3 jul 2009

UN SIGLO CON ISRAEL

Hay escenarios de conflicto en la política internacional que parecen eternos. Uno de ellos, para cualquier lector desprevenido, es el que enfrenta a árabes e israelíes en las antiguas tierras de Palestina. El reciente viaje a Estados Unidos del nuevo primer ministro judío Benjamín Netanyahu puso en escena, una vez más, la inquebrantable alianza entre el estado de Israel y Washington, más allá de las diferencias que puedan tener ambas administraciones sobre temas puntuales y que se han acrecentado aparentemente con la llegada al poder de Barak Obama. La constante repetición del conflicto y sus eventuales episodios violentos irrumpiendo en la agenda de los medios de comunicación a nivel mundial hace presumir que estamos frente a un drama eterno que parece no tener solución. Y la repetición del drama hace que se sumerja en el olvido el origen del embrollo. Esta que ahora vamos a contar es una de las historias claves que ayudaron a fundar esa alianza inquebrantable entre el mundo anglosajón y el pueblo judío. Y si no fuera porque es real parece una extraña película de los años veinte que reúne en un mismo escenario a un científico fanático y soñador descubridor de la acetona y a un primer ministro inglés preocupado por la posibilidad de perder la primera Gran Guerra de la era moderna. Como se decía en las funciones de antaño: pasen y vean.

El fin de la Diáspora

Tal vez esta historia haya comenzado en el año 70 d.C. cuando el imperio romano destruyó Jerusalén y expulsó al pueblo judío de la tierra en que habitaba desde hacía un milenio, masacrándolo y destruyendo su mítico Templo, uno de los símbolos de su identidad. Pero a los efectos de la actual situación política en la zona, ese episodio primigenio sólo sirve para explicar que a partir de ese momento la cultura judía emprendió un largo peregrinaje, al que se conoce como “la Diáspora”, primero por las orillas del Mediterráneo y luego por el resto del globo, a lo largo de dos mil años, sin perder jamás el sueño de volver a su antigua tierra.
A finales del siglo XIX la región en la que había existido el primer estado judío estaba ocupada por el Imperio Otomano aunque permanecía en la zona una pequeña comunidad hebrea de no más de 25 mil habitantes, en torno a la antigua capital de reino, la milenaria Jerusalén. En 1.896 la comunidad judía se transforma en la etnia mayoritaria en la ciudad fruto de la primera gran ola inmigratoria hacia tierras palestinas como consecuencia de las persecuciones a que eran sometidos los hebreos en algunos países europeos. A esta primer oleada de retornados a la tierra se la conoce como la “primer Aliyá”.
Pero fue recién a partir 1.904, en el momento en el que tuvo lugar la segunda ola que trajo a tierras palestinas más de 40 mil personas procedentes sobre todo de Rusia y Polonia, cuando el conflicto comenzó a ganar importancia internacional. Estos nuevos habitantes de Palestina llegaban influidos por las ideas de Moses Hess, un hombre que había sido amigo de Carlos Marx y de Federico Engels y que fue uno de los primeros en comenzar a hablar en su obra “Roma y Jerusalén” (1.862) de promover el resurgimiento del estado judío y de la necesidad de refundarlo en torno a su antigua capital histórica. Casi nadie recuerda a Hess por la calidad de su obra, aunque todo el mundo conoce una de las frases que según la leyenda inspiró a su amigo Marx: “la religión es el opio del pueblo”.
Otro de los grandes teóricos del sionismo a los que estos nuevos inmigrados leían con devoción era Theodor Herzl, un húngaro nacido en 1.860, doctorado en Derecho en Viena y escritor de folletines en su juventud. Herzl se había volcado al periodismo a partir de 1.891 y su vida quedó marcada por la cobertura que realizó para el periódico liberal Neue Freie Presse, uno de los más influyentes del antiguo Imperio Austrohúngaro, del llamado “caso Dreyfus” en París en 1.894. El proceso a Alfred Dreyfus, un militar de origen judío del ejército francés al que se lo acusó injustamente de espiar para Alemania, generó una gran ola de antisemitismo en Francia. Impactado por el rechazo hacia su comunidad Herzl proclamó en su obra «El Estado judío: ensayo de una solución moderna de la cuestión judía», publicada en febrero de 1.896, la necesidad de contar con un estado independiente y de introducir este problema en la agenda de las grandes potencias de la época.

Las oportunidades que da la guerra

Pero no fueron los teóricos los que le dieron al pueblo judío la oportunidad de volver a su tierra, sino más bien una extraña conjunción de necesidades políticas y estrategias de guerra que llegaron cuando el mundo comenzó a vivir su primer conflicto global en 1.914. La guerra enfrentaba al poderoso Imperio Inglés con Alemania, el Imperio Austrohúngaro y el Imperio Otomano, ocupante de los territorios de la actual Palestina. Los ingleses tenían como aliados a Rusia, Italia y Francia, y consiguieron hacia el final del conflicto que se sumaran los emergentes Estados Unidos en 1.917.
La guerra planteaba cuestiones estratégicas difíciles de resolver para el extenso imperio inglés. Y una de estas cuestiones era la producción de armamento a una escala como no se había visto hasta el momento en la historia humana. La fuerza de los ingleses radicaba en su potente Armada, que utilizaba cañones alimentados por la cordita, un explosivo sin humo que había sido descubierto por casualidad en 1.845 por el químico germano-suizo Cristian Friedrich Schöbein. En el transcurso de uno de sus experimentos Schöbein derramó sobre el delantal de algodón de su mujer una mezcla de ácido nítrico y ácido sulfúrico. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho intentó disimularlo poniendo el delantal a secar en la estufa, pero nunca imaginó lo que iba a suceder. Cuando la prenda estuvo seca explotó y desapareció. Había nacido la nitrocelulosa, también conocido como “algodón pólvora”, un explosivo que tenía una gran ventaja sobre la pólvora antigua: no producía humo ni ensuciaba las armas.
Pero la cordita era inestable y su producción en masa representaba un gran quebradero de cabeza para los ingleses que necesitaban con urgencia resolver este problema. Entonces apareció en escena Chaim Weizmann, un científico de origen judío residente en Inglaterra, que durante esos años había descubierto un producto que resultó clave para estabilizar la cordita. Se trataba nada menos que de la hoy popular acetona, un disolvente obtenido por la fermentación de una bacteria llamada Clostridium acetobutylicum y que se terminó transformando en uno de los avances científicos esenciales para el triunfo británico en la guerra.
Al igual que la gran parte de los judíos de su época, Weizmann también estaba influido por las ideas de Moses Hess y Theodor Herzl. Aunque a diferencia de sus compatriotas, que apostaban mayoritariamente por la victoria de Alemania porque estaban furiosos con la Rusia zarista que había llevado a cabo las persecuciones más escandalosas contra los hebreos, Weizmann se inclinó por el Imperio Británico y se dispuso a vender caro sus inventos científicos. Aprovechando su gran influencia en el Almirantazgo inglés, comenzó a presionar al gobierno para que se comprometiera a que una vez finalizada la guerra, si finalmente Gran Bretaña se quedaba con la posesión de Palestina aún en manos del Imperio Otomano, se destinara en la zona alrededor de Jerusalén un territorio para la fundación de un estado judío. Los hebreos en Alemania, mientras tanto, hacían lo mismo pero con aliados Otomanos de Berlín.
Finalmente los ingleses plasmaron su compromiso en la famosa Declaración Balfour a finales de 1.917. Llamada así porque el documento es en realidad una carta enviada por el Secretario de Relaciones Exteriores británico Arthur Balfour al barón Lionel Rothschild, líder de la comunidad judía inglesa, en la que el Reino Unido se declara favorable a la creación “de un hogar nacional judío” en el futuro Mandato Británico de Palestina, y que fue considerada por Weizmann como una especie de “carta magna” judía. Años después, en sus memorias de la Guerra, el ex primer ministro británico Lloyd George sugiere que sólo se trató de un gesto realizado para recompensar a Weizmann por sus aportes científicos. Y recuerda que el texto no era tan explícito como Weizmann y los sionistas lo interpretaron.
“Era uno de los período más oscuros de la guerra” recuerda Lloyd George “en ese momento el ejército francés se había amotinado; el ejército italiano (aliado de Inglaterra) estaba a punto de venirse abajo; los Estados Unidos no habían empezado a prepararse en serio. Sólo quedaba Gran Bretaña para enfrentarse a la combinación militar más poderosa que había visto jamás el mundo”. Así fue como se consideró “fundamental que contáramos con las simpatías de la comunidad judía” a pesar de que el Imperio Inglés era aliado de los árabes que querían liberarse del yugo Otomano en la zona de Palestina. “En esas circunstancias le hicimos la propuesta a nuestro aliados” recuerda el primer ministro “Francia, Italia y Estados Unidos aceptaron”. El germen del futuro estado de Israel había llegado al fin a territorio fértil.
Entusiasmado con lo que había logrado, apenas terminó la Guerra en 1.918 Chaim Weizmann se trasladó a Palestina formando parte de una comisión judía que tenía la misión de entrevistar a los dirigentes árabes que también habían luchado junto a Gran Bretaña, con el propósito de tranquilizarlos sobre las intenciones sionistas. Weizmann les aseguró a los palestinos que sólo están buscando un hogar para los judíos de la Diáspora y no entró en cuestiones espinosas como la creación de un futuro estado en la zona. Los palestinos no se opusieron siempre y cuando, aclararon, los judíos se comprometieran a convivir con ellos y a no imponerse demográficamente. En otras palabras: todo bien, pero nada de inmigración masiva, una de las propuestas centrales de los incipientes líderes sionistas.
Pero las cosas no tardaron en torcerse. Weizmann logró firmar el 3 de enero de 1.919 un importante acuerdo con el príncipe hachemí Faysal, líder de la victoriosa revuelta árabe que había expulsado a los turcos de la región, en la se reconocía el derecho del pueblo judío a desarrollar la Declaración Balfour. Pero el malestar con los palestinos comenzó a hacerse patente cuando quedó claro que los judíos pretendían un estado en el que ellos no iban a tener cabida a pesar de que llevaban dos mil años viviendo en esas tierras. Finalmente, Gran Bretaña no cumplió con las expectativas ni de unos de ni de otros. Y el futuro estado judío tuvo que esperar otra gran guerra mundial para hacerse realidad y a que la mala conciencia de los europeos horrorizados por el Holocausto terminara por inclinar la balanza a favor del nacimiento definitivo de Israel. En 1.948 Weizmann fue nombrado Presidente del Consejo Provisional del Estado y al año siguiente, un mes después de las primeras elecciones generales, fue elegido primer Presidente del país en una sesión especial del parlamento. La alianza que ayudó a cimentar entre el occidente anglosajón y el estado judío aún perdura. Así como perdura el conflicto entre los palestinos, antiguos habitantes de la región, y el pueblo hebreo que volvió a su tierra dos mil años después de haber sido expulsado por los romanos.

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