23 may 2006

El Camino de America I

Cada vez que comienzo a contar una historia se que me voy a distraer. Que voy a terminar yéndome por las ramas. Sólo que aquí nadie me podrá tirar de la manga para que la haga corta, para que vaya al grano. Es por eso que no les contaré cómo fue que conocí al psiquiatra. Porque es una historia demasiado larga y me voy a distraer.
Otra cosa que detesto es comenzar a escribir siempre poniendo por delante el pomposo: Capítulo 1. Y un nombre más pomposo aún, que acompañe al título. Y luego una cita de algún famoso escritor para dejar claro a todos quién me ha influido. Como pagando una deuda que nadie te pidió nunca que pagaras, sólo por vanidad. OH, Borges. OH, Henry James.
Hubo un tiempo en el que para seducir a las minitas me levantaba después de haberme fumado un porrito y me acercaba a la biblioteca con aire de inspirado total y les decía: ahora voy a elegir la cita que abre el Capítulo 2. Entonces acentuaba mi gesto grave, cerraba los ojos y movía mi dedo índice impaciente por entre las páginas, como si estuviera haciendo algo que me demandaba una energía tremenda, hasta que Pas, ya lo tengo, mira qué bien. Y leía una frase suelta encontrada al azar y la frase siempre coincidía con lo que estaba escribiendo. Genial. A las chicas les encantaba.
Por eso esta vez no pienso poner ninguna Capítulo 1, ni cita, ni explicarles demasiado cómo fue que conocí al psiquiatra, porque no quiero presumir.
¿Cómo puede uno presumir de haber tenido que recurrir alguna vez en su vida a un psiquiatra? Está bien que soy argentino y que si quisiera me podría justificar. Pero hace mucho que ya no vivo en Buenos Aires y no creo, se los digo con la mano en el corazón, que pueda presumir de algo así. Más teniendo en cuenta que yo había ido al psiquiatra porque estaba muy mal. No tenía trabajo, no podía terminar la universidad, ninguna mujer me quería. Mi vida era una tango, una novela negra, una novela de Faulkner (sin tanto alcohol, apenas una cervecita de vez en cuando, una botellita de ginebra Bols, de esas marrones que no se si se seguirán haciendo).
Vivía en La Plata (para el que no conoce, una pequeña ciudad casi francesa, discretamente francesa, aburrida tal vez como Madame Bovary antes de conocer a su amante), concurría a la Facultad de Periodismo, algunos viernes me juntaba a jugar al poker con mis amigos, otros iba al cine (a veces iba al cine el jueves también, o el lunes o el domingo), alquilaba videos, leía, compraba libros viejos en una calle diagonal cerca de una plaza redonda que se llamaba Italia. Se llama Italia todavía. Nunca supe por qué, porque no se parece en nada Italia, no hay nada que recuerde Italia ahí. Más bien se trata de una plaza absurda, una especie de rotonda gigante, a la que es muy difícil acceder, porque siempre hay coches que le dan vueltas alrededor y uno tiene que esperar a que un semáforo se ponga rojo y aún así es difícil porque cuando un semáforo se pone rojo siempre hay otro, en las calles que dan a la plaza, que se pone verde y los coches siguen dando la vuelta, como si a los automovilistas de la ciudad les encantara dar vueltas a la plaza sin parar.
Yo daba vueltas también, pero no a la plaza. Paseaba por la ciudad. De vez en cuando tocaba el timbre a algún amigo o amiga y subía a un departamento y me tomaba unos mates, y me ponía a conversar. Hablábamos de libros, de cine, de política, yo que se. Las típicas cosas de las que habla uno cuando tiene 23 años y está todavía en la universidad.
Cuando comencé a visitar al psiquiatra también hablaba de psicología. Leía libros de Freud. Trataba de demostrar, no sin cierto patetismo, cuánto esfuerzo estaba haciendo por superarme, por dejar atrás mi pasado, mi historia familiar. Creo que fue por ese entonces que mis amigos comenzaron a sospechar que algo en mi no estaba del todo bien. Sobre todo mis amigos militantes, los que estaban en política como yo, los del centro de estudiantes. Pero todo esto es sólo una suposición. Tal vez no haya sucedido así. No lo se.
El psiquiatra me sacó de todo eso. No del poker ni de los libros, pero si de los amigos, al menos de esos amigos a los que comencé a ver como vacíos, péndulos flotantes en aire enrarecido de la ciudad, vacas sin rumbo, cáscaras, miserables cáscaras que han perdido el ton. Que nunca tuvieron son. Que no saben lo que son. Dónde están. Hacia dónde van.
Estuve sólo tres meses haciendo terapia con él. Confieso que al principio me pareció un tipo muy raro. A veces se dormía en las sesiones. Estaba como ausente. ¿Se estará aburriendo con lo que le cuento? Pensaba. ¿Estará cansado?
Se llamaba Arturo P. No intenten buscar ninguna referencia literaria oculta porque no la hay. Simplemente oculto su apellido porque él me lo ha pedido. Cuando cuentes esta historia, me dijo una vez, te prohíbo que pongas mi apellido. Y yo no lo pongo. El nombre sí, del apellido sólo la inicial. Arturo P. Dr. P. O Arturo a secas.
La primera vez que fui a su consulta me preguntó ¿Tomas drogas? Le dije que no. Y era cierto. No tomaba drogas. No fumaba (ahora sí), apenas bebía cerveza y ginebra Bols, pero creo que ya se los he contado. Y después me preguntó ¿cuáles son tus objetivos? Terminar de una vez la universidad, conseguir trabajo y… ya saben, una mujer. Muy bien, me dijo. Y no me dijo nada más. Muy bien, nos veremos la semana próxima. Y me dio una dirección en la avenida 7, cerca de la avenida 32, y me dijo que tenía ahí una consulta privada, que a mi no me iba a atender en la clínica (estábamos en una clínica, se me olvidó de contar) (ves que se me olvidan las cosas, que si no fuera porque me voy por las ramas esta historia no se las podría contar). Y yo dije: Bueno. Y a la semana siguiente fui.
No me pidan que les cuente cómo eran las sesiones porque ya ni me acuerdo y si me acordara tampoco se las contaría, la verdad. La cuestión es que las cosas comenzaron a cambiar. En mi vida, digo.

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