27 feb 2011

Muamar Gadafi: retrato de un dictador

En el comienzo era un nadie, como Hitler, como Stalin, como suelen ser siempre en sus orígenes los dictadores más brutales. Hijo de beduinos, nació en una carpa a pocos kilómetros del puerto de Sirte, hoy territorio libio, en aquel entonces parte de la llamada Noráfrica Italiana gobernada por otro don nadie llegado a más: Benito Mussolini. Era el 7 de junio de 1.942 y en África del Norte ardían las arenas incendiadas por la Segunda Guerra Mundial.
En su familia fluía sangre nacionalista. Su abuelo había muerto en 1.911 combatiendo a los invasores italianos y su padre fue encarcelado en varias ocasiones por sus posiciones anticolonialistas. Apenas tiene 10 años cuando en el vecino Egipto el coronel Nasser derroca al rey e instala un gobierno filo socialista del que se Muamar se hará firme partidario, tanto que hasta es expulsado de la escuela por sus incipientes actividades políticas.
Con apenas 21 años se gradúa en Leyes, pero decide no ejercer como abogado y se mete en el ejército, donde no tarda en ganarse la simpatía de sus compañeros gracias a esa irresistible atracción que ejerce sobre su entorno, según han relatado los que tuvieron oportunidad de conocerlo en persona. Inspirado en Nasser, funda el Movimiento Secreto Unionista de Oficiales Libres que se opone al débil rey Idris, un fantoche pro occidental que gobierna el país con estilo medieval.
Tiene apenas 27 años cuando encabeza el golpe de estado que derrocó a la monarquía el 1 de septiembre de 1.969. Quizá por intuición rastrera o porque todavía no se le ha manifestado su costado más excéntrico y brutal, la cosa es que consiguió engañar a cierta parte del mundo durante unos cuantos años con su programa nacionalista con grandes dosis de socialismo tercermundista, que incluyó la nacionalización del petróleo y la expulsión de las bases militares británicas y estadounidenses.
Su amado Nasser murió en 1.970 pero él siguió soñando durante un tiempo con la unidad árabe y fantaseando con poner en marcha un comando militar único que ayudara a los palestinos en su lucha contra Israel. Mientras tanto, le confiscaba las propiedades a los italianos que todavía vivían en Libia desde la época de la colonia, expulsaba a los judíos del país y ponía en marcha una serie de medidas destinadas a implantar una rígida moral musulmana, desmintiendo a aquellos que creían que iba a primar en él el panarabismo laico. En poco tiempo prohibió el juego, los locales de alterne, el consumo de bebidas alcohólicas, el pelo largo en los hombres y las vestimentas demasiado occidentales.
Para dejar en claro por dónde venían los tiros, un par de años después eliminó el derecho de huelga, estableció la pena de muerte para los supuestos contrarrevolucionarios, impuso la censura a la prensa y empezó a atiborrar sus uniformes con condecoraciones que él mismo se imponía y a lucir extravagantes trajes beduinos, al tiempo que se hacía nombrar comandante en jefe de las fuerzas armadas con grado de “coronel” ya que, decía, “en la república popular no hacen falta generales ni comandantes”.

EL TERRORISTA DELIRANTE

En su afán por copiar a los líderes que admira, en 1.973 proclama la Revolución Cultural, en sintonía con la China de Mao que ha reemplazado en sus desvelos al Egipto de Nasser y que se traduce en el exilio de la mayor parte de los intelectuales del país. En esos tiempos presenta su bizarro Libro Verde, una obra en tres tomos el último de los cuales está dedicado a su pomposa “Tercera Teoría Universal”, en la que proclama un socialismo islamizado, opuesto al capitalismo y al comunismo duro. Mientras los teólogos musulmanes reunidos en La Meca lo tachaban de “apóstata y antiislámico” él comenzaba a presentarse ante sus seguidores más devotos como “el Mahdí”, el líder que, según Mahoma, Dios enviará antes que se acabe el mundo para establecer la justicia islámica sobre la tierra.
A finales de los setenta su extravagante modelo político alcanza la más alta cota de cinismo cuando establece la llamada Jamahiriya, un sistema de gobierno basado en asambleas populares, que está vigente hoy día, y que le permite al “gran líder” dejar de ocupar todos sus cargos en el estado, ya que no hacen falta líderes… ahora es el pueblo el que gobierna. Y por eso, como dice a menudo, si las cosas no van bien es culpa de los mismo libios, él no tiene nada que ver. En 1.977 decide que el Corán es la Constitución de Libia, así que tampoco hace falta tener una Carta Magna.
En el 77 se produce una virulenta ruptura con sus vecinos egipcios. Disgustado por el giro proamericano de Anwar el Sadat, sucesor de Nasser, Gadafi expulsa a 225 mil egipcios que vivían en Libia e invade el país del Nilo. La guerra dura unos pocos días y Gadafi es derrotado, pero poco le importa al señor del desierto. Durante esos años amplia su apoyo a grupos terroristas que operan en Europa y Medio Oriente, entre ellos el IRA irlandés y ETA, la organización independentista vasca. Y ensucia su expediente ayudando a dictadores sanguinarios como Idi Amin de Uganda y Charles Taylor de Liberia. También brinda apoyo militar al tenebroso Foday Sankoh, líder de la guerrilla de Sierra Leona.
En los ochenta se mete en la guerra civil de la vecina Chad enviando un ejército de 4.000 soldados, tanques, helicópteros y cazabombarderos soviéticos a defender el gobierno del Frente de Liberación nacional acosado por una guerrilla filo francesa. Y declara su admiración por otra revolución de pro: la iraní, invitando a los libios a atacar ellos también la Embajada Americana, como habían hecho los estudiantes inspirados por el ayatolá Jomeini en Teherán. Washington comienza a preocuparse del dictadorzuelo excéntrico e incluye a Libia en la lista de países patrocinadores del terrorismo. Y en 1.986 Ronald Reagan ordena un ataque sorpresa a la capital con el objetivo de asesinarlo que se salda con la muerte de su hija Jana de 15 años.
En 1.988, como parte de su venganza, ordena preparar un atentado contra un Boeing 747 repleto de pasajeros que realiza la ruta Londres-Nueva York, que estalla sobre la localidad escocesa de Lockerbie. Mueren 270 personas. La investigación no tarda en señalar la participación de oficiales de inteligencia libios en el ataque. Durante esos años se transforma con éxito en el villano más temido de Occidente, ocupando un rol similar al que ostenta hoy su émulo Osama Bin Laden. La caída del muro de Berlín en 1.989 lo convencerá de la utilidad de abandonar a sus aliados soviéticos y pasarse con armas y bagajes al bando occidental.

EL GIRO

A comienzos de los noventa las cosas pintaban mal para el Señor del desierto. Durante esos años, al tiempo que afrontaba las duras sanciones internacionales contra su régimen tuvo que enfrentarse a poderosos enemigos internos que conspiraban desde las fuerzas armadas para acabar con su reinado. Salió airoso de numerosos intentos de golpe e incluso de algunos atentados contra su vida, y poco a poco se fue convenciendo de la utilidad de hacer un gesto hacia Occidente, como modo de afianzar su poder local. Así que empezó por reconocer su autoría en el atentado de Lockerbie, pagó las indemnizaciones a las víctimas y entregó a los agentes que habían producido el atentado, al tiempo que abría las puertas a las compañías multinacionales occidentales para que realizaran jugosos negocios en su territorio.
Bastó que cediera parte de la torta del negocio petrolero para que en Occidente se corriera un piadoso velo sobre su turbia figura. A partir del 2.000 pudo verse cómo poco a poco dejaba de ser “el terrorista más temido” para transformarse, como por arte de magia, en un “líder moderado”, que contiene “al Islam radical”, no importa cómo. En 2.007 les compró armas a los franceses por 10 mil millones de euros, una cifra suficiente como para ser recibido con todo los honores por el presidente Nicolás Sarkozy. Y ese mismo año visitó España, también con una poderosa agenda de negocios energéticos bajo la manga, lo que le valió la recepción clamorosa del rey Juan Carlos y José Luís Rodríguez Zapatero. Aunque su preferido en Europa es el italiano Silvio Berlusconi con quien comparte negocios desde hace varios años.
Su cercanía a Occidente no le impidió aumentar la represión a los opositores internos ni sus cada vez más bizarras costumbres, como la de viajar por todo el mundo acompañado de un ejército de 200 mujeres supuestamente vírgenes entrenadas en artes marciales que protegen su vida y exigir a los países que lo reciben que le dejen montar su carpa beduina, ya que es el único sitio en el que se siente cómodo. Entre sus más famosos desplantes se recuerda aquella vez que se puso a orinar en una reunión de la Liga Árabe para manifestar su desprecio o cuando apareció maquillado y en zapatos de tacón en un acto oficial sólo porque se le dio la gana.
Las revueltas árabes que tumbaron las dictaduras de Egipto y Túnez golpearon a la puerta de su residencia, como no podía ser de otro modo. Pero Gadafi no es Mubarak ni Ben Alí. Y durante estos días pudo verse como reprimió a sangre y fuego las protestas, bombardeando la plaza con aviones y morteros y enviando a su hijo predilecto, y heredero declarado del trono, Saif el Islam, a amenazar a sus compatriotas con una guerra civil si continuaban protestando. Él, mientras tanto, se permite las que tal vez sean sus últimas humoradas: "¿Conocéis a alguien decente que participe en esto? No los hay, es gente que se droga y se emborracha" afirmó en su agresivo discurso a la nación este martes. Ya el pasado lunes, en una breve aparición pública, bajo un paraguas y a punto de subirse a un coche, había afirmado con sorna: “Estaba por dirigirme a la plaza (dónde se realizan las protestas) a hablar con estos jóvenes, pero llueve. Gracias a Dios llueve”.

Publicado en Milenio Semanal, México

2 comentarios:

Escritos sobre todo y nada dijo...

Buen artículo



http://escritossobretodoynada.blogspot.com/2011/03/patrias-de-saldo.html

Anónimo dijo...

muy buenno