29 oct 2009

RADIOGRAFIA DE LA LIBERTAD DE EXPRESION EN AMERICA LATINA

Oscar Guisoni

Se quejan los periodistas, reclaman los medios, es tema de la prensa internacional. No hay dudas de que la libertad de prensa está bajo acoso en Sudamérica. El único inconveniente, en medio de tanto ruido mediático, es separar la paja del trigo. La polarización política que se vive en algunos países de la región, la densidad de los intereses en juego y la manipulación que en muchos casos de hace de la información hacen que resulte difícil esbozar un panorama claro sobre lo que está ocurriendo. Aún así, vale la pena intentarlo al menos con los cuatro casos donde más alto es el conflicto. Y para ello, nada mejor que comenzar por el país que ha hecho que se enciendan todas las alarmas y al que muchos sindican como el epicentro del problema.

VENEZUELA

Cuando llegó al gobierno en 1.999 Hugo Chávez mantuvo una corta luna de miel con los medios de comunicación. Pero el idilio acabó pronto y se volvió franca hostilidad luego del golpe de estado de abril de 2.002. En el brillante documental “Chávez, inside the coup” (“La revolución no será transmitida”) dirigido por Kim Bartley y Donnacha O’Briain y producido por el prestigioso Channel Four de Londres, se presta especial atención al rol protagónico que jugaron la mayoría de las televisiones privadas a la hora de crear un clima favorable al golpe. Por la mañana un grupo de tertulianos insinúa que Chávez siente un amor homosexual por Fidel Castro, a media tarde un psiquiatra describe por qué el presidente es un insano mental, en el noticiero del mediodía el presentador le pregunta abiertamente a los militares por qué no salen de los cuarteles. Por la noche la misma cadena se queja de la falta de libertad de expresión. A la mañana siguiente del golpe otro grupo de tertulianos agradece a las televisiones más agresivas su labor. “Sin ustedes esto (por el golpe) no hubiera sido posible”. Y cuentan sin complejos cómo se armó la conspiración mediática.
El fracaso del golpe trajo consigo un endurecimiento de la política del gobierno de Chávez hacia los medios, cuyo episodio más significativo fue la negativa a renovarle la licencia a RCTV (Radio Caracas Televisión) en mayo de 2.007. La cadena emite ahora por cable desde su sede en Miami. Mientras la posta opositora la tomaba Globovisión, ya que “Venevisión, propiedad de la familia Cisneros y Televen han ablandado su línea informativa y se han enfocado en el entretenimiento” explica el periodista venezolano Rodolfo Rico entrevistado por Milenio.
Pero el chavismo terminó por confundir el árbol con el bosque y en su intento de protegerse de las agresiones desmedidas de se abocó a reformar las leyes que regulan los medios de comunicación, abriendo la puerta a una restricción de la libertad de prensa. De esa ofensiva es fruto la llamada Ley de Responsabilidad Social en Radio y Televisión (conocida popularmente como Ley Resorte) aprobada el 7 de diciembre de 2.004. Además de establecer un porcentaje de programación nacional obligatorio y una farragosa descripción de los tipos de programa que se pueden o no emitir a determinadas horas en base a su contenido de violencia y sexo, lo que llevó a situaciones absurdas como prohibir Los Simpson en 2.008 y la suspensión de la emisión de la serie Padre de Familia hace apenas unos días por incitar supuestamente al consumo de marihuana, la ley está repleta de disposiciones que prohíben incitar “al incumplimiento del ordenamiento jurídico vigente” y algunas tan insólitas como la de difundir “mensajes secretos o privados utilizando códigos de signos convenidos”. La ley exige también que se difundan los mensajes del estado en cadena nacional. El principal problema, afirma Rodolfo Rico es que la “institución encargada del cumplimiento de la ley está concebida de tal manera que tiene en su mayoría miembros del gobierno o favorables a el.”
No contento con la elaboración de ese pastiche que es la Ley Resorte, el gobierno de Hugo Chávez pretendió avanzar en la redacción de una Ley de Delitos Mediáticos que abría la puerta a un juicio penal a periodistas y medios que no difundieran “noticias veraces”. La resistencia del sector unida a la fuerte presión internacional llevó al gobierno a retirar el proyecto, aunque algunos de los apartados de la reciente Ley de Educación volvieron a encender todas las luces rojas, como es el caso del numeral transitorio 12 que obliga a los medios “a prestar su cooperación a la tarea educativa” ajustando “la programación para el logro de los fines y los objetivos consagrados en la Constitución”. Detrás del florido lenguaje no hace falta demasiada perspicacia para descubrir las garras del censor.
En su cabalgata desbocada hacia el control de la información, el gobierno de Chávez ha usado todos los artilugios posibles. Eliminó la publicidad estatal de los medios críticos, amplió la oferta mediática del estado – “el Estado venezolano tiene bajo su control: TVES, VTV, VIVE, ANTV (canal del parlamento), Radio Nacional, YVKE Mundial (radio anteriormente de carácter privado)” explica Rodolfo Rico – y en los últimos meses se abocó a cerrar radios críticas con la excusa de que sus licencias habían caducado o no tenían sus papeles en regla. Los profesionales también se quejan de que “el ataque a los medios se suele convertir en ataque a los periodistas” recuerda Rico, como sucedió el pasado 3 de septiembre con el periodista Eligio Rojas del diario Últimas Noticias que fue sometido a un interrogatorio de casi siete horas por la Fiscalía Militar, un hecho que fue denunciado por el Sindicato Nacional de Trabajadores de Prensa.

COLOMBIA

Pero si Venezuela acapara todas las portadas, la vecina Colombia se lleva todos los laureles a la hora de elaborar un ranking continental. El pormenorizado informe de la Fundación para la Libertad de Prensa sobre el estado de la situación en 2.008 no deja lugar a dudas. El organismo, que cuenta con el apoyo de Reporteros sin Fronteras, la Embajada Británica y el National Endowmen for Democracy, refiere 130 violaciones a la libertad de prensa durante el pasado año, y hasta festeja que hayan disminuido las agresiones un 20 por ciento con respecto al año 2.006, cuando se registraron la friolera de 162 ataques. Más adelante, el informe sigue mostrando un moderado optimismo por el hecho que durante 2.008 “no se presentaron asesinatos de periodistas por razones de oficio”, un dato “para destacar en un país como Colombia en el que más de 130 periodistas fueron asesinados en los últimos treinta años”. Son los dos únicos datos optimistas en todo el informe.
Se podría pensar que estamos ante una situación relativamente normal en un país “en guerra”, un argumento que muchas veces utilizan los que quieren disculpar a Colombia por esta anomalía. Pero un examen minucioso del informe deja al descubierto que las violaciones a la libertad de prensa poco tienen que ver con el conflicto que afecta al país. Los grupos paramilitares y la guerrilla de las FARC son responsables apenas del 10 y el 11 por ciento de las agresiones respectivamente. El grueso de los ataques procede del propio estado, siendo los funcionarios públicos responsables del 17 por ciento, las fuerzas del orden un 14 por ciento, los políticos un 2 por ciento y los particulares son responsables de 12 por ciento de las violaciones, mientras que un 33 por ciento de los ataques la Fundación prefiere agruparlos como procedentes de “desconocidos” para “evitar falsas especulaciones”.
“La amenaza sigue siendo la forma más frecuente para coartar la labor de los periodistas” continúa el informe, señalando que sólo durante 2.008 doce profesionales tuvieron que abandonar “su región por cuenta de estas amenazas” mientras que otros dos partieron al exilio. Para dejar en claro hasta dónde es responsable el propio estado de esta situación, el informe concluye que la disminución de los ataques durante 2.008 se debe a que éste no fue un año electoral y acusa también a la administración pública por utilizar descaradamente la distribución de los fondos de publicidad oficial para castigar a los medios críticos con el gobierno de Álvaro Uribe. Esta forma velada de favorecer a los amigos y ahogar financieramente a los díscolos es una práctica común en casi toda la región.
Para evitar las críticas el estado colombiano ha puesto en funciones un Programa de Protección al Periodista implementado por el Ministerio del Interior. Pero en la práctica la efectividad de la medida es mínima. Según el informe de la FLP el 82 por ciento de esas medidas “fueron preventivas pero no se hicieron efectivas” y la Corte Constitucional emitió un fallo en un caso de una periodista que presentó una demanda de protección contra el propio Ministerio del Interior en el que recuerda que “la protección al periodista no puede afectar la libertad de expresión”.

BOLIVIA

A poco de asumir su mandato como presidente de Bolivia Evo Morales señaló a “los propietarios de algunos medios de comunicación” como sus principales “enemigos políticos”. La frase fue considerada como una declaración de guerra por algunos medios y sembró la desconfianza entre los periodistas, que son los que en última instancia se encuentran cara a cara con el gobierno todos los días. “Esto ha dado pie para que sectores afines al gobierno consideren que esa es la luz verde para poder arrinconar a los medios” afirma Carlos Morales, jefe de redacción del diario La Prensa de La Paz, entrevistado por Milenio.
Pero aunque muchos emparentan al gobierno de Evo Morales con el de Hugo Chávez como si estuvieran cortados por la misma tijera, la situación boliviana dista mucho de parecerse a la venezolana. Si algo los une, en principio, es la guerra encarnizada que algunos medios privados, como es el caso de la cadena televisa Unitel en Bolivia, han emprendido contra ambos mandatarios. Aunque al igual que Chávez, Morales pretendió introducir en la reforma de la Constitución “un par de proyectos que fueron considerados por los periodistas como atentatorio contra la libertad” explica Carlos Morales. Ante la presión, los proyectos se retiraron y la nueva Carta Magna “apunta a una autorregulación del sector” sostiene el jefe de redacción de La Prensa, quien sin embargo recuerda que “la Asociación Nacional de la Prensa declaró el año 2.008 como el más preocupante para la libertad de expresión” debido a las múltiples agresiones que han sufrido periodistas en cobertura pertenecientes a medios críticos.
Al propio Carlos Morales le tocó afrontar el más sonado de esos episodios cuando el diario La Prensa denunció un caso de contrabando en el se sospechaba la participación del presidente. La noticia fue publicada en portada el 9 de diciembre de 2.008 y provocó una reacción desmesurada del gobierno. Mientras voces anónimas amenazaban de muerte al jefe de redacción del periódico y a otros profesionales, Evo llamó al periodista que había firmado el artículo a que subiera al estrado desde el que estaba hablando para que le demostrara dónde estaba escrito que él había dado “luz verde a los contrabandistas” como afirmaba el título del artículo. “Es el presidente, no puede reaccionar así” afirma Carlos Morales. El gobierno cometió otro error de bulto al iniciarle juicio penal al periódico por la publicación de la noticia, aunque luego retiró la acusación del ámbito de la justicia y el tema quedó en manos del Tribunal de Imprenta, el órgano que la ley boliviana establece para dirimir estos casos. El episodio no ha terminado de dar sus últimos coletazos, ya que el Tribunal aún no se ha pronunciado, pero sirve para ilustrar el clima de tensión que existe entre los medios y el gobierno. El jefe de redacción de La Prensa reconoce que “algunos medios de comunicación tienen con este gobierno posiciones más políticas de confrontación, como es el caso de algunos canales de televisión, pero de ahí a considerar que todo el bloque de medios y periodistas son enemigos políticos me parece que es sumamente peligroso”. Carlos Morales terminó denunciando este caso ante la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la OEA en Washington y el episodio motivó la visita de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) al país.
Desde el gobierno de Evo Morales se argumenta que los medios han emprendido una guerra a cara descubierta contra la administración del Movimiento al Socialismo y señalan como causa de su enfado la decisión de potenciar los medios de comunicación del estado (el gobierno ha puesto en pie recientemente un periódico estatal y ha potenciado la TV pública) al tiempo que resaltan que no se ha clausurado ni negado derechos de emisión a ninguna cadena televisiva, y minimizan los episodios de violencia registrados en los últimos tiempos contra periodistas que estaban cumpliendo con su labor, como es el caso de los trabajadores de la red Unitel que fueron tiroteados por fuerzas de seguridad en el desarrollo de una cobertura el pasado agosto.

ARGENTINA

Si en Bolivia el conflicto es solapado en Argentina es una guerra abierta. El gobierno de Cristina Kirchner no tuvo ni siquiera una corta luna de miel con los medios. A pocos meses de asumir en diciembre de 2.007 la mandataria envió un proyecto al parlamento para subir los impuestos a la exportación de soja, la principal fuente de riqueza del país. Los grandes medios de comunicación, con el grupo Clarín a la cabeza - con fuertes intereses en el sector agropecuario -, comenzaron a torpedear al gobierno. La presión fue tanta que sectores afines a la administración Kirchner terminaron abandonando el barco y la medida naufragó en el parlamento.
Un año más tarde, en una operación que estos mismos medios vieron como una venganza, Cristina Kirchner envió al Congreso una propuesta para modificar la Ley que rige la actividad del sector. Mientras que la legislación vigente era una herencia de la dictadura militar (1.976-1.983), la nueva propuesta, según explica a Milenio el periodista Horacio Verbitsky, presidente del prestigioso Centro de Estudios Legales y Sociales “esta basada en los 21 puntos elaborados por la Coalición para una Comunicación Democrática que reúne a unas 300 organizaciones de la sociedad civil que trabajaron durante años en su elaboración”.
De poco sirvieron esos argumentos democráticos para los grandes grupos multimedios, que no tardaron en poner el grito en el cielo acusando al gobierno de querer elaborar una “ley mordaza” para controlar la información. El principal punto del conflicto: la limitación que la nueva ley impone a la existencia de monopolios que controlen sectores claves del mercado. Con la nueva normativa, finalmente aprobada por un amplio espectro parlamentario, los propietarios de un canal de TV abierta no podrán operar en el sector de la TV por cable, un medida que pega en el corazón de uno de los negocios más lucrativos del Grupo Clarín, propietario de Canal 13 y que controla cerca del 90 por ciento del mercado de TV por cable. La nueva ley impide también tener más de 10 licencias de radios, una medida que sólo afecta a un pequeño grupo de multimedias, entre los que también se encuentra Clarín y el grupo español Prisa, editor del diario El País al tiempo que favorece la concesión de licencias a ONGs y asociaciones sin fines de lucro. Otra de las medidas polémicas establece una cuota mínima de producción nacional.
Mientras una parte importante de los medios menos concentrados apoyaba la promulgación de la nueva ley, los grandes grupos alegaban que el estado tendría ahora el control de la comunicación por el diseño que se escogió para la autoridad de aplicación de la normal legal. “El modelo de la autoridad es parecido al de la Comisión Federal de Comunicaciones de EE.UU” afirma Verbitsky mientras que en la Ley anterior de “la dictadura estaba integrado por las Fuerzas Armadas y los Servicios de Inteligencia”, una anomalía que se había subsanado por decreto presidencial con el retorno de la democracia.
Para terminar de despejar las dudas Cristina Kirchner decidió acompañar este proyecto con otra medida de gran calado que es “el envío al Congreso del proyecto de despenalización del delito de calumnias e injurias en caso de interés público que es una vieja aspiración de todas las organizaciones de Derechos Humanos” concluye el presidente del CELS. Si se aprueba esta modificación, Argentina se convertirá en uno de los pocos países latinoamericanos en los que dejará de existir esta figura penal, auténtica espada de Damocles que pende sobre los profesionales de la prensa en la mayor parte del continente.

Publicado en Milenio Semanal, México.

3 jul 2009

EL PSIQUIATRA Y LA MACHI

A principios de los años ochenta, Arturo Philip, un psiquiatra de ascendencia francesa, tomó la decisión más arriesgada de su carrera: incorporar a Dominga Ñancufil, una mujer de origen mapuche, a la plantilla del Hospital Neuropsiquiátrico de Carmen de Patagones. Ésta es la historia de cómo un respetado científico trabajó de la mano de una chamana, en uno de los experimentos más arriesgados en la historia reciente de la psiquiatría.

Por Oscar Guisoni



El psiquiatra Arturo Philip es argentino, descendiente de franceses y vive en un pequeño pueblo de la Bretaña, ubicado en el corazón del bosque de Brocéliande, en el lluvioso norte de Francia. En ese bosque, según la leyenda, habitaban el Rey Arturo y sus caballeros.

Para entrar en su casa hay que atravesar un pasillo que es un laberinto. El interior se asemeja a un viejo barco anclado. Philip tiene el aspecto de un antiguo marinero bretón. Suéter de lana azul con cuello alto, pipa, barba blanca y una calva portentosa que termina en una mínima cabellera enloquecida, físico de ex jugador de rugby, hablar sereno, es el autor de, entre otros libros, El hospital bizarro (De los cuatro vientos, 2008), en el que cuenta su historia con la machi mapuche Dominga Ñancufil, una especie de chamana de la última cultura indígena que habitó el sur argentino.

Veinticinco años atrás, Arturo Philip dirigía el Hospital Neuropsiquiátrico de Carmen de Patagones, una ciudad en el confín de la provincia de Buenos Aires, donde comienza la Patagonia. Fue entonces cuando conoció a doña Dominga Ñancufil, a la que describe en su libro como sacerdotisa y médica, una mujer que se convirtió, gracias a él, en la primera machi mapuche que llegó a trabajar en un hospital aportando su cosmovisión a la hora de enfrentarse con la locura.

En el invierno de 1990, Arturo Philip se encontraba en la ciudad de La Plata, a sesenta kilómetros de Buenos Aires. Para ese entonces ya era un psiquiatra célebre, había ganado el premio a la Mejor Labor Institucional otorgado por la Asociación Psiquiátrica Argentina en 1986 por su trabajo con Dominga en el Hospital Neuropsiquiátrico de Carmen de Patagones, y hacía tres años que su experiencia con la machi se había derrumbado. Philip, sin embargo, no había dejado de ocuparse en los temas que le interesaban y había extendido su labor al teatro, presentando una serie de trabajos que contribuyeron a extender su prestigio en otros ámbitos. En esos tiempos comenzó a coordinar en La Plata una comunidad terapéutica que funcionaba como una casa de prealta para pacientes que habían estado internados en hospitales psiquiátricos y requerían una etapa de resocialización antes de volver a sus hogares. Un grupo de estudiantes universitarios de distintas disciplinas colaboraban con la comunidad. Y aunque el periodismo tiene poco punto de contacto con la psiquiatría, al menos en apariencia, decidí sumarme al grupo atraído por la historia del primer psiquiatra que había decidido reconocer los conocimientos de una machi. A la comunidad la conocíamos como “la casa de la calle 7” o “7” a secas. En La Plata las calles no tienen nombres, sino números, y la casa de prealta quedaba en la avenida 7. Era un típico caserón con infinidad de habitaciones y un pasillo central que llevaba a una sala en la que Philip solía hacer esperar a los padres de los pacientes. Las primeras historias sobre quién era en realidad doña Dominga las escuché de primera mano en aquella casa, ya que algunos de los que allí trabajaban la habían conocido en tiempos en los que aún funcionaba el Neuropsiquiátrico de Carmen de Patagones.

El periodista de la desaparecida revista El Porteño, Fernando Almirón, había entrevistado en el año 1983 a la machi en un artículo que tituló “Dominga, la mapuche que venció la tristeza”. “¿Qué es la locura, Dominga?”, le preguntaba Almirón. “Los locos son así porque se les debilita la mente —decía Dominga—. Piensan cosas malas. Unos se enloquecen porque quieren tener mucho, pero no pueden tener. Otros porque quieren trabajar pero no les gusta, y de ahí se transforma la locura, de ahí se transforman los malos pensamientos. Gritan, se desesperan”. El diálogo de la machi con el periodista despertó la curiosidad del mundo intelectual porteño de aquellos años. La mítica revista Crisis, dirigida por Vicente Zito Lema, también se fascinó con Dominga y su historia. En un artículo firmado por Ernesto Adelson, titulado “Mapuches, la salud entre dos culturas” y publicado en 1987 se denuncia que “pese a la obtención de resultados altamente satisfactorios, las autoridades hospitalarias alarmadas despidieron al personal médico interrumpiendo el desarrollo de las actividades”.

Un día Arturo Philip anunció que la machi iba a venir a la ciudad.

El escenario del encuentro no podía ser más sugerente. Philip, además de la comunidad en La Plata, dirigía una fundación llamada Tierra Firme que tenía su sede en una vieja casona aristocrática de la calle Arias, en el elegante barrio de Belgrano, en el norte de la ciudad de Buenos Aires. En esa fundación el psiquiatra atendía pacientes, daba clases privadas y organizaba talleres de fin de semana con grupos de personas interesadas en el conocimiento mapuche y sus aplicaciones en la vida cotidiana.

En uno de los salones de la sede de Tierra Firme, de paredes blancas y piso de madera lustrada, el psiquiatra dictaba en 1991 un curso de seis meses de duración para unas treinta personas bajo el título de “Bienestar, arte sutil y delicado placer”. Dominga fue invitada a participar en una sesión.

El grupo que formaba parte del taller era bastante heterogéneo. Más allá de las cuatro o cinco infaltables señoras new age, incansables consumidoras de cuanto curso con tufillo exótico se hiciera en la ciudad, la mayoría de los presentes teníamos entre 20 y 30 años y procedíamos de los ambientes universitarios o de las escuelas de teatro de la ciudad. Había también pintores, escultores, bailarines. Yo había comenzado el curso motivado por su sugerente título y por la curiosidad que me despertaba acercarme a una cultura de la que sabía tan poco. La mayoría había llegado atraída por el prestigio de Philip no sólo como psiquiatra sino también como director teatral. Ángel Tessadro, un colega de la Facultad de Periodismo al que yo había invitado al taller, era uno de los presentes. “Nunca me había sugestionado tanto”, recuerda con una sonrisa detrás de sus anteojos redondos de comelibros. “Una cosa es leer acerca de los indios mapuches, otra muy distinta es tener una machi al lado haciendo una danza, como aquella tarde”.

¿Cómo había llegado doña Dominga Ñancufil hasta ese lugar? ¿Bajo qué circunstancias se habían encontrado la machi y el psiquiatra? ¿Qué había ocurrido en aquel hospital de provincias entre 1980 y 1987 como para despertar el interés y hasta la fascinación de una ciudad cosmopolita e incrédula como Buenos Aires? Para entender todo eso hay que volver atrás. Muy atrás.


***


Patagonia, a finales de los años treinta del siglo pasado. Escondida entre una mata de árboles una niña mapuche observa con atención el movimiento de los animales que se acercan al “paraíso”. El paraíso se llama Yaimanhué y es el último reducto mapuche que los hombres blancos todavía no han descubierto, a pesar de que hace medio siglo que terminó la guerra de conquista y exterminio que llevó a cabo, en 1880, el ejército argentino comandado por el siniestro general Julio Argentino Roca contra el pueblo mapuche. Yaimanhué es un enclave protegido por los accidentes geográficos cerca de la meseta de Somuncurá, en la provincia de Río Negro. El apellido de la niña, Ñancufil, hace referencia a su antiguo linaje: el águila, ñancu, la serpiente, filü, los animales totémicos creadores de todo lo que existe según la cultura mapuche. La abuela de la niña intuye que el rincón del mundo en el que viven está a punto de ser descubierto por los hombres blancos, los huincas, vencedores de la guerra, y que se aproximan tiempos difíciles para su gente y su cultura. “La abuela me enseñaba cosas que ella sabía. Me decía que yo sería la única que iba a poder andar cerca del hombre blanco sin perder el valor y todo el conocimiento de mi raza”, recordaría años después la niña, ya convertida en doña Dominga.

Los únicos hombres blancos que llegan al rincón de Yaimanhué son los comerciantes siriolibaneses que en esos años recorren la Patagonia llevando mercancías. “De chiquita yo tenía que salir corriendo apenas veía un huinca, y eso hacía cuando empezó a llegar el turco, el mercachifle que venía con mercadería. Yo me escapaba de la casa, me escondía en los matorrales y me quedaba ahí calladita hasta que se fuera la visita. A veces me quedaba un día entero o más. No quería saber nada con los huincas”. Durante esos años, Dominga aprende de la naturaleza, de los animales, los secretos del comportamiento humano. Su abuela la ha apostado entre los matorrales a propósito, para que sepa de la paciencia y ejerza el arte de la observación. “Si aprendés de los bichos —le dice— vas a saber mucho sobre la gente”. Años después, en el hospital de Carmen de Patagones, todo lo que ha observado entre las matas del desierto le servirá para lidiar con la locura.

“Mi abuela era una gran machi. Ella me enseñó a escuchar el agua, la tierra, mirar las señales del cielo, observar el fuego y quemar las porquerías en él”, le contará Dominga años después al psiquiatra en una de las charlas en su casa de la Villa del Carmen, el suburbio pobre en las afueras de Carmen de Patagones en el que vivía. “En aquellos años yo aprendí todo lo que necesitaba para lo que iba a vivir más tarde. La abuela me enseñó a sentir con mi cuerpo los dolores y los sufrimientos de las personas enfermas”.

Cuando su abuela le dijo que estaba destinada a encontrarse con los hombres blancos y a compartir con ellos el conocimiento milenario de su raza, la joven machi se rebeló. “A veces me cansaba y me decía a mí misma: ¿Qué me dice esta vieja? ¿Para qué sirve todo esto? No aceptaba lo que me profetizaba sobre mi futuro. Lo que más rabia me daba era eso de andar cerca del blanco. Yo quería estar siempre ahí, en el sitio donde nací”. Pero una noche, en un bar del poblado de Los Menucos, uno de los empleados del turco Abraham, el vendedor que tanto la asustaba, habló de más y un comisario se enteró de la existencia del poblado mapuche. Días más tarde una patrulla de policía rompió “la cortina de viento” que, según la leyenda, las machis habían tejido alrededor de Yaimanhué para protegerlo de los hombres blancos. Las autoridades huincas pusieron manos a la obra para controlar el pueblo y apoderarse de las nuevas tierras. En esos tiempos se consideraba a los indios poco menos que salvajes y la existencia de una comunidad así era impensable. Las tierras enseguida despertaron la codicia de los poderosos de la zona. El padre de Dominga se resistió y acabó en prisión. “Estuvo en el calabozo el tiempo suficiente para que nos quitaran todo”, le dirá años después Dominga a Philip. “Mi pobre madre veía cómo se llevaban las ovejas, las cabritas. Ella entendió que había llegado el momento de repartir a sus hijas. Salimos cada una para donde pudimos. Hasta esa época, yo no sabía lo que era sufrir”.

Dominga fue a parar a Carmen de Patagones. Apenas era una adolescente. Ya en la ciudad de los blancos, empezó a pensar que su abuela se había equivocado. Era un mundo de “injusticias y mentiras” en el que nadie parecía dispuesto a recibir su conocimiento. “La primera que había llegado era mi hermana Anastasia, la menor”. Después, de a poco “vino toda mi familia. Aquí nos pudimos juntar de nuevo; despacito, cada uno pudo hacerse la casita, en esta villa que es casi toda de nuestra gente”. No fue un periodo agradable para ella, que nunca hablaba de esos años en los que sólo se dedicó a criar hijos, primero con un hombre de su raza que fue su marido, después con un descendiente de siriolibaneses, con el que vivió hasta sus últimos años.

A punto estaba por olvidarse de las profecías de su abuela mientras se dedicaba “a la curación de enfermos, gente que venía de todos lados para verme y pedirme que la ayudara, hasta que algunos paisanos me empezaron a hablar de un médico que los atendía bien en el hospital municipal. Tanto me dijeron que yo fui a verlo, me hice pasar por enferma, le dije que me dolía la cabeza. Y la verdad que me trató muy bien, como nadie antes lo había hecho. El doctor ni se dio cuenta a lo que yo iba. Yo quería conocerlo, estudiarlo un poco. Después estuve pensando mucho en ese doctor y pasó un tiempo antes de que él viniera a verme. Me trajo un enfermo del hospital que no podían curar. El médico no se acordaba de mí, pero yo me dije: a lo mejor mi abuela tenía razón”.


***


Arturo Philip pisó por primera vez Carmen de Patagones cuando tenía 18 años, en diciembre de 1965. El tren que lo llevaba junto a sus compañeros del colegio desde Buenos Aires a Bariloche en viaje de estudios, se detuvo en la polvorienta estación construida por los ingleses a finales del siglo xix. “No sé por qué”, dice, mientras observa la caída de la tarde sobre el verde espeso de la Bretaña, “pero en mi mente jugué con la idea de quedarme y no continuar el viaje. Diez años más tarde ese inocente juego se hizo realidad”.

En 1965 las bombas llovían sobre Vietnam, Los Beatles enloquecían los oídos del planeta y los estudiantes de París no habían cubierto todavía el mundo de sueños imposibles, pero ya se respiraban aires de rebelión global. Hacía apenas un año, en Londres, el psiquiatra escocés Ronald Laing y el filósofo y psiquiatra británico David Cooper habían publicado Razón y violencia, un libro que Philip no tardaría en leer, junto al mítico Psiquiatría y antipsiquiatría, el texto con el que Cooper sacudiría dos años más tarde, en 1967, los cimientos del concepto de enfermedad mental y de las formas tradicionales de tratarla. Cooper había pegado una patada en la mesa de la psiquiatría tradicional al dejar de considerar la locura una enfermedad química y trasladando el núcleo del problema a la cultura, la familia y el contexto general del enfermo.

Después de ese viaje a Bariloche, Arturo Philip, que provenía de una familia de clase media de La Plata, comenzó sus estudios de psiquiatría en la Universidad Nacional de su ciudad. Años después, ya con el título bajo el brazo y luego de una breve experiencia en el Melchor Romero, uno de los hospitales neuropsiquiátricos más importantes de Argentina, decidió que era tiempo de abandonar la ciudad y marchar al sur. Corrían los años de plomo y fuego, las bandas ultraderechistas de la Triple A acosaban a los intelectuales y militantes de izquierda, mientras que se multiplicaban las guerrillas que pretendían lograr la revolución con la lucha armada. “Se habían despertado las peores ambiciones de los mediocres y violentos, el país se sumergió en una feroz batalla por aniquilar a quienes pensaban distinto y el precio por sobrevivir consistía en cerrar los ojos”, recuerda. Un año después de instalarse en Carmen de Patagones el general Videla dio el golpe de Estado el 24 de marzo de 1976 y comenzó la peor dictadura de la historia argentina.

Durante esos años los pueblos y las pequeñas ciudades del interior del país fueron un territorio de exilio. Allí se podían hacer cosas que, con sólo proponerlas, en Buenos Aires podían llegar a costar la vida. En 1980, Arturo Philip se hizo cargo de la dirección del Hospital Neuropsiquiátrico de Carmen de Patagones y decidió implementar un sistema “que se conoce como ‘comunidad terapéutica’, en el que no hay lugares de privilegio entre pacientes, enfermeros, profesionales y vecinos; cualquiera de ellos podía manifestar su opinión en las reuniones semanales que se llevaban a cabo”, explica en El hospital bizarro. El nuevo director abrió además las puertas del neuropsiquiátrico, permitiendo a los pacientes “pasear por las calles, visitar a sus familias”. Pero había un problema sin resolver. Gran parte de los internos pertenecían a la etnia mapuche y las nuevas concepciones terapéuticas que se empezaban a aplicar en la institución no resultaban muy eficaces con ellos.

"Yo estoy enfermo porque me hicieron un daño, me metieron algo en la sangre para que me vuelva loco. Creo que ningún médico podrá curarme”. De esta forma describía César C. su enfermedad y así consta en su historia clínica. César era de origen mapuche y contra él se habían estrellado todas las técnicas terapéuticas del nuevo director del hospital y de su equipo. “No ingería alimentos y su estado se tornaba cada vez más crítico —recuerda Philip—. Sólo sobrevivía gracias al suero, todo parecía anticipar un final nada feliz. En un esfuerzo desesperado, una psicopedago-ga estuvo todas las mañanas durante un mes sentada junto a su cama tratando de hablarle con cariño, intentando comunicarse con la ayuda de un títere, pero fue inútil”. Arturo Philip recordó entonces que la socióloga del hospital le había hablado de la presencia, en los alrededores de la ciudad, de una machi, una curandera mapuche. Como ya no le quedaban opciones para salvar a César, el médico arriesgó una última carta. “Conseguí la dirección de esa mujer y me fui a visitarla. Le comenté el caso y la machi aceptó ver al paciente, pero en su casa y sin nadie presente”, recuerda.

Jacinto Ñancufil también guarda un preciso recuerdo de ese día. Jacinto es el actual lonco —jefe, en su lengua—, de la comunidad mapuche de Carmen de Patagones. Tiene el mismo apellido totémico que Dominga y en su porte se adivina el linaje que los une. Sentado a la mesa del comedor de su humilde casa, en el que abundan amarillentos cuadros con la figura de ese extraño santo católico de origen mapuche que es Ceferino Namuncurá, junto a fotos de una familia infinita, Jacinto recuerda que “lo de Arturo fue muy bueno porque creyó en Dominga, muy pocos profesionales creen que nosotros podemos recuperar un enfermo”. Después de dejar a César C. en una habitación a solas con la machi, el psiquiatra y la enfermera que lo llevaron hasta allí se quedaron a esperarlo, sentados en el coche. No había pasado ni una hora cuando César apareció “por la puerta del frente de la casa seguido de Dominga y diciéndome: ‘Bueno, doctor, ya estoy mejor. Voy a comenzar a comer y a tomar los remedios que usted me quiere dar porque estoy muy débil. Qué malos momentos les hice pasar, deben disculparme’ ”.

“Todo esto nos modificó nuestros esquemas —cuenta Philip—. En un primer momento pensamos que nos habíamos equivocado con el diagnóstico del paciente, pero luego lo confirmamos”.

Silvia Ocampo también es psiquiatra y actualmente dirige el Hospital General de Patagones. En aquella época se encontraba haciendo las prácticas bajo la dirección de Arturo Philip. “Yo venía de trabajar en el Melchor Romero —afirma— y si alguien venía y me decía que tenía un daño lo medicábamos como si estuviera alucinando. Aquí me di cuenta de que se trataba de una cuestión cultural, algo diferente”.

“Cuando vi ese resultado comprendí que no podía quedarme quieto”, sostiene Arturo Philip y los ojos se le van iluminando con los recuerdos. “Mi curiosidad médica me llevó acercarme a Dominga y pedirle permiso para aprender de ella”. Pero la machi pensaba más en un intercambio que en tener un aprendiz, así que finalmente “hicimos una alianza, no hubo un maestro y un discípulo. Entonces nos pusimos a trabajar juntos en resolver patologías, sobre todo de gente de su raza. Dominga nos estaba abriendo la puerta al mundo oculto de América, de la América profunda, pero eso lo íbamos a descubrir después”.

A pesar de que por respeto nadie quiso preguntarle a César qué había sucedido en aquella habitación con la machi, los médicos del hospital pudieron oír luego cómo les contaba el episodio a sus compañeros de habitación. Arturo Philip recrea el relato en su libro: “Cuando el doctor me dejó solo con doña Dominga, ella se me vino encima y me dio un empujón que me tiró al piso. Yo no me asusté ni nada, pero estaba tan débil que no podía moverme, así que me quedé tirado mientras la machi empezó a dar vueltas alrededor. Daba vueltas y vueltas, y cantaba bajito. Yo empecé a marearme, a ver todo nublado, y entonces ella se me acercó y me metió la mano en el estómago. Me metió la mano y todo el brazo adentro. Yo sentía como me revolvía las tripas. Sentí un gran dolor, creí que me iba a desmayar. Entonces ella agarró algo que estaba muy prendido en todo mi cuerpo y empezó a tirar para afuera. Hasta que sacó una serpiente, estaba viva dentro de mi cuerpo. Después la machi me mostró cómo le aplastaba la cabeza con una piedra contra el piso”.


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Con la historia clínica de César en la mano, Arturo Philip decidió tomar la decisión más arriesgada de su carrera: incorporar a Dominga Ñancufil a la plantilla del Hospital Neuropsiquiátrico de Carmen de Patagones en calidad de asistente terapéutica. Terminaba el año 1983 y con él también la dictadura militar. Con la democracia florecieron los viejos sueños y volvieron a ocupar posiciones de poder algunos soñadores. Uno de ellos era el médico psiquiatra Miguel Materazzi, que fue nombrado director de Salud Mental de la Provincia de Buenos Aires y que en esos tiempos presidía la Asociación de Psiquiatras Argentinos. “Cuando me encontré con Arturo Philip” —recuerda desde su casa en Buenos Aires— me di cuenta de que era una persona superadora, con una visión distinta de la profesión, que tenía un proyecto claro para hacer un hospital de puertas abiertas. Entonces me contó sobre las vivencias fuera de lo común que tenía con doña Dominga”. Con el apoyo de Materazzi la gobernación dio el visto bueno al incipiente trabajo que se estaba desarrollando en el hospital de Carmen de Patagones. “Dominga era una mujer con una presencia extraordinaria —recuerda Materazzi— con una hidalguía y una sapiencia fuera de lo común. La experiencia de Philip fue significativa porque demostró que no hay una sola verdad, que no puede ser todo visto desde un solo punto de vista y que la medicina occidental no puede ser tan omnipotente”.

El trabajo con los pacientes mapuches comenzó a dar tan buenos resultados que Arturo Philip creyó oportuno probar las técnicas de la machi con una paciente de raza blanca. Para sorpresa de los miembros del equipo, el experimento funcionó. La paciente, de nombre Norma, era hija de un hombre alcohólico y agresivo que había intentado violarla cuando ella era niña. En su libro La curación chamánica (Planeta, 1994) Philip cuenta que el padre de la paciente muere “cuando ella tiene apenas 17 años” y poco después Norma ve su cara “en el rostro de su compañero de baile en una situación claramente erotizante”. Norma comienza a sentir que su padre la posee, por lo cual Philip y su equipo deciden “resolver la situación dentro de la misma concepción mítica de la paciente. Es decir, estábamos dispuestos a realizar un exorcismo. La lectura de Una neurosis demoníaca en el siglo xvii de Sigmund Freud nos aportó algunas puntas —recuerda hoy Philip—, pero la cuestión era ¿quién iba a ocupar el lugar del exorcista? ¿Un médico? ¿Un cura?”. “Yo lo voy a hacer”, dijo entonces doña Dominga.

Dominga iba todos los días al hospital y compartía con los médicos las reuniones en las que se evaluaban las historias clínicas, pero cierto tipo de ceremonias necesitaba hacerlas siempre en el contexto de la naturaleza. Por esa razón el ritual mapuche se llevó a cabo durante la noche en las inmediaciones de “la loma”, un terreno elevado a orillas del Río Negro en el que los mapuches de la zona llevan a cabo sus ceremonias. Philip y un par de colaboradores llevaron a la paciente hasta el lugar donde la estaba esperando la machi. En medio de la oscuridad, valiéndose sólo de la palabra y la sugestión del paisaje, Dominga revivió los fantasmas de la paciente y comenzó a modificar su percepción de la realidad. Para sorpresa de todos, Norma experimentó una gran mejoría. Con esta historia clínica bajo el brazo, más una exposición detallada del trabajo que se realizaba en el hospital, el equipo de Philip enfrentó en abril de 1986 al jurado del Primer Encuentro Nacional de Psiquiatría que se realizaba en la ciudad de Tucumán, en el norte argentino. Se llevaron el Premio a la Mejor Labor Institucional del país.

El hospital era pequeño y no albergaba a más de una treintena de pacientes, así que en poco tiempo Dominga se encontró dando consejos sobre casi todos los casos. “Para los que veníamos de la ciudad, después de habernos quemado las cejas en la universidad, era un duro golpe a nuestro narcisismo tener que discutir con la machi si correspondía o no que le diéramos a tal enfermo una medicina”, recuerda Silvia Ocampo.

“Los resultados fueron tan buenos —cuenta Philip— que en poco tiempo el hospital se fue vaciando”. Los pacientes que quedaban disfrutaban del régimen de puertas abiertas que el hospital instauró siguiendo el modelo de la psiquiatría italiana que era puntera en Europa en este tipo de propuestas. El equipo del hospital comenzó a concentrarse en la salud mental de la población desde un punto de vista preventivo. El hospital empezó a organizar cursos, obras de teatro con participación de los enfermos y un gran número de actividades que involucraban cada vez más a la gente de la pequeña ciudad, lo que contribuyó también a despertar las resistencias de los sectores más conservadores.

Philip, mientras tanto, compatibilizaba su labor frente al hospital dando clases en la Universidad del Comahue, al tiempo que coordinaba el Programa de Epidemiología Psiquiátrica en Patagonia creado por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) que dirige el prestigioso Fernando Pagés Larraya. La Asociación Psiquiátrica Argentina lo puso al frente de su Capítulo de Psiquiatría Transcultural, empezó a dictar clases en el Instituto de Psiquiatría de la Universidad de Londres y a llevar a cabo trabajos etnográficos sobre el terreno en Colombia junto a Nohemi Infante, consejera de la Organización Panamericana de la Salud. Visitó Perú y Brasil para continuar con sus investigaciones sobre el uso del mito y de la medicina tradicional indígena a la hora de abordar la locura. “El Hospital se transformó en la niña bonita de la psiquiatría nacional —recuerda—. En los meses siguientes recibimos numerosas visitas, médicos, psicoanalistas, profesionales de la salud mental del país y del extranjero, artistas, directores de teatro, periodistas”.

Pero en la conservadora Carmen de Patagones se estaba gestando la reacción. El hospital tenía los días contados.

En octubre de 1987 se impuso, en las elecciones a gobernador de la provincia de Buenos Aires, Antonio Cafiero, un exponente de los sectores más conservadores del peronismo. Miguel Materazzi abandonó su cargo de director de Salud y Arturo Philip se quedó sin respaldo. En Carmen de Patagones se hizo, con el gobierno municipal, del mismo sector político. Irene Roldán, una psicopedagoga empleada del hospital, hija de un militar implicado en la dictadura y con asiduos vínculos con la Iglesia católica, para quien Dominga era una simple curandera ejerciendo ilegalmente la medicina, le advirtió a Philip que, según su parecer, “estamos transitando por el borde de un peligroso abismo”. Poco después, en connivencia con políticos locales y un grupo de profesionales recién llegados, molestos con el lugar que se le había otorgado a una machi sin estudios, Irene se prestó a denunciar a sus colegas, a pesar de que todo el trabajo que se estaba haciendo era legal. Sin prestar mucha atención a las formas legales, el municipio despidió a todo el equipo médico sin siquiera hacerles un sumario administrativo. Fue un final abrupto y fulminante. En 1992, después de un largo proceso, la Corte Suprema de Justicia de la provincia de Buenos Aires le dio la razón a Arturo Philip, en el juicio que éste inició contra la municipalidad por la forma arbitraria de acabar con el programa de salud que se estaba llevando a cabo. Pero el hospital no volvería a abrir sus puertas, ya que el municipio decidió quitarle su independencia y lo puso bajo la jurisdicción del Hospital Municipal como una simple Área de Salud Mental. Las puertas se cerraron y los pacientes volvieron a ser tratados de modo convencional.

Dominga le había advertido a Philip lo que estaba por suceder. Lo hizo a su manera. La machi intuía que la cultura blanca estaba empezando a defenderse de su conocimiento. Le dijo al psiquiatra que iba a encontrarse pronto una serpiente en su camino y que si no quería que “sucedieran cosas malas” tenía que matarla. “Un día me fui a correr al cerro, como hacía a menudo —cuenta Philip— y una serpiente se cruzó delante. Me detuve con intenciones de matarla, pero pudo más mi razón y me dije ‘pobre bicho’ y la dejé marchar”. Cuando la tempestad que acabó con la experiencia se desató, Arturo Philip recordó el incidente. Pero ya era demasiado tarde.


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En 1992, Arturo Philip no sólo ganó su lucha en la justicia, sino que decidió poner pie en Europa con el objetivo de difundir la experiencia aprovechando el prestigio internacional que había ganado en el campo psiquiátrico. Durante los cinco años que siguieron, Dominga lo acompañó por todo el país dictando conferencias y realizando talleres en los que la machi siguió ofreciendo al hombre blanco sus conocimientos, tal como su abuela se lo había anunciado. Cuando se disponía a viajar en compañía de Philip a España, la muerte la sorprendió en su humilde rancho de Carmen de Patagones. Nadie sabía su edad, tal vez ni ella misma. Ni siquiera sus más allegados supieron muy bien cuál fue el mal que terminó por carcomerla. Durante los últimos años un grupo de su propia gente le había dado la espalda. No comprendían las razones por las que había decidido compartir su conocimiento ancestral con los hombres blancos. Ya no contaba con los ingresos que le proporcionaba el hospital, donde cobraba un modesto salario como asistente, aunque no le faltó trabajo durante sus últimos años gracias a las actividades que realizaba, junto a Philip y el pequeño equipo que siguió acompañando al psiquiatra durante los tiempos que siguieron al cierre del Neuropsiquiátrico. Murió con la misma dignidad con la que vivió toda su vida, sin que nadie escuchara de su boca una queja. Hoy vive en el recuerdo de los muchos hijos que tuvo, mientras los mapuches de Carmen de Patagones esperan que se cumpla la leyenda y que la machi vuelva reencarnada en una de sus nietas. “Se murió Dominga, se acabaron las machis”, dice Jacinto Ñancufil con una triste contundencia en su mirada. “Hasta donde sabemos —dice Guillermo Sabanes, uno de los hombres que acompañó a Philip en la aventura—, nadie hasta ahora ocupó su lugar”.

Una vez en Europa, Arturo Philip se alejó progresivamente de la práctica psiquiátrica convencional, un espacio a su juicio ocupado cada vez más “por las multinacionales de los medicamentos que sólo buscan hacer negocio”, y decidió volcar su experiencia en el teatro y en el cine documental, dirigiendo obras como Ciao, Diego, un documental en el que indaga los orígenes del mito Diego Maradona filmado en la ciudad de Nápoles en 1996, que fue exhibido en distintos circuitos alternativos de Europa y América Latina. En 1996, precisamente, la justicia decidió restituirlo en el cargo de director del hospital. “Un hospital que ya no era el mismo”, recuerda, ya que ahora dependía del hospital central y no tenía autonomía. De regreso en Carmen de Patagones, el psiquiatra decidió crear un área científica desde la que desarrolló trabajos de investigación y docencia hasta que se jubiló en 2007. Durante todos esos años no dejó de transmitir la experiencia sin par que significó ese pequeño hospital patagónico. A finales de los años noventa fundó en París la Asociación Cultural Franco-Argentina, que luego radicó en la región de Bretaña y abrió el portal www.eventualmente.com, uno de los sitios pioneros en atención psiquiátrica virtual, en el que promovió también su trabajo artístico, sus documentales y sus libros. Hoy vive en Francia, en la tierra desde la que partieron sus abuelos hace un siglo. Su experiencia con doña Dominga es objeto de estudio en varias facultades de psicología de América Latina. \\

Publicado en Gatopardo, Colombia/México

La mayoría de las entrevistas que se reproducen en este artículo forman parte del documental Machi, que se encuentra en fase de desarrollo y está dirigido por el realizador español Samuel Domingo y el autor de este artículo.

UN SIGLO CON ISRAEL

Hay escenarios de conflicto en la política internacional que parecen eternos. Uno de ellos, para cualquier lector desprevenido, es el que enfrenta a árabes e israelíes en las antiguas tierras de Palestina. El reciente viaje a Estados Unidos del nuevo primer ministro judío Benjamín Netanyahu puso en escena, una vez más, la inquebrantable alianza entre el estado de Israel y Washington, más allá de las diferencias que puedan tener ambas administraciones sobre temas puntuales y que se han acrecentado aparentemente con la llegada al poder de Barak Obama. La constante repetición del conflicto y sus eventuales episodios violentos irrumpiendo en la agenda de los medios de comunicación a nivel mundial hace presumir que estamos frente a un drama eterno que parece no tener solución. Y la repetición del drama hace que se sumerja en el olvido el origen del embrollo. Esta que ahora vamos a contar es una de las historias claves que ayudaron a fundar esa alianza inquebrantable entre el mundo anglosajón y el pueblo judío. Y si no fuera porque es real parece una extraña película de los años veinte que reúne en un mismo escenario a un científico fanático y soñador descubridor de la acetona y a un primer ministro inglés preocupado por la posibilidad de perder la primera Gran Guerra de la era moderna. Como se decía en las funciones de antaño: pasen y vean.

El fin de la Diáspora

Tal vez esta historia haya comenzado en el año 70 d.C. cuando el imperio romano destruyó Jerusalén y expulsó al pueblo judío de la tierra en que habitaba desde hacía un milenio, masacrándolo y destruyendo su mítico Templo, uno de los símbolos de su identidad. Pero a los efectos de la actual situación política en la zona, ese episodio primigenio sólo sirve para explicar que a partir de ese momento la cultura judía emprendió un largo peregrinaje, al que se conoce como “la Diáspora”, primero por las orillas del Mediterráneo y luego por el resto del globo, a lo largo de dos mil años, sin perder jamás el sueño de volver a su antigua tierra.
A finales del siglo XIX la región en la que había existido el primer estado judío estaba ocupada por el Imperio Otomano aunque permanecía en la zona una pequeña comunidad hebrea de no más de 25 mil habitantes, en torno a la antigua capital de reino, la milenaria Jerusalén. En 1.896 la comunidad judía se transforma en la etnia mayoritaria en la ciudad fruto de la primera gran ola inmigratoria hacia tierras palestinas como consecuencia de las persecuciones a que eran sometidos los hebreos en algunos países europeos. A esta primer oleada de retornados a la tierra se la conoce como la “primer Aliyá”.
Pero fue recién a partir 1.904, en el momento en el que tuvo lugar la segunda ola que trajo a tierras palestinas más de 40 mil personas procedentes sobre todo de Rusia y Polonia, cuando el conflicto comenzó a ganar importancia internacional. Estos nuevos habitantes de Palestina llegaban influidos por las ideas de Moses Hess, un hombre que había sido amigo de Carlos Marx y de Federico Engels y que fue uno de los primeros en comenzar a hablar en su obra “Roma y Jerusalén” (1.862) de promover el resurgimiento del estado judío y de la necesidad de refundarlo en torno a su antigua capital histórica. Casi nadie recuerda a Hess por la calidad de su obra, aunque todo el mundo conoce una de las frases que según la leyenda inspiró a su amigo Marx: “la religión es el opio del pueblo”.
Otro de los grandes teóricos del sionismo a los que estos nuevos inmigrados leían con devoción era Theodor Herzl, un húngaro nacido en 1.860, doctorado en Derecho en Viena y escritor de folletines en su juventud. Herzl se había volcado al periodismo a partir de 1.891 y su vida quedó marcada por la cobertura que realizó para el periódico liberal Neue Freie Presse, uno de los más influyentes del antiguo Imperio Austrohúngaro, del llamado “caso Dreyfus” en París en 1.894. El proceso a Alfred Dreyfus, un militar de origen judío del ejército francés al que se lo acusó injustamente de espiar para Alemania, generó una gran ola de antisemitismo en Francia. Impactado por el rechazo hacia su comunidad Herzl proclamó en su obra «El Estado judío: ensayo de una solución moderna de la cuestión judía», publicada en febrero de 1.896, la necesidad de contar con un estado independiente y de introducir este problema en la agenda de las grandes potencias de la época.

Las oportunidades que da la guerra

Pero no fueron los teóricos los que le dieron al pueblo judío la oportunidad de volver a su tierra, sino más bien una extraña conjunción de necesidades políticas y estrategias de guerra que llegaron cuando el mundo comenzó a vivir su primer conflicto global en 1.914. La guerra enfrentaba al poderoso Imperio Inglés con Alemania, el Imperio Austrohúngaro y el Imperio Otomano, ocupante de los territorios de la actual Palestina. Los ingleses tenían como aliados a Rusia, Italia y Francia, y consiguieron hacia el final del conflicto que se sumaran los emergentes Estados Unidos en 1.917.
La guerra planteaba cuestiones estratégicas difíciles de resolver para el extenso imperio inglés. Y una de estas cuestiones era la producción de armamento a una escala como no se había visto hasta el momento en la historia humana. La fuerza de los ingleses radicaba en su potente Armada, que utilizaba cañones alimentados por la cordita, un explosivo sin humo que había sido descubierto por casualidad en 1.845 por el químico germano-suizo Cristian Friedrich Schöbein. En el transcurso de uno de sus experimentos Schöbein derramó sobre el delantal de algodón de su mujer una mezcla de ácido nítrico y ácido sulfúrico. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho intentó disimularlo poniendo el delantal a secar en la estufa, pero nunca imaginó lo que iba a suceder. Cuando la prenda estuvo seca explotó y desapareció. Había nacido la nitrocelulosa, también conocido como “algodón pólvora”, un explosivo que tenía una gran ventaja sobre la pólvora antigua: no producía humo ni ensuciaba las armas.
Pero la cordita era inestable y su producción en masa representaba un gran quebradero de cabeza para los ingleses que necesitaban con urgencia resolver este problema. Entonces apareció en escena Chaim Weizmann, un científico de origen judío residente en Inglaterra, que durante esos años había descubierto un producto que resultó clave para estabilizar la cordita. Se trataba nada menos que de la hoy popular acetona, un disolvente obtenido por la fermentación de una bacteria llamada Clostridium acetobutylicum y que se terminó transformando en uno de los avances científicos esenciales para el triunfo británico en la guerra.
Al igual que la gran parte de los judíos de su época, Weizmann también estaba influido por las ideas de Moses Hess y Theodor Herzl. Aunque a diferencia de sus compatriotas, que apostaban mayoritariamente por la victoria de Alemania porque estaban furiosos con la Rusia zarista que había llevado a cabo las persecuciones más escandalosas contra los hebreos, Weizmann se inclinó por el Imperio Británico y se dispuso a vender caro sus inventos científicos. Aprovechando su gran influencia en el Almirantazgo inglés, comenzó a presionar al gobierno para que se comprometiera a que una vez finalizada la guerra, si finalmente Gran Bretaña se quedaba con la posesión de Palestina aún en manos del Imperio Otomano, se destinara en la zona alrededor de Jerusalén un territorio para la fundación de un estado judío. Los hebreos en Alemania, mientras tanto, hacían lo mismo pero con aliados Otomanos de Berlín.
Finalmente los ingleses plasmaron su compromiso en la famosa Declaración Balfour a finales de 1.917. Llamada así porque el documento es en realidad una carta enviada por el Secretario de Relaciones Exteriores británico Arthur Balfour al barón Lionel Rothschild, líder de la comunidad judía inglesa, en la que el Reino Unido se declara favorable a la creación “de un hogar nacional judío” en el futuro Mandato Británico de Palestina, y que fue considerada por Weizmann como una especie de “carta magna” judía. Años después, en sus memorias de la Guerra, el ex primer ministro británico Lloyd George sugiere que sólo se trató de un gesto realizado para recompensar a Weizmann por sus aportes científicos. Y recuerda que el texto no era tan explícito como Weizmann y los sionistas lo interpretaron.
“Era uno de los período más oscuros de la guerra” recuerda Lloyd George “en ese momento el ejército francés se había amotinado; el ejército italiano (aliado de Inglaterra) estaba a punto de venirse abajo; los Estados Unidos no habían empezado a prepararse en serio. Sólo quedaba Gran Bretaña para enfrentarse a la combinación militar más poderosa que había visto jamás el mundo”. Así fue como se consideró “fundamental que contáramos con las simpatías de la comunidad judía” a pesar de que el Imperio Inglés era aliado de los árabes que querían liberarse del yugo Otomano en la zona de Palestina. “En esas circunstancias le hicimos la propuesta a nuestro aliados” recuerda el primer ministro “Francia, Italia y Estados Unidos aceptaron”. El germen del futuro estado de Israel había llegado al fin a territorio fértil.
Entusiasmado con lo que había logrado, apenas terminó la Guerra en 1.918 Chaim Weizmann se trasladó a Palestina formando parte de una comisión judía que tenía la misión de entrevistar a los dirigentes árabes que también habían luchado junto a Gran Bretaña, con el propósito de tranquilizarlos sobre las intenciones sionistas. Weizmann les aseguró a los palestinos que sólo están buscando un hogar para los judíos de la Diáspora y no entró en cuestiones espinosas como la creación de un futuro estado en la zona. Los palestinos no se opusieron siempre y cuando, aclararon, los judíos se comprometieran a convivir con ellos y a no imponerse demográficamente. En otras palabras: todo bien, pero nada de inmigración masiva, una de las propuestas centrales de los incipientes líderes sionistas.
Pero las cosas no tardaron en torcerse. Weizmann logró firmar el 3 de enero de 1.919 un importante acuerdo con el príncipe hachemí Faysal, líder de la victoriosa revuelta árabe que había expulsado a los turcos de la región, en la se reconocía el derecho del pueblo judío a desarrollar la Declaración Balfour. Pero el malestar con los palestinos comenzó a hacerse patente cuando quedó claro que los judíos pretendían un estado en el que ellos no iban a tener cabida a pesar de que llevaban dos mil años viviendo en esas tierras. Finalmente, Gran Bretaña no cumplió con las expectativas ni de unos de ni de otros. Y el futuro estado judío tuvo que esperar otra gran guerra mundial para hacerse realidad y a que la mala conciencia de los europeos horrorizados por el Holocausto terminara por inclinar la balanza a favor del nacimiento definitivo de Israel. En 1.948 Weizmann fue nombrado Presidente del Consejo Provisional del Estado y al año siguiente, un mes después de las primeras elecciones generales, fue elegido primer Presidente del país en una sesión especial del parlamento. La alianza que ayudó a cimentar entre el occidente anglosajón y el estado judío aún perdura. Así como perdura el conflicto entre los palestinos, antiguos habitantes de la región, y el pueblo hebreo que volvió a su tierra dos mil años después de haber sido expulsado por los romanos.