorías en 1.987, 1.993, 1.999 y 2.005. En todas ellas impidió participar al principal partido de la oposición, los Hermanos Musulmanes, a los que acusa de querer instaurar una república fundamentalista similar a la iraní. Si su delicado estado de salud no se lo impide – está a punto de cumplir 83 años – y si no se lo lleva por delante una revuelta como la tunecina, Mubarak pretende dejarle el poder a su hijo Gamal 2.011, luego de tres décadas de autocracia. La colaboración de Occidente también ha sido indispensable para mantenerle en el trono.
Durante el transcurso de la pasada semana Egipto vivió con especial virulencia los ramalazos del “efecto contagio” que trajo la revuelta en Túnez. El martes, también gracias a las redes sociales – aunque Twitter está bloqueado – la oposición llevó a cabo las protestas más violentas que se vieron en el país en los últimos años, que se saldaron con un puñado de muertos y centenares de opositores en la cárcel, según denunciaron diferentes organismos de Derechos Humanos.
Pero mientras Túnez tiene una importancia estratégica mínima, la lucha por el poder en Egipto puede llegar a ser atroz. Con 81 millones de habitantes – es el país más poblado del mundo árabe – su frontera con Israel justificó durante décadas que Occidente prefiriera un régimen policial antes que abrir las puertas a la llegada de una teocracia islámica. El carácter urbano y laico de las revueltas de la última semana han encendido las luces de alarma. Mientras Europa guarda silencio y se muestra tímida a la hora de exigir reformas a su aliado, en Estados Unidos Barak Obama parece dispuesto a ir más allá. Esta semana, durante su discurso anual para evaluar el Estado de la Nación, Obama alabó la revolución tunecina. “Permítanme decirlo con claridad” afirmó “Estados Unidos apoya al pueblo de Túnez y las legítimas aspiraciones democráticas de todos los pueblos". La oposición egipcia cree haber descifrado el mensaje.
Las sombras de la guerra civil
Si las cárceles egipcias son famosas por la ferocidad de las torturas que allí se practican, el gobierno de la vecina Argelia bien podría ser considerado el más sanguinario de todos los que gobiernan la región. Con variantes, la historia se repite en este gigantesco país de 35 millones de habitantes. Independizado de Francia en 1.962 luego de una virulenta guerra, el poder quedó en manos del Frente de Liberación Nacional, de tendencia socialista y filosoviética. Luego de un breve idilio revolucionario durante el gobierno de Ben Bella (1.962-65), el poder pasó a manos del ejército con el golpe militar de Houari Boumedienne (1.965-78), quien llevó a cabo un gobierno de corte socialista y laico. Su sucesor, Chadli Bendjedid, (1.978-82), también procedente del ejército, dio un vuelco a la política exterior, se acercó a Occidente y promovió reformas liberales en la economía.
Ante la magnitud de las protestas que se produjeron en 1.988, cuando el país atravesaba una de sus tantas crisis económicas, Bendjedid pensó que lo mejor era promover una apertura democrática y en 1.989 introdujo el multipartidismo. Pero como sucede a menudo en África del norte, al gobierno no le gustaban todos los candidatos que se presentaron y puso palos en la rueda al Frente de Fuerzas Socialistas integrado por antiguas figuras de la revolución del 62, que se inclinó por boicotear los comicios. El resultado fue inesperado y atroz: para expresar su disconformidad con el oficialismo el electorado le dio la victoria al Frente Islámico de Salvación en las elecciones municipales y provinciales de 1.990.
Bendjedid comprendió la magnitud del desastre que se avecinaba y modificó la Ley electoral para hacerle la vida más difícil al FIS, que comenzaba a virar al integrismo fanático con el correr de los meses, pero no fue suficiente para impedir que esta formación ganara la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 1.992. Así las cosas, el ejército decidió dar una patada al tablero democrático y produjo un cruento golpe de estado suspendiendo los comicios y desalojando a Bendjedid del poder. El país se sumió en la guerra civil, una de las más terribles que se dieron en todo el continente durante el siglo XX, un conflicto que costó la vida a cerca de 200 mil personas y que empañó toda la década de los noventa.
En 1.999 ganó unas elecciones en las que no estaban representadas todas las fuerzas políticas del país un antiguo luchador de la guerra de independencia, Abdelaziz Buteflika, que llegó al gobierno con un programa de reconciliación nacional, pálidos intentos de reforma y tímida apertura al islamismo democrático. En 2.000 firmó la paz con las organizaciones islámicas que habían perdido la guerra y en 2.004 fue reelecto con el 83 por ciento de los votos en otras elecciones poco limpias. En 2.009 volvió a ganar los comicios demostrando que es otro autócrata árabe con serias intenciones de morir en el trono. Pero a diferencia lo que sucede en Egipto, en Argelia la oposición tiene serias dudas sobre la conveniencia de salir a las calles a protestar. El fantasma de la guerra civil inmoviliza a los ciudadanos asqueados de la corrupción del régimen y hartos de la censura y la persecución a dirigentes políticos opositores. Francia y España son los principales sostenes económicos y políticos del actual gobierno. El argumento es el mismo de siempre: mejor un autócrata prooccidental que una república islámica.
Con menor dosis de conflicto político, pero atravesados por las mismas tensiones, en el Marruecos de Mohammed VI y en la Libia del ex socialista Muammar Gaddafi también siguen con atención la evolución de la revolución tunecina. En ambos países campean la falta de libertad de expresión, la proscripción de partidos opositores y la corrupción administrativa. Mientras que a Mohammed VI lo mima con especial atención España –hay que destacar que de todos los gobiernos de la zona es el que mayor grado de democracia -, a Gaddafi lo sostiene el amigo italiano Silvio Berlusconi. Pero los tiempos están cambiando y Occidente comienza a preguntarse si no ha llegado la hora de promover cambios en el norte de África, más ahora que la estrella de la revolución iraní de 1.979 parece estar declinando y que el fantasma del islamismo radical no tiene la fuerza que supo ostentar hace tres décadas. La sociedad civil y las fuerzas democráticas de estos cinco países, relativamente ricos en comparación con la pobreza que caracteriza al continente, tienen ante sí una oportunidad histórica.
Especial para Milenio Semanal
La caída del dictador tunecino Zine Abidine Ben Ali a mediados de enero ha provocado una profunda crisis política en África del Norte, una región gobernada desde hace décadas por regímenes corruptos tolerados por los países occidentales. Los célebres “déspotas amigos”, el egipcio Hosni Mubarak, el argelino Abdelaziz Bouteflika, el libio Muammar Gaddafi, y el rey marroquí Mohammed VI podrían ver peligrar su poder si se produce el temido “efecto contagio” de la revuelta en Túnez. Como telón de fondo: economías maltrechas afectadas por la crisis mundial que se desató en 2.008 y el fantasma del islamismo político radical que cada día gana más adeptos en la zona.
Túnez Mon Amour
A pesar que llevaba 23 años en el poder muy pocos sabían fuera de Túnez quién era Ben Alí hasta que la revuelta civil que comenzó a finales de diciembre lo forzó a abandonar precipitadamente el país el 14 de enero poniendo fin a su dictadura. Nacido en 1.936, Zine Abidine Ben Ali bien podría ser considerado un arquetipo de déspota norafricano. Ingeniero de profesión y militar de vocación formado en Francia y Estados Unidos, Ben Alí estuvo en la cocina del poder tunecino desde que el país de independizó de los franceses en 1.956. Nombrado Director General de Seguridad en 1.958 por el primer presidente del país, Habib Burguiba, Ben Alí se transformó rápidamente en el brazo armado de un gobierno que demostró pronto su ferocidad y su falta de respeto por las más elementales normas democráticas. Al mando de las fuerzas militares que reprimieron las revueltas sindicales en los años setenta, Ben Alí llegó a ocupar el cargo de primer ministro del gobierno de Burguiba, hasta que depuso a su mentor en un golpe de estado en 1.987, un movimiento militar tan suave que fue apodado “el golpe médico” ya que el viejo mandatario, considerado “padre de la independencia” estaba enfermo y recluido en palacio desde hacía meses.
Al igual que hicieron la mayor parte de los mandatarios de la región, Burguiba al principio había coqueteado con el socialismo sui generis, al estilo del que cultivaba el libio Muammar Gaddafi, marcado por fuertes de dosis de nacionalismo económico y laicismo religioso. Pero en los últimos años de su gobierno decidió que era mejor hacer negocios que ponerse a construir utopías y abrió la economía a la inversión extranjera permitiendo el desarrollo del sector privado.
Cuando Ben Alí llegó al poder el país estaba sumido en una profunda crisis económica. En 1.989 convocó a elecciones nada más que para guardar las formas, ya que no permitió que se presentaran opositores de peso. Obtuvo la poco creíble suma del 99,27 por ciento de los votos. En 1.994 volvió a repetir la farsa y esta vez le fue aún mejor: sacó el 99,91 por ciento. En 2.002 modificó la constitución porque le impedía repetir mandato y en octubre de 2.009 volvió a presentarse, esta vez dejando que algunos miembros del gobierno compitieran con él, aunque proscribiendo a los partidos islámicos y a los movimientos de izquierda. En esa ocasión sólo consiguió que lo votara el 89,62 por ciento de la población.
Túnez es un país pequeño con apenas diez millones de habitantes y el 40 por ciento de su superficie ocupada por el desierto, así que Ben Alí no tuvo muchos problemas para gobernarlo con mano de hierro. Francia se transformó en su máximo sostén, alentando la inversión en una economía que no tardó en florecer apoyada en el turismo, la agricultura, la industria textil, la explotación de recursos naturales –más que nada los fosfatos- y la especulación inmobiliaria: tener una casa en las cosas africanas se puso de moda entre los ricos europeos. Con 1.250 empresas de procedencia francesa en el territorio París actuó como pantalla política del régimen hasta días antes de su caída. Desde Washington se veía con preocupación la falta de legitimidad democrática, la censura a la prensa y la proscripción de los opositores, pero se guardó respetuoso silencio ante los atropellos porque se consideraba a Ben Alí como una eficaz barrera contra el islamismo radical. Partidario de “la democratización sin prisa” – total para qué apurarse si el poder lo tengo yo – Ben Ali pretendía ser reelecto “por última vez” en 2.014.
La receta funcionó a la perfección durante dos décadas: prosperidad económica a cambio de falta de libertades políticas. Pero en 2.008 llegó la crisis a Occidente y los gobiernos amigos del Mediterráneo la padecieron con especial dureza. En 2.009 la entrada de capital extranjero cayó en un 33 por ciento y la desocupación creció hasta llegar al 13 por ciento actual afectando más que nada a la población joven. Para agravar aún más las cosas, la economía durante los últimos años ha ido quedando en manos de la elite en el gobierno que a veces utiliza métodos expeditivos para apropiarse de los negocios más rentables. Mención especial merece la familia de la mujer del ex dictador, los Trabelsi, dueños de las empresas más lucrativas del país expropiadas alegando razones de seguridad nacional.
En un escenario tan explosivo bastó una chispa para encender la mecha. El 17 de diciembre de 2010 Mohamed Bouaziz, un desempleado de 26 años, se inmoló frente a la alcaldía de su pueblo. Protestaba porque la policía le había confiscado su puesto de frutas y verduras por no tener el permiso que exige la agobiante burocracia nacional. El incidente dio pie a las primeras protestas que fueron creciendo a medida que pasaban los días. El 6 de enero Bouaziz murió en el hospital y la revuelta llegó a las grandes ciudades. Lo demás es historia conocida. El presidente huyó el 14. Francia le negó asilo en su territorio. Los dictadores amigos son incómodos cuando caen en desgracia.
Los fantasmas del faraón
La caída de Ben Alí, en la que tuvieron un rol importante las redes sociales – en especial Twitter y Facebook, permitiendo burlar la censura del régimen y sirviendo de plataforma a la convocatoria de protestas – disparó las alarmas en Egipto, otro vecino del norte de África en manos de un déspota octogenario.
Con una historia similar a la tunecina, sólo que más violenta y con mayores intereses en juego por su tamaño y cercanía con la zona caliente de Oriente Medio, Egipto ha vivido sometido a gobiernos autoritarios durante la mayor parte del tiempo desde que se independizó de Reino Unido en 1.936. En 1.952 el coronel nacionalista Gamal Nasser dio un golpe de estado para acabar con la dinastía del rey Faruk I, demasiado permeable a los intereses británicos. Nasser sobrevivió en 1.956 a un ataque militar de franceses, ingleses e israelíes que intentaron sin éxito deponerlo después de la nacionalización del estratégico canal de Suez. A su muerte por infarto en 1.970, amargado por el fracaso nacional en la Guerra de los Seis Días (1.967) con la que intentó derrotar al estado de Israel, ocupó el poder Anwar el-Sadat. También militar y con ansias de permanencia en el trono, en 1.976 Sadat dejó de lado las veleidades socializantes de su predecesor, rompió lanzas con la Unión Soviética y se acercó a Estados Unidos. Y en 1.979 cometió el peor de los pecados que se pueden cometer en un país árabe: firmó la paz con Israel y reconoció la legitimidad del estado judío. La osadía le costó la vida: en 1.981 el presidente fue asesinado durante un desfile militar por un grupo de oficiales integristas.
El poder acabó en manos de otro militar, Hosni Mubarak, que mantuvo su política de acercamiento a Occidente, llegando a participar incluso en la I Guerra del Golfo contra Irak en 1.991. Propulsor de una economía de mercado pero sin los beneficios de las libertades políticas, Mubarak también mantuvo la farsa electoral para cuidar las formas, siendo reelecto por amplísimas mayorías en 1.987, 1.993, 1.999 y 2.005. En todas ellas impidió participar al principal partido de la oposición, los Hermanos Musulmanes, a los que acusa de querer instaurar una república fundamentalista similar a la iraní. Si su delicado estado de salud no se lo impide – está a punto de cumplir 83 años – y si no se lo lleva por delante una revuelta como la tunecina, Mubarak pretende dejarle el poder a su hijo Gamal 2.011, luego de tres décadas de autocracia. La colaboración de Occidente también ha sido indispensable para mantenerle en el trono.
Durante el transcurso de la pasada semana Egipto vivió con especial virulencia los ramalazos del “efecto contagio” que trajo la revuelta en Túnez. El martes, también gracias a las redes sociales – aunque Twitter está bloqueado – la oposición llevó a cabo las protestas más violentas que se vieron en el país en los últimos años, que se saldaron con un puñado de muertos y centenares de opositores en la cárcel, según denunciaron diferentes organismos de Derechos Humanos.
Pero mientras Túnez tiene una importancia estratégica mínima, la lucha por el poder en Egipto puede llegar a ser atroz. Con 81 millones de habitantes – es el país más poblado del mundo árabe – su frontera con Israel justificó durante décadas que Occidente prefiriera un régimen policial antes que abrir las puertas a la llegada de una teocracia islámica. El carácter urbano y laico de las revueltas de la última semana han encendido las luces de alarma. Mientras Europa guarda silencio y se muestra tímida a la hora de exigir reformas a su aliado, en Estados Unidos Barak Obama parece dispuesto a ir más allá. Esta semana, durante su discurso anual para evaluar el Estado de la Nación, Obama alabó la revolución tunecina. “Permítanme decirlo con claridad” afirmó “Estados Unidos apoya al pueblo de Túnez y las legítimas aspiraciones democráticas de todos los pueblos". La oposición egipcia cree haber descifrado el mensaje.
Las sombras de la guerra civil
Si las cárceles egipcias son famosas por la ferocidad de las torturas que allí se practican, el gobierno de la vecina Argelia bien podría ser considerado el más sanguinario de todos los que gobiernan la región. Con variantes, la historia se repite en este gigantesco país de 35 millones de habitantes. Independizado de Francia en 1.962 luego de una virulenta guerra, el poder quedó en manos del Frente de Liberación Nacional, de tendencia socialista y filosoviética. Luego de un breve idilio revolucionario durante el gobierno de Ben Bella (1.962-65), el poder pasó a manos del ejército con el golpe militar de Houari Boumedienne (1.965-78), quien llevó a cabo un gobierno de corte socialista y laico. Su sucesor, Chadli Bendjedid, (1.978-82), también procedente del ejército, dio un vuelco a la política exterior, se acercó a Occidente y promovió reformas liberales en la economía.
Ante la magnitud de las protestas que se produjeron en 1.988, cuando el país atravesaba una de sus tantas crisis económicas, Bendjedid pensó que lo mejor era promover una apertura democrática y en 1.989 introdujo el multipartidismo. Pero como sucede a menudo en África del norte, al gobierno no le gustaban todos los candidatos que se presentaron y puso palos en la rueda al Frente de Fuerzas Socialistas integrado por antiguas figuras de la revolución del 62, que se inclinó por boicotear los comicios. El resultado fue inesperado y atroz: para expresar su disconformidad con el oficialismo el electorado le dio la victoria al Frente Islámico de Salvación en las elecciones municipales y provinciales de 1.990.
Bendjedid comprendió la magnitud del desastre que se avecinaba y modificó la Ley electoral para hacerle la vida más difícil al FIS, que comenzaba a virar al integrismo fanático con el correr de los meses, pero no fue suficiente para impedir que esta formación ganara la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 1.992. Así las cosas, el ejército decidió dar una patada al tablero democrático y produjo un cruento golpe de estado suspendiendo los comicios y desalojando a Bendjedid del poder. El país se sumió en la guerra civil, una de las más terribles que se dieron en todo el continente durante el siglo XX, un conflicto que costó la vida a cerca de 200 mil personas y que empañó toda la década de los noventa.
En 1.999 ganó unas elecciones en las que no estaban representadas todas las fuerzas políticas del país un antiguo luchador de la guerra de independencia, Abdelaziz Buteflika, que llegó al gobierno con un programa de reconciliación nacional, pálidos intentos de reforma y tímida apertura al islamismo democrático. En 2.000 firmó la paz con las organizaciones islámicas que habían perdido la guerra y en 2.004 fue reelecto con el 83 por ciento de los votos en otras elecciones poco limpias. En 2.009 volvió a ganar los comicios demostrando que es otro autócrata árabe con serias intenciones de morir en el trono. Pero a diferencia lo que sucede en Egipto, en Argelia la oposición tiene serias dudas sobre la conveniencia de salir a las calles a protestar. El fantasma de la guerra civil inmoviliza a los ciudadanos asqueados de la corrupción del régimen y hartos de la censura y la persecución a dirigentes políticos opositores. Francia y España son los principales sostenes económicos y políticos del actual gobierno. El argumento es el mismo de siempre: mejor un autócrata prooccidental que una república islámica.
Con menor dosis de conflicto político, pero atravesados por las mismas tensiones, en el Marruecos de Mohammed VI y en la Libia del ex socialista Muammar Gaddafi también siguen con atención la evolución de la revolución tunecina. En ambos países campean la falta de libertad de expresión, la proscripción de partidos opositores y la corrupción administrativa. Mientras que a Mohammed VI lo mima con especial atención España –hay que destacar que de todos los gobiernos de la zona es el que mayor grado de democracia -, a Gaddafi lo sostiene el amigo italiano Silvio Berlusconi. Pero los tiempos están cambiando y Occidente comienza a preguntarse si no ha llegado la hora de promover cambios en el norte de África, más ahora que la estrella de la revolución iraní de 1.979 parece estar declinando y que el fantasma del islamismo radical no tiene la fuerza que supo ostentar hace tres décadas. La sociedad civil y las fuerzas democráticas de estos cinco países, relativamente ricos en comparación con la pobreza que caracteriza al continente, tienen ante sí una oportunidad histórica.
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29 ago 2010
La historia negra de British Petroleum y sus socios en el golfo de México
Oscar Guisoni
Mucho antes de pasar a llamarse BP, una operación de lavado de imagen que de poco le ha servido, la British Petroleum ostentaba un nombre mucho más prosaico y revelador de sus orígenes y de su historia durante la mayor parte del siglo XX: Anglo Iranian Oil Company, o simplemente la AOIC, a secas. Acostumbrada a sacar tajada de sus contactos con el poder político y a inmiscuirse en los asuntos internos de los países en los que opera, la petrolera inglesa tiene tras de si un profuso prontuario en el que abundan golpes de estados, negocios turbios, pueblos contaminados y accidentes que se podrían haber evitado si la seguridad fuera su norte y no el afán de obtener la mayor cantidad posible de beneficios económicos. Su socio en las operaciones de extracción en el Golfo de México, la norteamericana Halliburton, no se queda atrás a la hora de mostrar currículum delictivo. Juntas ambas empresas han provocado el mayor desastre ecológico desde que existen los océanos. En esta historia, negra como el petróleo, se encuentran también las claves de la tragedia reciente, de lo mucho que se podría haber hecho para evitarla, y por qué no se hizo.
Una empresa del imperio
No habían pasado cuarenta años desde que el norteamericano Edwin Drake extrajera el primer barril de petróleo de la historia, cuando un británico acaudalado y aventurero llamado William Knox D´Arcy, fascinado por las predicciones de un ignoto geógrafo francés sobre la posibilidad de que se encontraran yacimientos en Persia, se lanza en busca del oro negro. A precio de gallina muerta, 20 mil libras y el 16 por ciento de las futuras ganancias durante 60 años, Knox obtiene del Gran Visir persa la concesión para explorar una superficie equivalente al 80 por ciento del actual Irán. Corría el año 1.901 y los primeros resultados hicieron temer a Knox un fracaso, pero el 26 de mayo de 1.908 la fortuna le sonrió cuando se descubrieron los grandes pozos de Masgid Soliman. El petróleo brotaba a menos de 15 metros bajo el suelo y la historia del país estaba a punto de cambiar para siempre.
Ante la magnitud del descubrimiento se pone en pie en Londres la Anglo Iranian Oil Company, que se hace cargo además de otras licencias conseguidas por los compatriotas ingleses en varios países. El gobierno no tarda en adquirir el 51 por ciento de las acciones, con lo cual la AOIC se transforma pronto en una empresa del imperio. Al mismo tiempo empiezan los problemas políticos. A principios de los años veinte llega al poder Reza Khan, un oscuro militar y ex ministro de guerra que no duda en proclamarse Sha e inaugura una turbia dinastía. Siguiendo los pasos del nacionalista turco Ataturk, el nuevo Sha limita los contratos, sube las regalías y le prohíbe a la empresa construir oleoductos, pero ya es demasiado tarde. El negocio es tan magnífico que la AOIC se ha vuelto un estado dentro del estado, tiene barcos y una línea aérea propia, un gobierno con funcionarios y jurisdicción territorial y en algunos sitios hasta se da el lujo de pagar los impuestos directamente a los jefes de las tribus en las que se encuentran los yacimientos, antes que al gobierno iraní. En 30 años sus beneficios multiplicaron por 25 la inversión inicial y el estado inglés había recibido más dinero en impuestos de la Anglo Iranian que el propio gobierno persa.
Con la llegada de la Segunda Guerra, Reza Khan jugó sus fichas con Hitler y perdió. Con el Sha obligado a abdicar en agosto de 1.941, Irán se transformó en un poco encubierto protectorado británico en manos de su hijo, Reza Pahlevi, un fiel colaborador de los Aliados. Pero a principios de la década del cincuenta irrumpe en la vida política el nacionalista Mohammad Mossadeq, que se transforma en primer ministro y nacionaliza el petróleo, acabando con la AIOC, a la que denomina “la fuente de todas las desventuras de esta torturada nación”. La petrolera no se queda de brazos cruzados y rápidamente comienza la labor de desestabilización del nuevo gobierno. Con la colaboración de la CIA, comandada en esos años por Allen Dulles, se pone en marcha un golpe de estado, que acaba con la destitución de Mossadeq en 1.953, luego de un baño de sangre que cuesta la vida de al menos trescientas personas. El Sha impone entonces una violenta dictadura, asesina a los enemigos políticos de la compañía y restituye a la futura BP parte de su poderío, ya que las compañías americanas se quedan con parte de la torta. El episodio es tan traumático que sienta las bases de un profundo descontento popular que tendrá su punto culminante 26 años después, cuando en 1.979 la revolución islamista derroque al Sha expulsando a la compañía definitivamente del país.
BP, mientras tanto, ha extendido sus tentáculos por todo Medio Oriente, y teje y desteje en la siempre complicada política regional, que late al ritmo del petróleo. Hasta su privatización en 1.976 la petrolera no deja de ser un ariete de los intereses de la Corona británica. Ya transformada en compañía privada no pierde los vínculos políticos y con la llegada de los neoconservadores de Ronald Reagan al poder en Estados Unidos, consolida su influencia sobre el gobierno americano. Mientras tanto, su prontuario se mancha con el apoyo descarado al apartheid sudafricano, suministrándole hidrocarburos a su ejército racista.
Durante las últimas décadas, BP afina su puntería política. En Colombia la denuncia en 1.997 Amnistía Internacional por perseguir a “miembros de las comunidades locales implicados en protestas legítimas contra las actividades de las compañías petroleras” aliada con paramilitares y fuerzas policiales que previamente han sido entrenadas en contrainsurgencia por la Defense Systems Limited, una empresa de seguridad privada contratada por la petrolera para que cuide de sus instalaciones. Su última operación política de envergadura es la participación en el golpe de estado de 1.993 que desalojó del poder en Baku al presidente elegido democráticamente Abulfaz Elchibey, para poner al frente de Azerbaijan al ex responsable del KGB soviético Heydar Aliev, otro dictador sangriento incorporado al catálogo de amigos de la vieja Anglo Iranian.
Con Reagan en el poder se comienza a regalarle a las petroleras una legislación que les permite bajar costos gracias a menores exigencias en su política de seguridad y medio ambiente. El punto culminante de esta tendencia política lo llevará a la práctica George Bush junior a partir del 2.000. Bajo la administración republicana se le pone incluso un techo legal de 75 millones de dólares a las indemnizaciones que las empresas del sector deben pagar ante eventuales catástrofes ecológicas, una medida que ahora Barak Obama intenta revertir. Ante semejante desatino, la política de BP es simple: para qué gastar en seguridad si una catástrofe cuesta monedas.
Los resultados saltan a la vista: en 1.991 un estudio del Citizen Action de Washington basado en los análisis de la agencia para la protección del medio ambiente, colocaba a BP entre los 10 principales grandes contaminadores del país. Greenpeace la sitúa unos años más tarde como la principal contaminadora de Escocia y la lista es larga. En la última década la empresa trata de lavarse la cara, sobre todo luego de la gigantesca catástrofe que tiene lugar en Texas en 2.005, cuando la explosión de una de sus refinerías deja 15 trabajadores muertos, 180 heridos y 43 mil personas desplazadas. La investigación concluye que las explosiones fueron causadas “por las deficiencias de la empresa en todos los niveles”, pero altos funcionarios del Departamento de Estado impidieron que se la sangre llegara al río. La empresa terminó pagando una multa irrisoria de 50 millones de dólares.
Los amigos políticos valen su peso en oro. Incluso ahora, con la llegada de la administración Obama, menos propensa a los cantos de sirena de la industria petrolera y ante el aprieto en el que se encuentra la empresa por lo ocurrido en el Golfo de México, sigue teniendo en su agenda personajes poderosos a los que recurrir si hace falta. Según la revista Newsweek, el actual director de la CIA Leon Panetta, el enviado de Obama a Medio Oriente, George Mitchell, el actual Ministro de Salud Pública Tom Daschle y el ex administrador de la EPA Christine Todd Whitman son sólo algunos de los personajes influyentes que mantienen fluidos vínculos con la empresa. Resta por ver si semejante lobby alcanza para salvarle el pellejo ante el mayor desastre ecológico que ha tenido que enfrentar la compañía en toda su historia.
Halliburton: guerra y negocios
Asociada a BP en la tragedia que contamina las aguas del océano Atlántico desde hace ya más de ocho semanas se encuentra otra empresa con un prontuario de solera. Conocida por su amplia participación en la Guerra de Irak y por ser la compañía que dirigió antes de llegar al gobierno el ex vicepresidente norteamericano Dick Cheney, Halliburton es hoy la principal compañía de servicios petroleros de Estados Unidos y la quinta mayor concesionaria militar del Pentágono.
La empresa responsable de colocar el sellado de cemento que falló en el pozo petrolero abierto en el Golfo tiene unos 10 mil trabajadores en todo el mundo y gana más de 15 mil millones de dólares al año. Hasta la llegada de George Bush junior al poder era una compañía importante pero ignota. Pero la elección de Dick Cheney, su ultraconservador consejero durante los noventa, como vicepresidente, le dio la oportunidad de saltar en el ranking de un modo vertiginoso.
En su brillante libro “El ejército de Halliburton” el periodista norteamericano Pratap Chatterjee, editor de Corp Watch y habitual colaborador de Democracy Now! narra el ascenso de la compañía hasta transformarse en el mayor gigante empresarial en la gestión de la guerra y deja en claro que la empresa es un producto directo de la privatización de la defensa militar puesta en marcha por el gobierno americano en las últimas décadas.
Para investigar a Halliburton Chatterjee se hizo accionista de la compañía, lo que le permitió denunciar con conocimiento de causa desde los bochornosos contratos conseguidos sin licitación para reconstruir Irak, miles de millones de dólares que nadie sabe muy bien cómo han sido utilizados, hasta la increíble red de sobornos, comisiones y fraude que involucra a empleadores y subcontratistas de la empresa en Irak y Kuwait, pasando por las enormes negligencias que han tenido como resultado la muerte de civiles americanos y extranjeros en el país ocupado por el ejército de Bush en 2.003. Por si fuera poco, Halliburton ha sido denunciada por practicar el tráfico de seres humanos para llevar trabajadores baratos a Irak, utilizar un sistema de castas para pagar a los trabajadores de acuerdo a su nacionalidad, y dibujar groseros sobre costes junto a las compañías subcontratadas, que terminan inflando las cuentas que se le cobran mensualmente al Pentágono para gestionar la guerra. Entre otros honores, la compañía ostenta el récord de ser una de las que menos personal sindicalizado emplea en su propio país.
El ascenso de Halliburton a las grandes ligas comenzó en realidad en 1.992, cuando Cheney era Secretario de Defensa del gobierno de Bush padre. Un informe confidencial elaborado por el Pentágono cita a la compañía como una de las empresas que puede servir como apoyo logístico para las tropas estadounidenses en zonas de guerra. Poco después Halliburton se hace con un jugoso contrato para operar en los Balcanes que le proporcionó cerca de 2.200 millones de dólares. Cuando Cheney abandona el gobierno se transforma en CEO de la empresa. Bajo su batuta la compañía trepa del puesto 73 al 18 en la lista de proveedores del Pentágono. Y se mancha las manos en un oscuro episodio cuando le vende al coronel Gadafi seis generadores de impulsos de neutrones, violando el bloqueo impuesto por EE.UU a Libia. El incidente se arregla entre amigos, y Halliburton paga una ridícula multa de 3,8 millones de dólares.
En 1.996 la CEM, filial europea de la empresa, se suma a la construcción de un gasoducto en Birmania, un país gobernado por una cruel dictadura militar. Las organizaciones de derechos humanos no tardan en denunciar a Halliburton por usar mano de obra esclava, mientras proliferan los informes que hablan de torturas, violaciones y asesinatos perpetrados por las empresas de seguridad privada contratadas por la compañía.
En 1.997 Cheney contribuye a la creación de un influyente grupo de pensamiento ultraconservador denominado Proyecto para el Nuevo Siglo Americano, una organización que propugna el derrocamiento de Saddam Hussein y que luego habrá de revelarse como una auténtica usina intelectual a la hora de promover la invasión al país mesopotámico. Aunque business are business, y en 1.998 la empresa hace negocios Dresser Industries, una de las empresas que ayudó a Saddam a reconstruir la infraestructura petrolera después de la Primera Guerra del Golfo, en 1.991. A pesar de la prohibición explícita de la administración americana, Halliburton usa sus filiales extranjeras para otros negocios con el dictador iraquí. En esos años también hace negocios en África, ganando jugosos contratos en Angola y Nigeria. El Congreso americano la acusa de haber sobrefacturado trabajos en Kosovo, pero todo queda en la nada.
El 22 de mayo de 2.002, con Cheney ya en el poder, un artículo del New York Times denuncia que la empresa infló artificialmente el precio de sus acciones, lo que motivó una investigación de la SEC (Securities and Exchange Commission), pero tampoco pasa nada. Ese mismo año gana un contrato para suministrar servicios de apoyo militar en Uzbekistán, gobernado por Islam Karimov, otro sangriento dictador poscomunista. En agosto, el escándalo en torno a la empresa crece cuando se descubre que mantiene filiales en paraísos fiscales como las Islas Caimán para eludir impuestos. Aún así, continúa ganando contratos para el Pentágono. Como no podía ser de otra manera, culmina el año anunciando un jugoso business en el recién invadido Afganistán, para cubrir los servicios de las tropas asentadas en Kandahar y Bagram.
En el 2.004 en un arranque de delirio de grandeza la compañía anuncia que pretende perforar nada menos que en Marte con dinero de los contribuyentes americanos, mientras que un juez en París comienza a investigar a Cheney por los pagos de sobornos a funcionarios nigerianos para obtener la construcción de una planta de gas. Con el final de la era Bush la empresa pierde un poco de su protagonismo mediático, pero no deja de recibir denuncias por sus malas prácticas en diferentes lugares del planeta. Con la administración Obama sigue siendo una de las grandes contratistas de defensa. El desastre ecológico provocado en el Golfo de México debido a su ya famosa válvula de cemento defectuosa es apenas una mancha más en un prontuario repleto de episodios oscuros. Al igual que ocurre con BP, ahora confía en que sus amigos políticos en Washington le terminen salvando el pellejo. Y hasta se ha dado el lujo de echarle la culpa a la petrolera inglesa por lo sucedido.
Publicado en Milenio Semanal, México
Mucho antes de pasar a llamarse BP, una operación de lavado de imagen que de poco le ha servido, la British Petroleum ostentaba un nombre mucho más prosaico y revelador de sus orígenes y de su historia durante la mayor parte del siglo XX: Anglo Iranian Oil Company, o simplemente la AOIC, a secas. Acostumbrada a sacar tajada de sus contactos con el poder político y a inmiscuirse en los asuntos internos de los países en los que opera, la petrolera inglesa tiene tras de si un profuso prontuario en el que abundan golpes de estados, negocios turbios, pueblos contaminados y accidentes que se podrían haber evitado si la seguridad fuera su norte y no el afán de obtener la mayor cantidad posible de beneficios económicos. Su socio en las operaciones de extracción en el Golfo de México, la norteamericana Halliburton, no se queda atrás a la hora de mostrar currículum delictivo. Juntas ambas empresas han provocado el mayor desastre ecológico desde que existen los océanos. En esta historia, negra como el petróleo, se encuentran también las claves de la tragedia reciente, de lo mucho que se podría haber hecho para evitarla, y por qué no se hizo.
Una empresa del imperio
No habían pasado cuarenta años desde que el norteamericano Edwin Drake extrajera el primer barril de petróleo de la historia, cuando un británico acaudalado y aventurero llamado William Knox D´Arcy, fascinado por las predicciones de un ignoto geógrafo francés sobre la posibilidad de que se encontraran yacimientos en Persia, se lanza en busca del oro negro. A precio de gallina muerta, 20 mil libras y el 16 por ciento de las futuras ganancias durante 60 años, Knox obtiene del Gran Visir persa la concesión para explorar una superficie equivalente al 80 por ciento del actual Irán. Corría el año 1.901 y los primeros resultados hicieron temer a Knox un fracaso, pero el 26 de mayo de 1.908 la fortuna le sonrió cuando se descubrieron los grandes pozos de Masgid Soliman. El petróleo brotaba a menos de 15 metros bajo el suelo y la historia del país estaba a punto de cambiar para siempre.
Ante la magnitud del descubrimiento se pone en pie en Londres la Anglo Iranian Oil Company, que se hace cargo además de otras licencias conseguidas por los compatriotas ingleses en varios países. El gobierno no tarda en adquirir el 51 por ciento de las acciones, con lo cual la AOIC se transforma pronto en una empresa del imperio. Al mismo tiempo empiezan los problemas políticos. A principios de los años veinte llega al poder Reza Khan, un oscuro militar y ex ministro de guerra que no duda en proclamarse Sha e inaugura una turbia dinastía. Siguiendo los pasos del nacionalista turco Ataturk, el nuevo Sha limita los contratos, sube las regalías y le prohíbe a la empresa construir oleoductos, pero ya es demasiado tarde. El negocio es tan magnífico que la AOIC se ha vuelto un estado dentro del estado, tiene barcos y una línea aérea propia, un gobierno con funcionarios y jurisdicción territorial y en algunos sitios hasta se da el lujo de pagar los impuestos directamente a los jefes de las tribus en las que se encuentran los yacimientos, antes que al gobierno iraní. En 30 años sus beneficios multiplicaron por 25 la inversión inicial y el estado inglés había recibido más dinero en impuestos de la Anglo Iranian que el propio gobierno persa.
Con la llegada de la Segunda Guerra, Reza Khan jugó sus fichas con Hitler y perdió. Con el Sha obligado a abdicar en agosto de 1.941, Irán se transformó en un poco encubierto protectorado británico en manos de su hijo, Reza Pahlevi, un fiel colaborador de los Aliados. Pero a principios de la década del cincuenta irrumpe en la vida política el nacionalista Mohammad Mossadeq, que se transforma en primer ministro y nacionaliza el petróleo, acabando con la AIOC, a la que denomina “la fuente de todas las desventuras de esta torturada nación”. La petrolera no se queda de brazos cruzados y rápidamente comienza la labor de desestabilización del nuevo gobierno. Con la colaboración de la CIA, comandada en esos años por Allen Dulles, se pone en marcha un golpe de estado, que acaba con la destitución de Mossadeq en 1.953, luego de un baño de sangre que cuesta la vida de al menos trescientas personas. El Sha impone entonces una violenta dictadura, asesina a los enemigos políticos de la compañía y restituye a la futura BP parte de su poderío, ya que las compañías americanas se quedan con parte de la torta. El episodio es tan traumático que sienta las bases de un profundo descontento popular que tendrá su punto culminante 26 años después, cuando en 1.979 la revolución islamista derroque al Sha expulsando a la compañía definitivamente del país.
BP, mientras tanto, ha extendido sus tentáculos por todo Medio Oriente, y teje y desteje en la siempre complicada política regional, que late al ritmo del petróleo. Hasta su privatización en 1.976 la petrolera no deja de ser un ariete de los intereses de la Corona británica. Ya transformada en compañía privada no pierde los vínculos políticos y con la llegada de los neoconservadores de Ronald Reagan al poder en Estados Unidos, consolida su influencia sobre el gobierno americano. Mientras tanto, su prontuario se mancha con el apoyo descarado al apartheid sudafricano, suministrándole hidrocarburos a su ejército racista.
Durante las últimas décadas, BP afina su puntería política. En Colombia la denuncia en 1.997 Amnistía Internacional por perseguir a “miembros de las comunidades locales implicados en protestas legítimas contra las actividades de las compañías petroleras” aliada con paramilitares y fuerzas policiales que previamente han sido entrenadas en contrainsurgencia por la Defense Systems Limited, una empresa de seguridad privada contratada por la petrolera para que cuide de sus instalaciones. Su última operación política de envergadura es la participación en el golpe de estado de 1.993 que desalojó del poder en Baku al presidente elegido democráticamente Abulfaz Elchibey, para poner al frente de Azerbaijan al ex responsable del KGB soviético Heydar Aliev, otro dictador sangriento incorporado al catálogo de amigos de la vieja Anglo Iranian.
Con Reagan en el poder se comienza a regalarle a las petroleras una legislación que les permite bajar costos gracias a menores exigencias en su política de seguridad y medio ambiente. El punto culminante de esta tendencia política lo llevará a la práctica George Bush junior a partir del 2.000. Bajo la administración republicana se le pone incluso un techo legal de 75 millones de dólares a las indemnizaciones que las empresas del sector deben pagar ante eventuales catástrofes ecológicas, una medida que ahora Barak Obama intenta revertir. Ante semejante desatino, la política de BP es simple: para qué gastar en seguridad si una catástrofe cuesta monedas.
Los resultados saltan a la vista: en 1.991 un estudio del Citizen Action de Washington basado en los análisis de la agencia para la protección del medio ambiente, colocaba a BP entre los 10 principales grandes contaminadores del país. Greenpeace la sitúa unos años más tarde como la principal contaminadora de Escocia y la lista es larga. En la última década la empresa trata de lavarse la cara, sobre todo luego de la gigantesca catástrofe que tiene lugar en Texas en 2.005, cuando la explosión de una de sus refinerías deja 15 trabajadores muertos, 180 heridos y 43 mil personas desplazadas. La investigación concluye que las explosiones fueron causadas “por las deficiencias de la empresa en todos los niveles”, pero altos funcionarios del Departamento de Estado impidieron que se la sangre llegara al río. La empresa terminó pagando una multa irrisoria de 50 millones de dólares.
Los amigos políticos valen su peso en oro. Incluso ahora, con la llegada de la administración Obama, menos propensa a los cantos de sirena de la industria petrolera y ante el aprieto en el que se encuentra la empresa por lo ocurrido en el Golfo de México, sigue teniendo en su agenda personajes poderosos a los que recurrir si hace falta. Según la revista Newsweek, el actual director de la CIA Leon Panetta, el enviado de Obama a Medio Oriente, George Mitchell, el actual Ministro de Salud Pública Tom Daschle y el ex administrador de la EPA Christine Todd Whitman son sólo algunos de los personajes influyentes que mantienen fluidos vínculos con la empresa. Resta por ver si semejante lobby alcanza para salvarle el pellejo ante el mayor desastre ecológico que ha tenido que enfrentar la compañía en toda su historia.
Halliburton: guerra y negocios
Asociada a BP en la tragedia que contamina las aguas del océano Atlántico desde hace ya más de ocho semanas se encuentra otra empresa con un prontuario de solera. Conocida por su amplia participación en la Guerra de Irak y por ser la compañía que dirigió antes de llegar al gobierno el ex vicepresidente norteamericano Dick Cheney, Halliburton es hoy la principal compañía de servicios petroleros de Estados Unidos y la quinta mayor concesionaria militar del Pentágono.
La empresa responsable de colocar el sellado de cemento que falló en el pozo petrolero abierto en el Golfo tiene unos 10 mil trabajadores en todo el mundo y gana más de 15 mil millones de dólares al año. Hasta la llegada de George Bush junior al poder era una compañía importante pero ignota. Pero la elección de Dick Cheney, su ultraconservador consejero durante los noventa, como vicepresidente, le dio la oportunidad de saltar en el ranking de un modo vertiginoso.
En su brillante libro “El ejército de Halliburton” el periodista norteamericano Pratap Chatterjee, editor de Corp Watch y habitual colaborador de Democracy Now! narra el ascenso de la compañía hasta transformarse en el mayor gigante empresarial en la gestión de la guerra y deja en claro que la empresa es un producto directo de la privatización de la defensa militar puesta en marcha por el gobierno americano en las últimas décadas.
Para investigar a Halliburton Chatterjee se hizo accionista de la compañía, lo que le permitió denunciar con conocimiento de causa desde los bochornosos contratos conseguidos sin licitación para reconstruir Irak, miles de millones de dólares que nadie sabe muy bien cómo han sido utilizados, hasta la increíble red de sobornos, comisiones y fraude que involucra a empleadores y subcontratistas de la empresa en Irak y Kuwait, pasando por las enormes negligencias que han tenido como resultado la muerte de civiles americanos y extranjeros en el país ocupado por el ejército de Bush en 2.003. Por si fuera poco, Halliburton ha sido denunciada por practicar el tráfico de seres humanos para llevar trabajadores baratos a Irak, utilizar un sistema de castas para pagar a los trabajadores de acuerdo a su nacionalidad, y dibujar groseros sobre costes junto a las compañías subcontratadas, que terminan inflando las cuentas que se le cobran mensualmente al Pentágono para gestionar la guerra. Entre otros honores, la compañía ostenta el récord de ser una de las que menos personal sindicalizado emplea en su propio país.
El ascenso de Halliburton a las grandes ligas comenzó en realidad en 1.992, cuando Cheney era Secretario de Defensa del gobierno de Bush padre. Un informe confidencial elaborado por el Pentágono cita a la compañía como una de las empresas que puede servir como apoyo logístico para las tropas estadounidenses en zonas de guerra. Poco después Halliburton se hace con un jugoso contrato para operar en los Balcanes que le proporcionó cerca de 2.200 millones de dólares. Cuando Cheney abandona el gobierno se transforma en CEO de la empresa. Bajo su batuta la compañía trepa del puesto 73 al 18 en la lista de proveedores del Pentágono. Y se mancha las manos en un oscuro episodio cuando le vende al coronel Gadafi seis generadores de impulsos de neutrones, violando el bloqueo impuesto por EE.UU a Libia. El incidente se arregla entre amigos, y Halliburton paga una ridícula multa de 3,8 millones de dólares.
En 1.996 la CEM, filial europea de la empresa, se suma a la construcción de un gasoducto en Birmania, un país gobernado por una cruel dictadura militar. Las organizaciones de derechos humanos no tardan en denunciar a Halliburton por usar mano de obra esclava, mientras proliferan los informes que hablan de torturas, violaciones y asesinatos perpetrados por las empresas de seguridad privada contratadas por la compañía.
En 1.997 Cheney contribuye a la creación de un influyente grupo de pensamiento ultraconservador denominado Proyecto para el Nuevo Siglo Americano, una organización que propugna el derrocamiento de Saddam Hussein y que luego habrá de revelarse como una auténtica usina intelectual a la hora de promover la invasión al país mesopotámico. Aunque business are business, y en 1.998 la empresa hace negocios Dresser Industries, una de las empresas que ayudó a Saddam a reconstruir la infraestructura petrolera después de la Primera Guerra del Golfo, en 1.991. A pesar de la prohibición explícita de la administración americana, Halliburton usa sus filiales extranjeras para otros negocios con el dictador iraquí. En esos años también hace negocios en África, ganando jugosos contratos en Angola y Nigeria. El Congreso americano la acusa de haber sobrefacturado trabajos en Kosovo, pero todo queda en la nada.
El 22 de mayo de 2.002, con Cheney ya en el poder, un artículo del New York Times denuncia que la empresa infló artificialmente el precio de sus acciones, lo que motivó una investigación de la SEC (Securities and Exchange Commission), pero tampoco pasa nada. Ese mismo año gana un contrato para suministrar servicios de apoyo militar en Uzbekistán, gobernado por Islam Karimov, otro sangriento dictador poscomunista. En agosto, el escándalo en torno a la empresa crece cuando se descubre que mantiene filiales en paraísos fiscales como las Islas Caimán para eludir impuestos. Aún así, continúa ganando contratos para el Pentágono. Como no podía ser de otra manera, culmina el año anunciando un jugoso business en el recién invadido Afganistán, para cubrir los servicios de las tropas asentadas en Kandahar y Bagram.
En el 2.004 en un arranque de delirio de grandeza la compañía anuncia que pretende perforar nada menos que en Marte con dinero de los contribuyentes americanos, mientras que un juez en París comienza a investigar a Cheney por los pagos de sobornos a funcionarios nigerianos para obtener la construcción de una planta de gas. Con el final de la era Bush la empresa pierde un poco de su protagonismo mediático, pero no deja de recibir denuncias por sus malas prácticas en diferentes lugares del planeta. Con la administración Obama sigue siendo una de las grandes contratistas de defensa. El desastre ecológico provocado en el Golfo de México debido a su ya famosa válvula de cemento defectuosa es apenas una mancha más en un prontuario repleto de episodios oscuros. Al igual que ocurre con BP, ahora confía en que sus amigos políticos en Washington le terminen salvando el pellejo. Y hasta se ha dado el lujo de echarle la culpa a la petrolera inglesa por lo sucedido.
Publicado en Milenio Semanal, México
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British Petroleum,
Ecología
20 ago 2010
Cien años sin Tolstoi
Ahora estás muriendo en la estación de Astápovo
Y las noticias vuelan sobre Rusia.
La muerte está en tu rostro, tu rostro está en los diarios
Y cae y cae la nieve sobre lo irreparable.
Van y vienen los trenes sobre el imperio blanco
William Ospina
Palabras de la condesa Sonia en la estación de Astápovo el invierno de 1.910
CIEN AÑOS SIN TOLSTOI
Oscar Guisoni
La escena es insuperable. Ni en sus propias novelas se había visto algo así. El telón de fondo: la convulsa Rusia de 1.910. El personaje principal: Lev Tolstói, un anciano de 82 años célebre en el mundo entero, tal vez el mayor novelista que ha conocido el siglo XIX. El lugar: la finca de Yásnaia Poliana, donde el escritor ha pasado casi toda su vida. Hace tiempo ya que la existencia inusualmente larga para su época se le ha vuelto insoportable. Constantes tensiones con su familia que comienza a disputarse su herencia mientras él vive, la Iglesia Ortodoxa que lo excomulga en 1.901, la muerte de Masha su hija predilecta en 1.906, el destierro político de su discípulo y amigo Chertkov, y por último, la piedra que hará rebalsar el vaso: su mujer espía su Diario íntimo y él estalla “Me están destrozando. Quiero huir de todos” escribe el 24 de septiembre en ese texto que ha llevado con voluntad de hierro desde que tenía apenas 19 años, como si ya presintiera en ese entonces el lugar que estaba destinado a ocupar en el mundo de las letras.
En la noche del 27 al 28 de octubre Tolstói toma una decisión insólita, radical, que ha venido meditando desde hace tiempo. Abandonarlo todo. Deja su hogar, su mujer que lo acompaña desde hace 48 años, sus hijos, sus propiedades que tantas veces quiso entregar a los campesinos avergonzado de sus privilegios de noble, sus manuscritos. Y parte como un mendigo, en compañía de su hija Alexandra, su más ferviente admiradora y un discípulo médico. Primero piensa internarse en un monasterio, así que visita a su hermana María, que es monja. Pero tiene miedo que lo alcancen así que pronto sigue su camino. Pero el viejo león ya no está para estas batallas. Y la fuga hacia ninguna parte se transforma en viaje hacia la muerte. Subido en esos trenes que tanto le fascinan y que han sido escenario de algunas de las escenas más conmovedoras de sus novelas, comienza a sentirse mal, tiene fiebre. Es así como llega a la pequeña estación ferroviaria de Astápovo. El jefe de estación no lo puede creer cuando le dicen que ese anciano achacoso y enfermo es nada menos que Lev Tolstói. Le ofrece su cama, su humilde cama de empleado ferroviario, que es lo único que tiene para ofrecer. Pero al gran mago de las letras ya nada le alcanza, tiene neumonía. Y a las 6 de la mañana del 20 de noviembre Tolstói muere. Y lo hace como vivió, descarnado y pasional, extremo, en la cama de un hombre pobre, artífice hasta el final de su destino, el último suspiro de una voluntad extraordinaria que un siglo después sigue sorprendiendo con sus obras poderosas. Su capacidad para describir lo que ve, transmitir la psicología de sus personajes y entusiasmar con su amor por la naturaleza no ha sido todavía igualada.
EL HOMBRE QUE QUISO SER PERFECTO
“Yo creo que describir a un hombre es algo imposible” escribe el conde Lev Tolstói en sus Diarios (Ed. Acantilado, 2008) el 4 de julio de 1.851 “pero si es posible describir el efecto que produce en uno”. Mientras escribe esto Tolstói es un soldado, se encuentra en una tienda de campaña, hace unas horas ha salido “de correrías” a un campamento de enemigos chechenios, se reconoce como un noble pero lamenta su lascivia “me emborraché y dormí con una mujer; todo esto es muy malo y me aflige mucho” y al mismo tiempo que trata de evitar su desastrosa pasión por el juego prepara en sus tiempos libres “una novela”. Tiene sólo 23 años. Para inspirarse se recuesta detrás del campamento en plena noche boca arriba a mirar las estrellas y luego se pregunta cómo hacer para describir “lo que veo”. Pero, ¿es posible esto? “¿Acaso se puede transmitir a otra persona la manera que uno tiene de percibir la naturaleza?”.
Lo primero que produce Tolstói a quien se acerque a su obra es fascinación. Lev, o León para quienes gustan traducir los nombres – una costumbre que Tolstói cultivó también en las más de diez mil cartas que escribió en vida -, es un hombre de una gran vitalidad, capaz de estar hoy combatiendo en el ejército, mañana darse una vuelta por San Petersburgo con la intención de disfrutar de la vida mundana de la ciudad que detesta pero que tanto le atrae, volver luego a su entrañable finca de Yásnaia Poliana y ponerse a cultivar la tierra empuñando el arado con sus propias manos, para después marcharse a los campos de Borodinó, donde se produjo la célebre batalla entre el ejército ruso y el invasor Napoleón Bonaparte para poder contar así con gran detalle el episodio en Guerra y Paz (Mondadori, 2.007), una de sus obras maestras. De hecho, no hay texto de Tolstói en el que no se respire esa sensación de “te lo estoy contando porque estuve ahí” y no hay personaje que no se base en personas que él conoció, a las que tuvo oportunidad de escrutar con su obsesiva mirada.
Lev Nikoláievich Tolstói había nacido el 28 de agosto de 1.828 en el seno de una familia noble. Eran tan ricos que el abuelo materno mandaba la ropa a lavar a Holanda, su abuela tenía un ciervo ciego que le recitaba cuentos todas las noches y Lev y sus hermanos tuvieron desde pequeños un sirviente de su misma edad destinado a ser su esclavo toda la vida. Esa aristocracia superficial y vacía que tanto habría de detestar en su vida adulta y a la que describiría con maestría en Anna Karenina (Cátedra, 2008) y Guerra y Paz fue el caldo donde Lev forjó su extraordinaria cultura, aunque siempre primó en él más el impulso del autodidacta que la educación recibida, que le parecía absurda e inútil.
En sus Diarios se percibe desde el comienzo una personalidad caótica que necesita imponerse “reglas” para vivir sin sucumbir a sus pasiones. “Regla 13)” escribe el 16 de junio de 1.847 “Vive siempre peor de lo que podrías vivir. 14) No cambies tu forma de vida aún si te has hecho más rico”, y luego “Reglas para someter a la voluntad el sentimiento de amor: 1) Aléjate de las mujeres. 2) Mortifica tus deseos con trabajos rudos”. Así como las escribe las incumple. Luego vuelve arrepentido a su diario y para no volver a caer en el caos se fija tareas diarias. “Mañana de 8 a 10, leer, luego, comer y descansar, después de 4 a 6 escribir, de 6 a 8 estudiar idiomas”. El 21 de diciembre de 1.850 anota “No leer novelas” y el 24 de ese mismo mes “Jugar a las cartas sólo en caso de emergencia”.
Luego de abandonar la carrera de derecho pasa algunos años en el ejército, una experiencia que lo marcará para siempre permitiéndole luego escribir las más memorables escenas de batallas del siglo XIX. Entre 1.854 y 1.855 lucha en la Guerra de Crimea mientras publica sus primeras obras importantes, la trilogía Infancia, Adolescencia y Juventud (Alianza Ed. 2007). Cuando regresa del frente se instala en San Petersburgo. Tiene sólo 27 años y ya es un escritor célebre en su país. En la ciudad se dedica al juego, una de sus pasiones destructivas que lo llevará a endeudarse y perder parte de su propiedad. Como recuerda luego en su desgarrador testimonio Confesión (Ed. Acantilado, 2008) durante esos años comienza a gestarse su primera crisis moral, donde se pregunta “¿Qué es la vida?” y se impone a si mismo una tarea imposible: ser un hombre perfecto.
En 1.857 emprende un viaje por Europa y comienza una tormentosa relación amistosa con el escritor Iván Turguéniev, con quién más tarde litigará retándolo a duelo para reconciliarse 18 años después. En ese viaje comienza a despertarse una de sus grandes pasiones: la pedagogía, a la que dedicará grandes energías una vez regresado a Rusia. Su relación con la literatura comienza a volverse un tormento. Su fama le satisface el ego, “tengo hambre de gloria” escribe, pero le produce repulsión. Así que deja de escribir durante un tiempo hasta que en 1.862 vuelve a hacerlo luego de quedarse en la ruina jugando a las cartas. Ese año se casa con Sofía Bers, la mujer que será la madre de sus trece hijos y lo acompañará casi hasta sus últimos días.
EL LEON ENCADENADO
A partir de ese momento comienza su periodo más creativo. Al tiempo que nace su primer hijo comienza a escribir Guerra y Paz, un texto que le llevará seis agotadores años de trabajo y que lo volverá famoso a nivel mundial. “Sin falsa modestia, creo que es algo así como La Ilíada” dice de su obra, uno de los grandes textos de la literatura universal, en la que aparecen más de 600 personajes, de los cuales 200 existieron en la realidad, 20 batallas y un sinnúmero de escenas que trazan un fresco extraordinario de los primeros años del siglo XIX en Rusia. Perfeccionista maníaco, para vestir correctamente a sus personajes consulta libros de historia de la moda, revisa archivos, viaja a los lugares donde sucedieron los hechos. La novela, de más de 1.300 páginas, no sigue un hilo argumental, una auténtica revolución para su tiempo.
Cuando termina el libro se deprime. “Mi vida se había detenido” escribe en Confesión. Comienza a meditar sobre la injusticia del mundo, cede los derechos de sus obras, y si no fuera porque su familia se lo impide, hubiera entregado también sus propiedades a los campesinos. Sus ideas de que la tierra no puede tener propietarios comienzan a traerle problemas políticos. Decide otra vez abandonar la literatura pero en 1.873 vuelve para escribir la que ha sido considerada su obra maestra: Anna Karenina. En esta novela monumental la historia se centra en torno a Anna, una mujer de la nobleza, casada e infeliz, que sucumbe a un romance clandestino. Incapaz de llevar adelante su adulterio con hipocresía la heroína se enfrenta a la sociedad de su época que la rechaza hasta empujarla al suicidio. Aquí despliega Tolstói sus grandes dotes de observador psicológico hasta niveles pocas veces alcanzados por la literatura universal. Entre los personajes secundarios incluye a Lievin, un noble propietario de tierras envuelto en los mismos dilemas morales que su creador, hecho a su imagen y semejanza.
Pero los éxitos no hacen más que reforzar su sensación de león encadenado. Yásnaia Poliana se vuelve un lugar de peregrinaje. Por allí pasan los grandes escritores rusos, dirigentes políticos, intelectuales extranjeros. Tolstói se escribe con personalidades de la talla de Bernard Shaw, Rainer Maria Rilke, Máximo Gorki y Gandhi, a quien explica su teoría de la “no-resistencia al mal”, ideas que tuvieron una gran influencia en el líder indio. Reniega de la religión tal y como la entiende la Iglesia Ortodoxa y se inclina por un cristianismo primitivo, radical, coherente con la prédica de Cristo sobre las bondades de la pobreza y la propiedad comunitaria de la tierra, lo que lleva a que lo excomulguen en 1.901. Mientras tanto, mantiene una relación tensa con su familia – su esposa intenta el suicidio – y con la literatura, a la que abandona para dedicarse a escribir textos místicos y estudios literarios, como el que dedicó a destruir la figura de Shakespeare, su gran antagonista literario. Pero no puede evitar regresar a la ficción y cuando lo hace deslumbra. En 1.889 da a conocer la Sonata a Kreutzer (Acantilado, 2003), un pequeño relato magistral, y en 1.899 publica la extraordinaria Resurrección (Pre-Textos, 1.999), la última de sus grandes novelas. Durante los últimos años de su vida trabaja en Hadji Murad (Cátedra, 1997), una obra maestra que concluye en 1.904 pero que se publica después de su muerte. Controlado por la policía después de la revolución de 1.905, su obra es censurada en su país y muchos de sus últimos textos sólo se publican en el extranjero. Poderoso y amargado, agobiado por su fama, Tolstói pasa sus últimos años meditando la imposible huída que protagonizará en 1.910, un mes antes de su muerte. Su desaparición marca el fin de una época en la literatura mundial. El mundo que describió desaparecerá para siempre de la faz de la tierra siete años más tarde, con la Revolución de Octubre. Su obra permanece inmune al paso del tiempo.
RECUADRO
PARA LEER A TOLSTOI
Como sucede con los grandes autores clásicos, para leer a Tolstói es necesario elegir las buenas traducciones. Entre las muchas ediciones de su obra que se pueden encontrar en liberías merecen especial atención la edición que hizo Josefina Pérez Sacristán de Anna Karenina (Cátedra), la versión inédita de Guerra y Paz (Mondadori – Traducción de Gala Arias Rubio); la extraordinaria versión de Resurrección (Ed. Pre-Textos, que será reeditada pronto) y, por su cuidado y el empeño de hacer conocer en el mundo en español algunos textos que hasta ahora no se habían publicado, los cinco títulos publicados por el Editorial Acantilado: Diarios (1.847-1894); Diarios (1.895-1.910); Confesión; Sonata a Kreutzer y Correspondencia (una selección de sus mejores cartas hecha por la especialista Selma Ancira).
10 may 2010
Los Wittgenstein
UNA FAMILIA DEL SIGLO XX
Oscar Guisoni
A sus hijas las pintó Gustav Klimt y las trató de sus dolencias psíquicas Sigmund Freud mientras la familia se codeaba con músicos como Mahler y Richard Strauss. Y sus hijos, cuando no eligieron el suicidio, se transformaron en celebridades del siglo XX: uno por ser un pianista manco para el que Maurice Ravel compuso su célebre Concierto para la mano izquierda, el otro por ser nada más y nada menos que Ludwig Wittgenstein, uno de los más alucinantes y herméticos filósofos del siglo XX. Un extraordinario libro del escritor inglés Alexander Waugh (Lumen, 2.009) saca a la luz los entretelones de una familia cuya historia atraviesa el siglo que cambió para siempre el rostro del mundo.
ANTES DE QUE TODO ESTALLE
El padre, Karl Wittgenstein, resumía sobre sus espaldas la historia del Imperio Austro-húngaro en el seno del cual había forjado su fortuna. Judío converso, patricio autoritario, amante del arte, melómano rabioso y hábil para los negocios, coció su fortuna vendiéndole rieles de ferrocarril al zar de Rusia Nicolás II, llevando sus riesgos comerciales al límite hasta el punto de ofrecer las mercancías antes de saber si las iba a poder fabricar. Nacido en 1.847, vivió toda su vida bajo el reinado del emperador Francisco José I, el último monarca de la dinastía de los Habsburgo y murió en 1.913, un año antes de que el Imperio entrara en la I Guerra Mundial de la que saldría derrotado y deshecho.
Pero para entender el mundo en el que Karl crió a sus nueve hijos es necesario esbozar un retrato de la Viena de aquellos años en los que la capital de Austria era también la capital cultural de Occidente. Dinámica y sucia, como la describía la popular guía turística de 1.902 de María Hornor Lansdale, en ella convivían los mil pueblos del fragmentario imperio (serbios, croatas, montenegrinos, húngaros, rumanos, búlgaros) y los mejores talentos de la época. La ciudad que había visto crecer a Mozart se permitía el lujo de contener entre sus paredes escritores de la talla de Robert Musil o Stefan Zweig, junto a músicos como Brahms, Strauss o Gustav Mahler, todos asiduos de las veladas musicales que los Wittgenstein organizaban en su espléndido palacio dentro del que habían mandado a construir una de las mejores salas musicales privadas de la ciudad.
Pero mientras Sigmund Freud elaboraba sus teorías psicoanalíticas y el vanguardista Gustav Klimt pintaba con furor erótico las damas de la alta sociedad, la capital austrohúngara era también el epicentro de un mundo a punto de desmoronarse.
El emperador Francisco José llevaba medio siglo en el trono (llegó a ser el monarca de Europa que más años sostuvo la corona sobre su cabeza) y no tenía herederos directos, por lo que su sucesión representaba un auténtico dolor de cabeza. Su hermano Maximiliano había sido fusilado en México después de su patética proclamación como emperador del país apoyado por los franceses, su cuñada había enloquecido, su esposa (la célebre emperatriz Sisí) fue asesinada en Ginebra, y su único hijo, el príncipe Rudolf, se pegó un tiro en un suicido pactado con su mujer, por lo que no le quedó otra opción que nombrar heredero al antipático Francisco Fernando, su sobrino.
A los Wittgenstein también los había visitado la tragedia desde temprano. Su hija Dora había muerto con apenas unos meses en 1.876, el primogénito Johannes desapareció misteriosamente en 1.902 con apenas 25 años de edad, su hijo Rudolf se suicidó en Berlín en 1.904, al parecer por la enorme culpa que le generaba su latente homosexualidad y el rebelde Konrad terminó pegándose también un tiro al final de la I Guerra Mundial antes de ser atrapado por los italianos en octubre de 1.918. Los únicos varones sobrevivientes, Ludwig y Paul habrían de vivir con el fantasma del suicidio toda su vida. Las mujeres acabarían solteras, como le sucedió a Hermine, la hermana mayor, o sentadas en el sillón de Freud, como le ocurrió a Gretl, a quien Klimt había pintado en su juventud cuando todavía era una belleza erótica.
En 1.913, mientras papá Karl agonizaba consumido por un cáncer de garganta, Viena y el imperio sienten que todo está a punto de volar por los aires. Los intelectuales lo desean y así lo manifiestan en sus obras y la gente común también parece estar harta de los fastos imperiales y la sensación de vacío que se había instalado en la vida cotidiana. “Mantengo la esperanza de que se produzca una erupción de una vez por todas” escribe Ludwig desde Londres, donde se ha desplazado a estudiar filosofía como discípulo del célebre Bertrand Russell “de manera que pueda convertirme en una persona diferente”. Su hermano Paul, que deberá esperar a la muerte de Karl para poder debutar finalmente como pianista eludiendo el destino prefigurado de hombre de negocios que su progenitor le había reservado, también espera un acontecimiento que le de sentido a su vida. El 28 de junio de 1.914 el estallido que todos esperaban llegó. Un estudiante nacionalista serbio, Gavrilo Princip, asesinó a balazos en Sarajevo al heredero Francisco Fernando y su mujer Sofía. La primera Gran Guerra de la humanidad estaba a punto de comenzar.
GUERRA, RUINA Y FAMA
El libro de Alexander Waugh se lee como si fuera una novela. Y pronto la tragedia de los Wittgenstein comienza a entrelazarse con la gran tragedia del siglo XX. Con Austria en guerra, Paul y Ludwig deciden alistarse en el ejército, como fieles exponentes de una época en la que los ricos aún peleaban en los frentes de batalla. En ese momento culminante de su poderío la fortuna de la familia era una de las mayores del mundo.
A Paul lo destinan al frente del este, a pelear con los rusos. En una de sus primeras misiones es herido de gravedad en el brazo derecho. Los médicos deciden extirpárselo y cuando se encuentran en medio de la operación los rusos ocupan la ciudad y lo toman prisionero. Con los colgajos de la herida aún sin cerrar, el pianista pródigo que hace menos de un año ha encandilado a Viena en su debut es llevado de un hospital a otro por toda Rusia, ya que el corrupto sistema sanitario del zar Nicolás II paga a cada centro por la cantidad de heridos que atiende, razón por la cual los nosocomios se pasan los enfermos de ciudad en ciudad para recibir más dinero. Paul viaja en vagones atestados de prisioneros enfermos que en más de una ocasión llegan muertos a su destino. Cuando deja de ser considerado un enfermo lo trasladan a Siberia, a la misma prisión donde años atrás estuvo prisionero el escritor Fiódor Dostoievsky.
Mientras su familia teme que la prisión lo incline hacia el suicidio, la eterna maldición, Paul se aferra a la música y practica con su mano izquierda en cajas de cartón a las que pinta teclas, logrando entretener a los desahuciados prisioneros con su repiqueteo. En 1.916, luego de un largo proceso, se lo incluye en un canje de prisioneros y retorna a Viena. A pesar de que los rusos le han advertido de que si vuelve a pelear y cae prisionero nuevamente lo condenarán a muerte, Paul vuelve al ejército unos meses después. Cuando la guerra se acerca a su fin, y cada está más claro que el Imperio será derrotado, el que cae prisionero es Ludwig en el frente italiano, mientras su otro hermano Konrad prefiere el suicidio a sufrir el destino que la guerra ha deparado a los varones de la familia. Cuando la contienda acaba la familia Wittgenstein se encuentra con que ha perdido un hijo, el otro ha quedado discapacitado y su fortuna se ha visto reducida a la mitad, consumida por la inflación y afectada por el desastre del imperio.
Ludwig mientras tanto ha aprovechado la guerra para escribir y ese cúmulo de reflexiones que intercambia con su amigo Bertrand Russell terminará por transformarse en 1.921 en el célebre Tractatus Logico-Philosophicus, su obra maestra y que estará destinado a tener una gran influencia en toda la filosofía del siglo XX. El libro abre la puerta a la llamada “filosofía del lenguaje” y tuvo una enorme influencia en el positivismo lógico y en el desarrollo posterior de la filosofía analítica, una de las grandes escuelas de pensamiento del siglo. Aunque Ludwig murió convencido de que no se lo había sabido interpretar, ya que según él el libro debería leerse como un texto ético. Su segunda obra, Investigaciones Filosóficas, publicada luego de la muerte del filósofo en 1.953, se adentra en los problemas de la semántica y las cuestiones conceptuales en torno al uso del lenguaje. Su influencia aún puede rastrearse en nuestros días y su significado es aún objeto de discusión, como toda la obra de Wittgenstein.
Su pensamiento radical lleva a Ludwig a rechazar su parte en la herencia del padre. Los hermanos se escandalizan pero cuando llega la crisis de 1.930 ellos también se encuentran con que han invertido gran parte de su herencia en bonos de Wall Street y ven con impotencia como la otrora poderosa fortuna se les esfuma entre las manos.
Paul mientras tanto comienza a gastar su herencia encargando obras a reconocidos compositores del momento, como Maurice Ravel y el vanguardista Sergei Prokofiev, para que escriban obras que puedan ser interpretadas sólo con la mano izquierda. La calidad de las partituras y su destreza técnica, unido a la fascinación que despierta el pianista manco sobre el escenario, lo convierte rápidamente en una celebridad internacional. La obra hermética de su hermano filósofo también gana adeptos y cuando los hermanos Wittgenstein se encuentran en la cumbre de su fama un antiguo compañero de pupitre de Ludwig llega al poder en Alemania: Adolf Hitler.
LA CAIDA DE LA CASA WITTGENSTEIN
La llegada de los nazis al poder en Alemania no fue percibida por los hermanos Wittgenstein como una gran amenaza en un comienzo. Ludwig se decía de izquierdas pero en realidad su filosofía era abstracta y centrada en el lenguaje. Suya es la famosa frase “De todo lo que no se puede hablar es mejor callar”. Mientras que Paul era un derechista acérrimo que llegó incluso a financiar la versión austríaca del nazismo. Las mujeres, a excepción de Gretl – que se codeaba con la diplomacia de media Europa – permanecían ajenas al devenir político de su tiempo.
Cuando Adolf Hitler decide anexarse Austria en 1.938 la familia comienza a tener inesperados problemas. Como todos habían sido educados en la fe católica casi habían olvidado los orígenes judíos de papá Karl, un detalle que no pasó desapercibido para las nuevas autoridades nazis. Con las arcas del Tercer Reich ávidas de dinero para fabricar armas, Alemania comienza a requisar las grandes fortunas de origen judío y les exige que retornen sus inversiones en el extranjero a cambio de una cierta inmunidad.
Ante la nueva situación, Ludwig decide permanecer en Londres y Paul abandona el país clandestinamente ya que no se le permite realizar conciertos ni dar clases. Las hermanas son encarceladas un breve tiempo por los nazis hasta forzar a la familia a que regrese su fortuna depositada en el exterior. Es el golpe de gracia al poderío de los Wittgenstein. La disputa por el retorno del dinero hará estallar también la relación de los hermanos entre si que no volverá a restituirse. Los restos de una de las grandes fortunas europeas de principio de siglo, los valores que se habían salvado del crack de 1.929, terminan de esa forma en manos de Adolf Hitler.
Cuando la contienda bélica culmina la estrella de Paul comienza a apagarse. Refugiado en Nueva York, su técnica con el piano se debilita, mientras la obra filosófica de su hermano va ganando celebridad. Finalmente, el único Wittgenstein a quien el mundo recordará será al raro filósofo, que morirá en Cambridge en 1.951, su hermano morirá en Estados Unidos en 1.961. Años más tarde Bertrand Russell recordará aquella frase con la que Ludwig le disparó para que le dijera si se tenía que dedicar a la filosofía o no: “¿Puede por favor decirme si soy un completo idiota o no?”. Luego, como testimonio de la locura y genialidad del filósofo, Russell recuerda: “le pedí que admitiera que no había rinocerontes en la habitación y se negó”.
Publicado en Arcadia, Colombia.
Oscar Guisoni
A sus hijas las pintó Gustav Klimt y las trató de sus dolencias psíquicas Sigmund Freud mientras la familia se codeaba con músicos como Mahler y Richard Strauss. Y sus hijos, cuando no eligieron el suicidio, se transformaron en celebridades del siglo XX: uno por ser un pianista manco para el que Maurice Ravel compuso su célebre Concierto para la mano izquierda, el otro por ser nada más y nada menos que Ludwig Wittgenstein, uno de los más alucinantes y herméticos filósofos del siglo XX. Un extraordinario libro del escritor inglés Alexander Waugh (Lumen, 2.009) saca a la luz los entretelones de una familia cuya historia atraviesa el siglo que cambió para siempre el rostro del mundo.
ANTES DE QUE TODO ESTALLE
El padre, Karl Wittgenstein, resumía sobre sus espaldas la historia del Imperio Austro-húngaro en el seno del cual había forjado su fortuna. Judío converso, patricio autoritario, amante del arte, melómano rabioso y hábil para los negocios, coció su fortuna vendiéndole rieles de ferrocarril al zar de Rusia Nicolás II, llevando sus riesgos comerciales al límite hasta el punto de ofrecer las mercancías antes de saber si las iba a poder fabricar. Nacido en 1.847, vivió toda su vida bajo el reinado del emperador Francisco José I, el último monarca de la dinastía de los Habsburgo y murió en 1.913, un año antes de que el Imperio entrara en la I Guerra Mundial de la que saldría derrotado y deshecho.
Pero para entender el mundo en el que Karl crió a sus nueve hijos es necesario esbozar un retrato de la Viena de aquellos años en los que la capital de Austria era también la capital cultural de Occidente. Dinámica y sucia, como la describía la popular guía turística de 1.902 de María Hornor Lansdale, en ella convivían los mil pueblos del fragmentario imperio (serbios, croatas, montenegrinos, húngaros, rumanos, búlgaros) y los mejores talentos de la época. La ciudad que había visto crecer a Mozart se permitía el lujo de contener entre sus paredes escritores de la talla de Robert Musil o Stefan Zweig, junto a músicos como Brahms, Strauss o Gustav Mahler, todos asiduos de las veladas musicales que los Wittgenstein organizaban en su espléndido palacio dentro del que habían mandado a construir una de las mejores salas musicales privadas de la ciudad.
Pero mientras Sigmund Freud elaboraba sus teorías psicoanalíticas y el vanguardista Gustav Klimt pintaba con furor erótico las damas de la alta sociedad, la capital austrohúngara era también el epicentro de un mundo a punto de desmoronarse.
El emperador Francisco José llevaba medio siglo en el trono (llegó a ser el monarca de Europa que más años sostuvo la corona sobre su cabeza) y no tenía herederos directos, por lo que su sucesión representaba un auténtico dolor de cabeza. Su hermano Maximiliano había sido fusilado en México después de su patética proclamación como emperador del país apoyado por los franceses, su cuñada había enloquecido, su esposa (la célebre emperatriz Sisí) fue asesinada en Ginebra, y su único hijo, el príncipe Rudolf, se pegó un tiro en un suicido pactado con su mujer, por lo que no le quedó otra opción que nombrar heredero al antipático Francisco Fernando, su sobrino.
A los Wittgenstein también los había visitado la tragedia desde temprano. Su hija Dora había muerto con apenas unos meses en 1.876, el primogénito Johannes desapareció misteriosamente en 1.902 con apenas 25 años de edad, su hijo Rudolf se suicidó en Berlín en 1.904, al parecer por la enorme culpa que le generaba su latente homosexualidad y el rebelde Konrad terminó pegándose también un tiro al final de la I Guerra Mundial antes de ser atrapado por los italianos en octubre de 1.918. Los únicos varones sobrevivientes, Ludwig y Paul habrían de vivir con el fantasma del suicidio toda su vida. Las mujeres acabarían solteras, como le sucedió a Hermine, la hermana mayor, o sentadas en el sillón de Freud, como le ocurrió a Gretl, a quien Klimt había pintado en su juventud cuando todavía era una belleza erótica.
En 1.913, mientras papá Karl agonizaba consumido por un cáncer de garganta, Viena y el imperio sienten que todo está a punto de volar por los aires. Los intelectuales lo desean y así lo manifiestan en sus obras y la gente común también parece estar harta de los fastos imperiales y la sensación de vacío que se había instalado en la vida cotidiana. “Mantengo la esperanza de que se produzca una erupción de una vez por todas” escribe Ludwig desde Londres, donde se ha desplazado a estudiar filosofía como discípulo del célebre Bertrand Russell “de manera que pueda convertirme en una persona diferente”. Su hermano Paul, que deberá esperar a la muerte de Karl para poder debutar finalmente como pianista eludiendo el destino prefigurado de hombre de negocios que su progenitor le había reservado, también espera un acontecimiento que le de sentido a su vida. El 28 de junio de 1.914 el estallido que todos esperaban llegó. Un estudiante nacionalista serbio, Gavrilo Princip, asesinó a balazos en Sarajevo al heredero Francisco Fernando y su mujer Sofía. La primera Gran Guerra de la humanidad estaba a punto de comenzar.
GUERRA, RUINA Y FAMA
El libro de Alexander Waugh se lee como si fuera una novela. Y pronto la tragedia de los Wittgenstein comienza a entrelazarse con la gran tragedia del siglo XX. Con Austria en guerra, Paul y Ludwig deciden alistarse en el ejército, como fieles exponentes de una época en la que los ricos aún peleaban en los frentes de batalla. En ese momento culminante de su poderío la fortuna de la familia era una de las mayores del mundo.
A Paul lo destinan al frente del este, a pelear con los rusos. En una de sus primeras misiones es herido de gravedad en el brazo derecho. Los médicos deciden extirpárselo y cuando se encuentran en medio de la operación los rusos ocupan la ciudad y lo toman prisionero. Con los colgajos de la herida aún sin cerrar, el pianista pródigo que hace menos de un año ha encandilado a Viena en su debut es llevado de un hospital a otro por toda Rusia, ya que el corrupto sistema sanitario del zar Nicolás II paga a cada centro por la cantidad de heridos que atiende, razón por la cual los nosocomios se pasan los enfermos de ciudad en ciudad para recibir más dinero. Paul viaja en vagones atestados de prisioneros enfermos que en más de una ocasión llegan muertos a su destino. Cuando deja de ser considerado un enfermo lo trasladan a Siberia, a la misma prisión donde años atrás estuvo prisionero el escritor Fiódor Dostoievsky.
Mientras su familia teme que la prisión lo incline hacia el suicidio, la eterna maldición, Paul se aferra a la música y practica con su mano izquierda en cajas de cartón a las que pinta teclas, logrando entretener a los desahuciados prisioneros con su repiqueteo. En 1.916, luego de un largo proceso, se lo incluye en un canje de prisioneros y retorna a Viena. A pesar de que los rusos le han advertido de que si vuelve a pelear y cae prisionero nuevamente lo condenarán a muerte, Paul vuelve al ejército unos meses después. Cuando la guerra se acerca a su fin, y cada está más claro que el Imperio será derrotado, el que cae prisionero es Ludwig en el frente italiano, mientras su otro hermano Konrad prefiere el suicidio a sufrir el destino que la guerra ha deparado a los varones de la familia. Cuando la contienda acaba la familia Wittgenstein se encuentra con que ha perdido un hijo, el otro ha quedado discapacitado y su fortuna se ha visto reducida a la mitad, consumida por la inflación y afectada por el desastre del imperio.
Ludwig mientras tanto ha aprovechado la guerra para escribir y ese cúmulo de reflexiones que intercambia con su amigo Bertrand Russell terminará por transformarse en 1.921 en el célebre Tractatus Logico-Philosophicus, su obra maestra y que estará destinado a tener una gran influencia en toda la filosofía del siglo XX. El libro abre la puerta a la llamada “filosofía del lenguaje” y tuvo una enorme influencia en el positivismo lógico y en el desarrollo posterior de la filosofía analítica, una de las grandes escuelas de pensamiento del siglo. Aunque Ludwig murió convencido de que no se lo había sabido interpretar, ya que según él el libro debería leerse como un texto ético. Su segunda obra, Investigaciones Filosóficas, publicada luego de la muerte del filósofo en 1.953, se adentra en los problemas de la semántica y las cuestiones conceptuales en torno al uso del lenguaje. Su influencia aún puede rastrearse en nuestros días y su significado es aún objeto de discusión, como toda la obra de Wittgenstein.
Su pensamiento radical lleva a Ludwig a rechazar su parte en la herencia del padre. Los hermanos se escandalizan pero cuando llega la crisis de 1.930 ellos también se encuentran con que han invertido gran parte de su herencia en bonos de Wall Street y ven con impotencia como la otrora poderosa fortuna se les esfuma entre las manos.
Paul mientras tanto comienza a gastar su herencia encargando obras a reconocidos compositores del momento, como Maurice Ravel y el vanguardista Sergei Prokofiev, para que escriban obras que puedan ser interpretadas sólo con la mano izquierda. La calidad de las partituras y su destreza técnica, unido a la fascinación que despierta el pianista manco sobre el escenario, lo convierte rápidamente en una celebridad internacional. La obra hermética de su hermano filósofo también gana adeptos y cuando los hermanos Wittgenstein se encuentran en la cumbre de su fama un antiguo compañero de pupitre de Ludwig llega al poder en Alemania: Adolf Hitler.
LA CAIDA DE LA CASA WITTGENSTEIN
La llegada de los nazis al poder en Alemania no fue percibida por los hermanos Wittgenstein como una gran amenaza en un comienzo. Ludwig se decía de izquierdas pero en realidad su filosofía era abstracta y centrada en el lenguaje. Suya es la famosa frase “De todo lo que no se puede hablar es mejor callar”. Mientras que Paul era un derechista acérrimo que llegó incluso a financiar la versión austríaca del nazismo. Las mujeres, a excepción de Gretl – que se codeaba con la diplomacia de media Europa – permanecían ajenas al devenir político de su tiempo.
Cuando Adolf Hitler decide anexarse Austria en 1.938 la familia comienza a tener inesperados problemas. Como todos habían sido educados en la fe católica casi habían olvidado los orígenes judíos de papá Karl, un detalle que no pasó desapercibido para las nuevas autoridades nazis. Con las arcas del Tercer Reich ávidas de dinero para fabricar armas, Alemania comienza a requisar las grandes fortunas de origen judío y les exige que retornen sus inversiones en el extranjero a cambio de una cierta inmunidad.
Ante la nueva situación, Ludwig decide permanecer en Londres y Paul abandona el país clandestinamente ya que no se le permite realizar conciertos ni dar clases. Las hermanas son encarceladas un breve tiempo por los nazis hasta forzar a la familia a que regrese su fortuna depositada en el exterior. Es el golpe de gracia al poderío de los Wittgenstein. La disputa por el retorno del dinero hará estallar también la relación de los hermanos entre si que no volverá a restituirse. Los restos de una de las grandes fortunas europeas de principio de siglo, los valores que se habían salvado del crack de 1.929, terminan de esa forma en manos de Adolf Hitler.
Cuando la contienda bélica culmina la estrella de Paul comienza a apagarse. Refugiado en Nueva York, su técnica con el piano se debilita, mientras la obra filosófica de su hermano va ganando celebridad. Finalmente, el único Wittgenstein a quien el mundo recordará será al raro filósofo, que morirá en Cambridge en 1.951, su hermano morirá en Estados Unidos en 1.961. Años más tarde Bertrand Russell recordará aquella frase con la que Ludwig le disparó para que le dijera si se tenía que dedicar a la filosofía o no: “¿Puede por favor decirme si soy un completo idiota o no?”. Luego, como testimonio de la locura y genialidad del filósofo, Russell recuerda: “le pedí que admitiera que no había rinocerontes en la habitación y se negó”.
Publicado en Arcadia, Colombia.
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