2 feb 2011

¿EL OCASO DE LOS DÉSPOTAS?

Oscar Guisoni
Especial para Milenio Semanal

La caída del dictador tunecino Zine Abidine Ben Ali a mediados de enero ha provocado una profunda crisis política en África del Norte, una región gobernada desde hace décadas por regímenes corruptos tolerados por los países occidentales. Los célebres “déspotas amigos”, el egipcio Hosni Mubarak, el argelino Abdelaziz Bouteflika, el libio Muammar Gaddafi, y el rey marroquí Mohammed VI podrían ver peligrar su poder si se produce el temido “efecto contagio” de la revuelta en Túnez. Como telón de fondo: economías maltrechas afectadas por la crisis mundial que se desató en 2.008 y el fantasma del islamismo político radical que cada día gana más adeptos en la zona.

Túnez Mon Amour

A pesar que llevaba 23 años en el poder muy pocos sabían fuera de Túnez quién era Ben Alí hasta que la revuelta civil que comenzó a finales de diciembre lo forzó a abandonar precipitadamente el país el 14 de enero poniendo fin a su dictadura. Nacido en 1.936, Zine Abidine Ben Ali bien podría ser considerado un arquetipo de déspota norafricano. Ingeniero de profesión y militar de vocación formado en Francia y Estados Unidos, Ben Alí estuvo en la cocina del poder tunecino desde que el país de independizó de los franceses en 1.956. Nombrado Director General de Seguridad en 1.958 por el primer presidente del país, Habib Burguiba, Ben Alí se transformó rápidamente en el brazo armado de un gobierno que demostró pronto su ferocidad y su falta de respeto por las más elementales normas democráticas. Al mando de las fuerzas militares que reprimieron las revueltas sindicales en los años setenta, Ben Alí llegó a ocupar el cargo de primer ministro del gobierno de Burguiba, hasta que depuso a su mentor en un golpe de estado en 1.987, un movimiento militar tan suave que fue apodado “el golpe médico” ya que el viejo mandatario, considerado “padre de la independencia” estaba enfermo y recluido en palacio desde hacía meses.
Al igual que hicieron la mayor parte de los mandatarios de la región, Burguiba al principio había coqueteado con el socialismo sui generis, al estilo del que cultivaba el libio Muammar Gaddafi, marcado por fuertes de dosis de nacionalismo económico y laicismo religioso. Pero en los últimos años de su gobierno decidió que era mejor hacer negocios que ponerse a construir utopías y abrió la economía a la inversión extranjera permitiendo el desarrollo del sector privado.
Cuando Ben Alí llegó al poder el país estaba sumido en una profunda crisis económica. En 1.989 convocó a elecciones nada más que para guardar las formas, ya que no permitió que se presentaran opositores de peso. Obtuvo la poco creíble suma del 99,27 por ciento de los votos. En 1.994 volvió a repetir la farsa y esta vez le fue aún mejor: sacó el 99,91 por ciento. En 2.002 modificó la constitución porque le impedía repetir mandato y en octubre de 2.009 volvió a presentarse, esta vez dejando que algunos miembros del gobierno compitieran con él, aunque proscribiendo a los partidos islámicos y a los movimientos de izquierda. En esa ocasión sólo consiguió que lo votara el 89,62 por ciento de la población.
Túnez es un país pequeño con apenas diez millones de habitantes y el 40 por ciento de su superficie ocupada por el desierto, así que Ben Alí no tuvo muchos problemas para gobernarlo con mano de hierro. Francia se transformó en su máximo sostén, alentando la inversión en una economía que no tardó en florecer apoyada en el turismo, la agricultura, la industria textil, la explotación de recursos naturales –más que nada los fosfatos- y la especulación inmobiliaria: tener una casa en las cosas africanas se puso de moda entre los ricos europeos. Con 1.250 empresas de procedencia francesa en el territorio París actuó como pantalla política del régimen hasta días antes de su caída. Desde Washington se veía con preocupación la falta de legitimidad democrática, la censura a la prensa y la proscripción de los opositores, pero se guardó respetuoso silencio ante los atropellos porque se consideraba a Ben Alí como una eficaz barrera contra el islamismo radical. Partidario de “la democratización sin prisa” – total para qué apurarse si el poder lo tengo yo – Ben Ali pretendía ser reelecto “por última vez” en 2.014.
La receta funcionó a la perfección durante dos décadas: prosperidad económica a cambio de falta de libertades políticas. Pero en 2.008 llegó la crisis a Occidente y los gobiernos amigos del Mediterráneo la padecieron con especial dureza. En 2.009 la entrada de capital extranjero cayó en un 33 por ciento y la desocupación creció hasta llegar al 13 por ciento actual afectando más que nada a la población joven. Para agravar aún más las cosas, la economía durante los últimos años ha ido quedando en manos de la elite en el gobierno que a veces utiliza métodos expeditivos para apropiarse de los negocios más rentables. Mención especial merece la familia de la mujer del ex dictador, los Trabelsi, dueños de las empresas más lucrativas del país expropiadas alegando razones de seguridad nacional.
En un escenario tan explosivo bastó una chispa para encender la mecha. El 17 de diciembre de 2010 Mohamed Bouaziz, un desempleado de 26 años, se inmoló frente a la alcaldía de su pueblo. Protestaba porque la policía le había confiscado su puesto de frutas y verduras por no tener el permiso que exige la agobiante burocracia nacional. El incidente dio pie a las primeras protestas que fueron creciendo a medida que pasaban los días. El 6 de enero Bouaziz murió en el hospital y la revuelta llegó a las grandes ciudades. Lo demás es historia conocida. El presidente huyó el 14. Francia le negó asilo en su territorio. Los dictadores amigos son incómodos cuando caen en desgracia.

Los fantasmas del faraón

La caída de Ben Alí, en la que tuvieron un rol importante las redes sociales – en especial Twitter y Facebook, permitiendo burlar la censura del régimen y sirviendo de plataforma a la convocatoria de protestas – disparó las alarmas en Egipto, otro vecino del norte de África en manos de un déspota octogenario.
Con una historia similar a la tunecina, sólo que más violenta y con mayores intereses en juego por su tamaño y cercanía con la zona caliente de Oriente Medio, Egipto ha vivido sometido a gobiernos autoritarios durante la mayor parte del tiempo desde que se independizó de Reino Unido en 1.936. En 1.952 el coronel nacionalista Gamal Nasser dio un golpe de estado para acabar con la dinastía del rey Faruk I, demasiado permeable a los intereses británicos. Nasser sobrevivió en 1.956 a un ataque militar de franceses, ingleses e israelíes que intentaron sin éxito deponerlo después de la nacionalización del estratégico canal de Suez. A su muerte por infarto en 1.970, amargado por el fracaso nacional en la Guerra de los Seis Días (1.967) con la que intentó derrotar al estado de Israel, ocupó el poder Anwar el-Sadat. También militar y con ansias de permanencia en el trono, en 1.976 Sadat dejó de lado las veleidades socializantes de su predecesor, rompió lanzas con la Unión Soviética y se acercó a Estados Unidos. Y en 1.979 cometió el peor de los pecados que se pueden cometer en un país árabe: firmó la paz con Israel y reconoció la legitimidad del estado judío. La osadía le costó la vida: en 1.981 el presidente fue asesinado durante un desfile militar por un grupo de oficiales integristas.
El poder acabó en manos de otro militar, Hosni Mubarak, que mantuvo su política de acercamiento a Occidente, llegando a participar incluso en la I Guerra del Golfo contra Irak en 1.991. Propulsor de una economía de mercado pero sin los beneficios de las libertades políticas, Mubarak también mantuvo la farsa electoral para cuidar las formas, siendo reelecto por amplísimas mayorías en 1.987, 1.993, 1.999 y 2.005. En todas ellas impidió participar al principal partido de la oposición, los Hermanos Musulmanes, a los que acusa de querer instaurar una república fundamentalista similar a la iraní. Si su delicado estado de salud no se lo impide – está a punto de cumplir 83 años – y si no se lo lleva por delante una revuelta como la tunecina, Mubarak pretende dejarle el poder a su hijo Gamal 2.011, luego de tres décadas de autocracia. La colaboración de Occidente también ha sido indispensable para mantenerle en el trono.
Durante el transcurso de la pasada semana Egipto vivió con especial virulencia los ramalazos del “efecto contagio” que trajo la revuelta en Túnez. El martes, también gracias a las redes sociales – aunque Twitter está bloqueado – la oposición llevó a cabo las protestas más violentas que se vieron en el país en los últimos años, que se saldaron con un puñado de muertos y centenares de opositores en la cárcel, según denunciaron diferentes organismos de Derechos Humanos.
Pero mientras Túnez tiene una importancia estratégica mínima, la lucha por el poder en Egipto puede llegar a ser atroz. Con 81 millones de habitantes – es el país más poblado del mundo árabe – su frontera con Israel justificó durante décadas que Occidente prefiriera un régimen policial antes que abrir las puertas a la llegada de una teocracia islámica. El carácter urbano y laico de las revueltas de la última semana han encendido las luces de alarma. Mientras Europa guarda silencio y se muestra tímida a la hora de exigir reformas a su aliado, en Estados Unidos Barak Obama parece dispuesto a ir más allá. Esta semana, durante su discurso anual para evaluar el Estado de la Nación, Obama alabó la revolución tunecina. “Permítanme decirlo con claridad” afirmó “Estados Unidos apoya al pueblo de Túnez y las legítimas aspiraciones democráticas de todos los pueblos". La oposición egipcia cree haber descifrado el mensaje.

Las sombras de la guerra civil

Si las cárceles egipcias son famosas por la ferocidad de las torturas que allí se practican, el gobierno de la vecina Argelia bien podría ser considerado el más sanguinario de todos los que gobiernan la región. Con variantes, la historia se repite en este gigantesco país de 35 millones de habitantes. Independizado de Francia en 1.962 luego de una virulenta guerra, el poder quedó en manos del Frente de Liberación Nacional, de tendencia socialista y filosoviética. Luego de un breve idilio revolucionario durante el gobierno de Ben Bella (1.962-65), el poder pasó a manos del ejército con el golpe militar de Houari Boumedienne (1.965-78), quien llevó a cabo un gobierno de corte socialista y laico. Su sucesor, Chadli Bendjedid, (1.978-82), también procedente del ejército, dio un vuelco a la política exterior, se acercó a Occidente y promovió reformas liberales en la economía.
Ante la magnitud de las protestas que se produjeron en 1.988, cuando el país atravesaba una de sus tantas crisis económicas, Bendjedid pensó que lo mejor era promover una apertura democrática y en 1.989 introdujo el multipartidismo. Pero como sucede a menudo en África del norte, al gobierno no le gustaban todos los candidatos que se presentaron y puso palos en la rueda al Frente de Fuerzas Socialistas integrado por antiguas figuras de la revolución del 62, que se inclinó por boicotear los comicios. El resultado fue inesperado y atroz: para expresar su disconformidad con el oficialismo el electorado le dio la victoria al Frente Islámico de Salvación en las elecciones municipales y provinciales de 1.990.
Bendjedid comprendió la magnitud del desastre que se avecinaba y modificó la Ley electoral para hacerle la vida más difícil al FIS, que comenzaba a virar al integrismo fanático con el correr de los meses, pero no fue suficiente para impedir que esta formación ganara la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 1.992. Así las cosas, el ejército decidió dar una patada al tablero democrático y produjo un cruento golpe de estado suspendiendo los comicios y desalojando a Bendjedid del poder. El país se sumió en la guerra civil, una de las más terribles que se dieron en todo el continente durante el siglo XX, un conflicto que costó la vida a cerca de 200 mil personas y que empañó toda la década de los noventa.
En 1.999 ganó unas elecciones en las que no estaban representadas todas las fuerzas políticas del país un antiguo luchador de la guerra de independencia, Abdelaziz Buteflika, que llegó al gobierno con un programa de reconciliación nacional, pálidos intentos de reforma y tímida apertura al islamismo democrático. En 2.000 firmó la paz con las organizaciones islámicas que habían perdido la guerra y en 2.004 fue reelecto con el 83 por ciento de los votos en otras elecciones poco limpias. En 2.009 volvió a ganar los comicios demostrando que es otro autócrata árabe con serias intenciones de morir en el trono. Pero a diferencia lo que sucede en Egipto, en Argelia la oposición tiene serias dudas sobre la conveniencia de salir a las calles a protestar. El fantasma de la guerra civil inmoviliza a los ciudadanos asqueados de la corrupción del régimen y hartos de la censura y la persecución a dirigentes políticos opositores. Francia y España son los principales sostenes económicos y políticos del actual gobierno. El argumento es el mismo de siempre: mejor un autócrata prooccidental que una república islámica.
Con menor dosis de conflicto político, pero atravesados por las mismas tensiones, en el Marruecos de Mohammed VI y en la Libia del ex socialista Muammar Gaddafi también siguen con atención la evolución de la revolución tunecina. En ambos países campean la falta de libertad de expresión, la proscripción de partidos opositores y la corrupción administrativa. Mientras que a Mohammed VI lo mima con especial atención España –hay que destacar que de todos los gobiernos de la zona es el que mayor grado de democracia -, a Gaddafi lo sostiene el amigo italiano Silvio Berlusconi. Pero los tiempos están cambiando y Occidente comienza a preguntarse si no ha llegado la hora de promover cambios en el norte de África, más ahora que la estrella de la revolución iraní de 1.979 parece estar declinando y que el fantasma del islamismo radical no tiene la fuerza que supo ostentar hace tres décadas. La sociedad civil y las fuerzas democráticas de estos cinco países, relativamente ricos en comparación con la pobreza que caracteriza al continente, tienen ante sí una oportunidad histórica.

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