24 may 2006

Criticas I El cronista de un tiempo que no existe.

Hubo un tiempo… había una vez… en el que se suponía que la literatura daba testimonio de su época. Tiempos de Tolstoi, de Flaubert, de Victor Hugo. Los lectores del siglo XXI viajamos a través de esos libros a un territorio que ya no existe sin esas novelas. El siglo XIX ruso, por ejemplo, está dentro de “Ana Karenina” como el francés se perfila con nitidez en “Los Miserables”. Pero… si alguien tuviera hoy que elegir un libro capaz de describir ese inmenso territorio que es el siglo XXI, ¿qué obra elegiría? Los últimos grandes cánones de la literatura remiten al siglo XX. El siglo de la locura colectiva y la duda metafísica más abstracta está entero en el “Ulises” de Joyce y en toda la obra de Kafka, respira con Marcel Proust y sufre con Faulkner. Pero… ¿y el siglo XXI?
Las catedrales de París sólo subyugan a los adepto a “El código Da Vinci” y el mundo global es tan inabarcable que ninguna novela local puede contenerlo todo sin volverse esquizofrénica. Los dramas individuales, como “Madame Bovary” resultan también insuficientes. Nos hemos dado cuenta, los occidentales, que esos dramas no son tan universales como creíamos. Habría que ver qué mujer mapuche muere de aburrimiento en la Patagonia actual. ¿Cuál es, entonces, el color literario de esta época?
El posmodernismo ha llenado nuestro escaparates de autores efímeros, capaces de perderse en la jungla infinita de la realidad Internet, sin hallar nunca el sentido ni alcanzar a oír la música de fondo que deja traslucir el siglo. Una música difícil, una música bestial.
En América Latina, los estertores del realismo mágico todavía entorpecen la libertad narrativa y las perspectivas de muchos autores que no alcanzan los brillos que en su momento tuvieron Julio Cortázar, Borges, por mencionar sólo alguno de los nombres que navegaron en aguas paralelas al “boom” y que lograron dar una visión más trascendente que el relato local aromatizado con hierbas mágicas.
Es en ese cruce en el que aparece Roberto Bolaño y, sobre todo, su novela, “Los detectives salvajes”. A Bolaño ya no le queda nada del realismo mágico, pero las historias que cuenta son mágicas sin necesidad de que ninguno de sus personajes eche a volar mientras está tendiendo las sábanas en el patio. Y a su vez tiene ese sutil encanto de los posmodernos que fragmentaron el relato hasta más no poder, logrando desacralizar por completo al sujeto y destruyendo así, de un plumazo, lo último que quedaba del Renacimiento en el mundo contemporáneo. Los personajes más importantes de “Los detectives…” Arturo Belano y Ulises Lima, son contados por otros. Ellos son los únicos que durante toda la novela no hablan con voz propia. Desde el punto de vista técnico el trabajo de Bolaño tiene reminiscencias del mundo del cine y toda la novela es un enorme flash back contado de un modo caóticos, una historia en medio de la cual se insertan infinidad de “videoclips” que a su vez contienen muchas otras historias. Mientras ocurren, mientras son leídas, esas historias son más importantes que las de los personajes principales, pero a su vez contribuyen a describirlos y contarlos.
A su vez, las historias hablan de todo y de todos y todo el mundo está dentro y caben las reflexiones más salvajes, los sueños más absurdos. A Bolaño le encanta que sus personajes cuenten sus sueños durante la mañana, cuando se levantan, a media tarde, cuando hablan con sus amigos, y esos sueños son surrealismo puro, puro sueños de verdad.
A su vez, la realidad, ese concepto que estaba tan claro y transparente en Tolstoi, por ejemplo, aquí ha perdido todo contacto con la naturaleza, o al menos con cualquier naturaleza que no sea la de la mega ciudad o la del desierto de Sonora, único escenario natural, árido y seco, que describe el mundo arrasado del futuro, ese año “2666” que Bolaño dejará como obra póstuma antes de morir en 2003. En “Los detectives…” ese mundo todavía no existe, o está apenas en su fase iniciática. Por que la novela narra una auténtica iniciación, una ceremonia que en el mundo contemporáneo ha quedado diluida entre los recovecos de la razón y que regresa en su forma de mito, de la mano de los hombres y las mujeres que han sido testigos, a lo largo de 20 años, del transcurrir de esos poetas adolescentes en el D.F. de 1976. Belano y Lima son puro mito. De ellos se cuenta lo peor y lo mejor. Unos recuerdan que vendían marihuana para ganarse la vida mientras estaban en la Universidad y otros prefieren recordar sus genialidades, sus locuras, su raro transcurrir por un tiempo que parece que no existe. Porque los personajes de Bolaño como sujetos no pueden existir en la realidad, porque la realidad mismo no existe. ¿Qué fue lo que les ha pasado a Arturo Belano y Ulises Lima? ¿Se hicieron genios? ¿Se volvieron locos? ¿Eran unos truhanes o unos intelectuales de gran vuelo incomprendidos en su tiempo? Esa ambigüedad a la hora de contar a sus personajes es lo que define a Roberto Bolaño como el gran cronista de este tiempo que no existe. El siglo XXI se parece ya bastante a ese mundo alucinado que narra Bolaño donde todos “somos” el relato de “los otros” y ese relato es el único pilar que sostiene nuestra frágil identidad.

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